?D¨®nde se huele el mejor cine?
Cualquier cin¨¦filo de paladar medianamente educado siempre tuvo claro el significado reverencial del concepto cine, aunque durante una ¨¦poca tontamente revolucionaria este fuera definido como todo aquello que filma una c¨¢mara. Tampoco ten¨ªa dudas sobre la inapelable geograf¨ªa que daba natural cobijo a las pel¨ªculas, una sala oscura y a ser posible de tama?o infinito. Y, por supuesto, era capaz de distinguir en un minuto si lo que estaba viendo era algo concebido para la televisi¨®n o para el cine. Eran dos lenguajes tan opuestos como identificables, las series y las pel¨ªculas estaban concebidas con distinto idioma, tono, aroma. No hac¨ªa falta ver la etiqueta para distinguir la aristocracia de la gleba, la rutina de la improvisaci¨®n, el clich¨¦ de la sorpresa. En el cine las historias pod¨ªan ser contadas con heterodoxia, con voluntad de estilo, con tiempo y medios, con principio y fin, cosas inconcebibles en la estructura de los telefilmes.
Entre la gente de mi generaci¨®n, nacida con el arranque de aquel milagro llamado televisi¨®n en blanco y negro y destinado a formar parte del mobiliario de todas las casas del universo, puede seguir existiendo agradecida memoria sentimental de series norteamericanas devoradas en la infancia (sortear con artima?as aquellos rombos que prohib¨ªan su visi¨®n a los menores supon¨ªa un a?adido afrodisiaco), pero es altamente improbable que aquellos amores tempranos aguantaran actualmente una revisi¨®n acompa?ada de ligero sentido cr¨ªtico. Por mi parte, prefiero no arriesgarme a profanar recuerdos, constatar la mediocridad, el cutrer¨ªo o las infinitas convenciones de aquellos abogados, detectives, fugitivos, cowboys, monjes justicieros, intocables, agentes secretos, invasores y dem¨¢s fetiches de la ¨¦poca. Sospecho que aquellas series con tanta capacidad para enganchar a un p¨²blico masivo y que ofrec¨ªan entretenimiento gratis eran productos de usar y tirar, regidos por un invariable patr¨®n. Curiosamente, en ese medio que mantiene inexistente relaci¨®n con el gran cine, se inicia profesionalmente un grupo de hombres cuyo sue?o es poder hacer pel¨ªculas personales alg¨²n d¨ªa, demostrar que su creatividad ten¨ªa algo poderoso que contar sobre la vida mediante una c¨¢mara de 35 mil¨ªmetros y destinada a espectadores que van a comprar una entrada para disfrutar de ella. Esa generaci¨®n con urgencia por huir de su alimentario trabajo en la vulgar televisi¨®n est¨¢ formada por directores que van a dejar huella en la historia del gran cine norteamericano, como Arthur Penn, Sydney Pollack, Sidney Lumet, Robert Mulligan y Martin Ritt, y otros, una carrera menos inspirada, pero con alg¨²n t¨ªtulo memorable en su filmograf¨ªa, como Delbert Mann (Marty) y Franklin J. Schaffner (El se?or de la guerra y El planeta de los simios).
Alfred Hitchcock, tal vez el m¨¢s grande creador visual que ha dado el cine y que compaginaba con absoluta naturalidad lo de crear arte mayor al gusto popular con lo de hacer suculentos negocios, alquil¨® su prestigioso nombre, su sorna, su oronda figura y su inquietante talento a la siempre devaluada televisi¨®n con la muy curiosa serie Alfred Hitchcock presenta. Pero las experiencias en la peque?a pantalla de creadores tan dotados para el cine son excepciones. La televisi¨®n pod¨ªa representar un medio bien pagado o un veh¨ªculo para hacer la transici¨®n, pero nunca una meta para cualquiera que aspirara a inventarse algo perdurable escribiendo guiones y desarroll¨¢ndolos en im¨¢genes y sonidos.
Inglaterra, cuyos actores, actrices y directores m¨¢s insignes est¨¢n inevitablemente destinados al esplendoroso exilio en Hollywood, intenta a trav¨¦s de la meritoria BBC desde mediados de los a?os sesenta realizar series de lujo, sin degradar el tono para hacerlo accesible a esa abstracci¨®n conocida como p¨²blico televisivo. Adapta al formato de serie novelas tan notables como le¨ªdas de Robert Graves, Evelyn Waugh y John Galsworthy. Tambi¨¦n ofrece privilegiado espacio a la s¨¢tira y el humor esperp¨¦ntico, con series y personajes que permanecen mod¨¦licos. Pero esos oasis en un medio tan gen¨¦tica y vocacionalmente embrutecido y t¨®pico, tampoco permit¨ªan augurar que en un futuro los esp¨ªritus m¨¢s brillantes considerar¨ªan un honor poner su creatividad al servicio de una serie de televisi¨®n, que ya no ser¨ªa preciso el cine para transmitir al receptor esas sensaciones maravillosas que le pertenec¨ªan ancestralmente.
El cine me sigue proporcionando de vez en cuando satisfacciones notables (casi nunca en los festivales, refugio y parroquia de tanta vacua e intragable autor¨ªa), pero noto peligrosos vac¨ªos de memoria cuando espectadores ocasionales me piden que les recomiende fervorosamente alguna pel¨ªcula indispensable de la cartelera. Esa incertidumbre desaparece si tengo que recordar series de televisi¨®n, obras maestras que no tienen duraci¨®n est¨¢ndar sino que pueden durar cien horas, transportarte a Arcadia una noche s¨ª y la otra tambi¨¦n. Como las mejores pel¨ªculas, es absurdo disfrutar estas series troceadas, en funci¨®n de los horarios de la programaci¨®n y de tu disponibilidad. Hay que tenerlas agrupadas por temporadas en un pack y saber que darte el atrac¨®n con ellas no te va a provocar indigestiones sino un mantenido placer. Tambi¨¦n la seguridad, como con las grandes pel¨ªculas, de que siempre vas a apreciar algo nuevo y gozoso al volver a visitarlas.
Una televisi¨®n por cable llamada HBO, un modelo cuyos grandes beneficios est¨¢n en funci¨®n del deporte, decidi¨® a finales del siglo pasado saltarse todas las escler¨®ticas reglas que condenaban a la inanidad vendible a las series, y apostar por ellas concedi¨¦ndoles la libertad creativa y las esencias del gran cine, apostando por proyectos que asustar¨ªan a las majors, desoyendo las f¨®rmulas que supuestamente complacen al espectador medio, mimando los guiones y la est¨¦tica, despreciando los tab¨²es televisivos sobre el conveniente sentido moral, los temas intocables, los rodajes chapuceros y r¨¢pidos, el lenguaje y el ritmo que exige una tradici¨®n de banalidad satisfecha, los sagrados imperativos de la audiencia. Cuentan que los espectadores de la primera temporada de The Wire oscilaron entre cien mil y quinientos mil. Por supuesto, esa cifra rid¨ªcula que disparar¨ªa las alarmas del ejecutivo mod¨¦lico no impidi¨® que rodaran cuatro temporadas m¨¢s de esa obra de arte. Suspendieron al finalizar la tercera Deadwood, un western cuyos di¨¢logos suenan a Shakespeare, y en la segunda la apasionante Roma, pero que nos quiten lo bailado. Deduces que reconstruir con tanta fidelidad ese pueblo del Oeste y la antigua Roma, algo que siempre hab¨ªa sido privilegio del cine, costaba una fortuna, que una hermosura tan cara nunca podr¨ªa ser amortizable en la televisi¨®n, pero esos derroches suenan a nimios al lado de superproducciones b¨¦licas en las que se ha embarcado HBO como Brothers in arms y The Pacific. Dinero bien empleado, al servicio de series impecables. Tony Soprano y los muy humanos funerarios de A dos metros bajo tierra estuvieron con nosotros mucho tiempo, pero sospecho que no nos hubiera importado envejecer con ellos. El sello que imprime HBO (aunque en su curr¨ªculo haya tambi¨¦n l¨®gicos errores) huele a cine, imaginaci¨®n, riesgo, originalidad, inteligencia, complejidad, virtudes que eran complicadas de asociar con la televisi¨®n. Afortunadamente, ya tiene competidoras serias, como AMC, responsable de Mad men y Breaking bad. Y esperas anhelante los nuevos proyectos de creadores televisivos como David Simon, David Chase, Matthew Weiner y Terence Winter, con la misma ilusi¨®n que te pod¨ªa provocar el estreno de las ultimas pel¨ªculas de Allen, Eastwood y Scorsese.
Ese esplendor que est¨¢ viviendo un medio que ha maltratado tanto a las ficciones no es generalizable a muchas series que han tenido ¨¦xito inmediato. Se sigue consumiendo basura sin prisas y sin pausas, revestida con planteamientos m¨¢s sofisticados que antes, pero est¨¢ claro que ya no es obligatorio ir al cine para encontrarte en tu casa con lo que m¨¢s amas de ¨¦l. Escritores, actores, directores y t¨¦cnicos, que manten¨ªan intacto su prestigio alejados permanentemente de la televisi¨®n, saben que ya existe determinado espacio en ella para poder expresar lo mejor de s¨ª mismos.
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