Y los or¨ªgenes de Babelia
El mundo no ten¨ªa entonces m¨¢s que un solo lenguaje y los descendientes de Ca¨ªn que todav¨ªa viajaban hacia el Este del Ed¨¦n hallaron una vega en tierras de Sennaar donde hicieron asiento y durante el camino ya hab¨ªan aprendido a cocer los ladrillos al fuego, a sustituir la argamasa por el bet¨²n y a valorar la ley de las proporciones sin distinguirla del orgullo. Entre los fugitivos que conquistaron aquel valle tan f¨¦rtil uno era Jubal, el padre de la c¨ªtara, y otro se llamaba Tubalca¨ªn, que fue art¨ªfice del cobre del hierro. Con ellos hu¨ªa Noema, la primera bailarina de la historia. Alguno de los expedicionarios decidi¨® construir all¨ª una ciudad con una torre cuya cumbre llegara hasta el cielo para hacer c¨¦lebre su nombre antes de esparcirse por la faz de la tierra. De esta forma se levant¨® Babel, pero son muchos los que opinan que el ¨²nico material que usaron en su construcci¨®n fueron las palabras, no los sillares, y de ah¨ª naci¨® la confusi¨®n de las lenguas, madre de la cultura. Cambiando solo unas pocas palabras del alfabeto se alcanza una cultura superior a cualquier imaginaci¨®n y no hay suficientes piedras ni ladrillos en el mundo que pueden igualar la torre en el aire que las palabras levantan. Los descendientes de Ca¨ªn se pusieron a hablar en c¨ªrculo en aquel valle de Sennaar y de pronto vieron que sus voces se hac¨ªan diversas y crec¨ªan, se multiplicaban y ellas mismas creaban nuevos artificios y materiales, formaban la sustancia de las cosas. Ante sus ojos comenz¨® a elevarse un volumen en espiral muy firme aunque solo era el h¨¢lito de los pensamientos, y al pie de esa torre de Babel florecieron las artes, las letras y se dieron grandes espect¨¢culos. Los poetas se unieron con los orfebres, m¨²sicos, danzantes y pintores para trabajar a la sombra de las palabras cuyo significado siempre era distinto y todos se sent¨ªan igualmente enmascarados por ellas. Esta labor de tantos artistas alrededor de una columna levantada con todos los sonidos posibles del verbo y los metales dio origen a una ciudad que se llam¨® Babelia, famosa durante mucho tiempo, pero los viajeros que lleguen hoy al valle de Sennaar no ver¨¢n m¨¢s que polvo sin vestigio alguno. Sus ruinas son ahora los suplementos de cultura de algunos peri¨®dicos, las librer¨ªas m¨¢s escogidas, las bibliotecas m¨¢s herm¨¦ticas, los teatros con todas las m¨¢scaras, los museos y sus fantasmas. Tambi¨¦n se llama Babelia a esa parte profunda de cualquier lector o amante del arte que todav¨ªa est¨¢ de camino huyendo del para¨ªso hasta el Este del Ed¨¦n, sin esperanza alguna de poder alcanzarlo, aunque se da por satisfecho con llegar a la ma?ana del s¨¢bado para sentarse en un sill¨®n de orejas y reflejarse en las p¨¢ginas abiertas del diario donde Babelia, de forma permanente, es reconstruida cada semana.
La huida del para¨ªso contin¨²a. Ahora que se cumplen los 1.000 n¨²meros de Babelia, conviene recordar que despu¨¦s de matar a Abel con una quijada de asno, Ca¨ªn anduvo fugitivo y errante por todo el mundo bajo la maldici¨®n de Dios temiendo su venganza, pero dijo el Se?or: "Cualquiera que matare a Ca¨ªn recibir¨¢ un castigo siete veces mayor". Y una vez emitida esta paradoja marc¨® una se?al en la frente de Ca¨ªn en forma de cero para que ninguno que lo encontrase lo matara. Babelia sali¨® a la luz el 19 de octubre de 1991. Dos a?os antes, el jueves 9 de noviembre de 1989, hab¨ªa ca¨ªdo el Muro de Berl¨ªn y tal vez fue Ca¨ªn el primero en saltarlo en su huida del para¨ªso sovi¨¦tico. Poco despu¨¦s, sobre aquel valle f¨¦rtil de Sennaar regado por dos potentes r¨ªos donde se hab¨ªa levantado la primera torre de las palabras se abati¨® el general estadounidense Norman Schwarzkopf, al mando de medio mill¨®n de soldados, pertrechados con las m¨¢quinas m¨¢s rigurosas de matar, con los yogures no pasados de fecha y con galletas de muchas calor¨ªas en los macutos. Aquel vendaval de acero fue llamado la Tormenta del Desierto. A partir de la ca¨ªda del Muro y de la primera guerra del Golfo en enero de 1991 todas las palabras hab¨ªan cambiado de sentido, todas las cosas fueron designadas con otro nombre y ya ninguna serv¨ªa para expresar los grandes acontecimientos que iban derrumbando la historia y se convert¨ªan en cultura. En las p¨¢ginas de Babelia se vio aparecer erecto a Ca¨ªn sobre toda clase de escombros y materiales de desecho, unas veces como v¨ªctima y otras como verdugo, otras como cantante de rock, como intelectual de televisi¨®n, como pintor de grafitis en los paredones de extrarradio, como l¨ªder en la venta de enciclopedias, como reverendo negro predicando el fin del mundo en forma de blues, como escritor en la cabecera de la lista de los libros m¨¢s vendidos, como m¨²sico callejero, como payaso que se alquila para fiestas de cumplea?os de los ni?os. Toda la cultura se iba moliendo cada semana en las p¨¢ginas de Babelia durante la ¨²ltima d¨¦cada del segundo milenio de nuestra era, cuando las palabras comenzaron a hacerse electr¨®nicas y el pensamiento pas¨® de la mente a la yema de los dedos y de las yemas, casi siempre adolescentes, al desierto de arena de todos los teclados. Bajo el signo del fin de los tiempos la cultura se convirti¨® en una forma de escatolog¨ªa en el doble significado de excremento y postrimer¨ªa. Hoy se ha llegado a la conclusi¨®n de que el Juicio Final en el valle de Josafat se har¨¢ por ordenador y frente a la puerta Dorada de Jerusal¨¦n, Ca¨ªn ser¨¢ coronado. Durante la espera la multitud tendr¨¢ a su disposici¨®n retretes port¨¢tiles como sucede en los conciertos de rock y en las concentraciones papales. Todo era un sue?o mientras Ca¨ªn tocaba el saxo en el Village Vanguard de Nueva York aquella noche en que cuatro aviones de pasajeros de Airlines iban a convertirse en misiles humanos pilotados por islamistas fan¨¢ticos. A la salida del club de jazz Ca¨ªn estaba esa ma?ana del 11 de septiembre de 2001 en una tienda de vitaminas comprando p¨ªldoras de magnesio contra los calambres cuando vio arder las Torres Gemelas. De pronto pens¨® que estaban ardiendo otra vez con el mismo fuego el templo de Artemisa en ?feso, la Biblioteca de Alejandr¨ªa, la ciudad de Constantinopla y el Reichstag de Berl¨ªn. En su huida del para¨ªso Ca¨ªn supo que hab¨ªa llegado a un tiempo en que la cultura, que se hab¨ªa iniciado al pie de la torre de Babel construida con voces confusas de infinitos significados, estaba hecha de la uni¨®n de la alta tecnolog¨ªa con el fanatismo, de la belleza con la estupidez y de la venganza con el sentido de la justicia bajo la ¨²ltima forma de armamento en la persona del terrorista suicida. Y as¨ª llegada la primavera de 2003 volvi¨® a llover acero en Bagdad y luego sobre Afganist¨¢n. Cuando los descendientes de aquel fugitivo errante cuya marca en la frente lo hac¨ªa inmortal llegan hoy al valle de Sennaar no ven sino el polvo de las ruinas, pero en el silencio todav¨ªa pueden sentir la energ¨ªa que produjeron all¨ª las palabras al juntarse por primera vez junto con la m¨²sica de todos los metales con que se fabricaban los dioses modernos. Ya no existen fil¨®sofos ni m¨ªsticos. Ahora la filosof¨ªa se da en los laboratorios donde la investigaci¨®n de la materia oscura ya no se distingue tampoco de la teolog¨ªa. El resto de la cultura se crea en los v¨ªdeos que ponen en los autobuses a los turistas de la tercera y ¨²ltima edad. Pero los 1.000 n¨²meros de Babelia seguir¨¢n ardiendo siempre en nuestra biblioteca de Alejandr¨ªa.
Manuel Vicent (La Vilavella, Castell¨®n, 1936) es autor, entre otros libros, de P¨®quer de ases (Alfaguara), que re¨²ne 31 perfiles de grandes escritores publicados en Babelia. A finales de enero publicar¨¢ Aguirre, el magn¨ªfico (Alfaguara).
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