La violencia en Estados Unidos
En una ¨¦poca en que Hitler, Mao y Stalin no quedan tan lejos, no tiene mucho sentido atribuirle a Estados Unidos una propensi¨®n exclusiva a la violencia. El empleo de la violencia cruza toda frontera ¨¦tnica, nacional, racial y religiosa. Hobbes, Dostoievski y Freud siguen siendo nuestros contempor¨¢neos.
En el agitado debate provocado por la masacre de Tucson, tanto quienes se han aprovechado pol¨ªticamente del odio al presidente como sus aliados han insistido en que no tienen responsabilidad alguna por lo que ha hecho el asesino y lo describen como un caso de psicopatolog¨ªa individual. Para muchos, es m¨¢s dif¨ªcil que nunca en el p¨¢ramo dejado por la incesante crisis de empleo, no ya conseguir, sino simplemente mantener un m¨ªnimo de integraci¨®n social. En ausencia de un efectivo Estado de bienestar, son muchos los devueltos a estructuras familiares y vecinales que no pueden soportar esa carga.
La agresividad se ha disparado con la crisis. La matanza de Tucson es otro presagio alarmante
Buena parte del atractivo de las iglesias norteamericanas es debido a las funciones que asumen como primeros (y ¨²ltimos) refugios. Tambi¨¦n ofrecen un muy amplio espectro de visiones del mundo. Dada una considerable suma de confusi¨®n intelectual y de total ignorancia, es explicable la receptividad de un n¨²mero sustancial de ciudadanos a los discursos m¨¢s estramb¨®ticos. Sus limitados mundos sociales son los ¨²nicos que conocen y en los que conf¨ªan.
Loughner, el asesino, es un ejemplar individualizado de una tendencia social general. En su visi¨®n de la gram¨¢tica como un agente de la tiran¨ªa, nos ofrece, sin pretenderlo, una parodia de Chomsky, quien contempla el lenguaje como un posible camino hacia la libertad.
No hay lobby en Washington que haya alcanzado un mayor ¨¦xito que el que representa a los fabricantes y usuarios de las armas port¨¢tiles. Han conseguido describir el derecho ilimitado a poseer armas peque?as como una cuesti¨®n de libertad. Lo que se traduce en el hecho de que haya casi tantas armas en manos privadas en EE UU como habitantes tiene el pa¨ªs (algo m¨¢s de 300 millones de personas y tal vez 250 millones de armas). Las leyes de M¨¦xico proh¨ªben estrictamente la posesi¨®n privada de armas, pero las bandas mexicanas se procuran las armas al norte de la frontera.
Lo mismo hace un gran n¨²mero de ciudadanos norteamericanos, cuyos puntos de vista pol¨ªticos reflejan y justifican su agresividad. La ex gobernadora Palin se ha esforzado mucho por poner de manifiesto su competencia con las armas y su inequ¨ªvoco alineamiento con quienes se oponen a los esfuerzos gubernamentales por regular su disponibilidad. Fue ella la que puso a la congresista Giffords, objetivo principal del ataque, en una lista de adversarios pol¨ªticos ilustrada con miras de rifle. Es improbable que el asaltante de la congresista no tuviera conocimiento de esto. Sus desequilibrios personales le hab¨ªan llevado a unirse a una difusa comunidad caracterizada por el recurso a las fantas¨ªas sobre la supremac¨ªa armada. Al parecer, estas son indispensables para el equilibrio interior de millones de ciudadanos que no conf¨ªan en la sociedad para su protecci¨®n.
La imagen de la sociedad como una jungla es utilizada a menudo por los que se oponen a la regulaci¨®n nacional de las armas. Con la misma frecuencia es utilizada por los exponentes del derecho de la naci¨®n a imponer su versi¨®n del orden al resto del mundo. El aserto de que EE UU est¨¢ amenazado por el "terrorismo" ha sucedido a la anterior demonizaci¨®n del comunismo como un expansionismo inexpugnable. Unida con frecuencia a la sistem¨¢tica denigraci¨®n del islam (o el desprecio por los europeos con su Estado de bienestar), la idea de una naci¨®n asediada ba?a todo debate de pol¨ªtica exterior al mismo tiempo con una preocupaci¨®n infinita y una pretensi¨®n de superioridad moral ilimitada. La consiguiente militarizaci¨®n de la pol¨ªtica y del discurso p¨²blico legitima la violencia ejercida a favor de una ostensible buena causa.
El estado de guerra permanente en la psique norteamericana hace que, en comparaci¨®n, los costes de la guerra real parezcan peque?os, tanto m¨¢s cuanto que las guerras son distantes e imponen sacrificios a segmentos limitados y segregados de la sociedad. Las guerras, no obstante, devuelven a la sociedad a un n¨²mero significativo de mutilados psicol¨®gica y espiritualmente, un ej¨¦rcito en la reserva preparado otra vez para la extrema violencia.
Durante toda la historia de nuestra rep¨²blica, las profec¨ªas religiosas y seculares han proyectado dudas sobre la primac¨ªa de la codicia. La idea de la naci¨®n como una comunidad ha entrado en colisi¨®n con la idea de la misma como un mercado m¨¢s amplio y perfecto: la ideolog¨ªa mercantil es culturalmente omnipresente. En una uni¨®n de dos patolog¨ªas, las implacables exigencias en los negocios y en el deporte son expresadas mediante la ret¨®rica b¨¦lica. Te¨®logos y expertos en ciencias sociales insisten en los costes humanos de esta amalgama. La crisis econ¨®mica, que ha dejado a un 15% de la fuerza de trabajo fuera del mundo laboral e inducido el miedo en el resto, no ha generado grandes movimientos a favor de un cambio institucional. S¨ª ha producido una disposici¨®n al recurso a la violencia verbal que amenaza lo que queda del tejido de nuestra vida en com¨²n. Tucson es un presagio muy alarmante.
Norman Birnbaum es catedr¨¢tico em¨¦rito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducci¨®n de Juan Ram¨®n Azaola.
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