El barrio pagano de la ciudad santa
Hay cosas que se entienden mejor desde la periferia que desde el centro. Si el Trastevere marca la frontera del coraz¨®n de Roma, la plaza de San Pietro in Montorio marca la frontera del Trastevere. De noche las parejas suben all¨ª a besarse, y de d¨ªa -a veces una cosa lleva a la otra-, a hacerse fotos despu¨¦s de la boda. Todos ellos se cruzan con los que buscan la mejor vista de la ciudad y quieren contemplar, de paso, uno de los experimentos m¨¢s delicados de la historia de la arquitectura.
Como en un travel¨ªn cinematogr¨¢fico, desde all¨ª el panorama permite pasar revista a las siete colinas eternas con sus respectivos tesoros: la c¨²pula del Vaticano, el Castel Sant'Angelo, la Villa Medici, la Trinit¨¤ dei Monti -que corona la famosa escalinata de la plaza de Espa?a-, el monumento al rey V¨ªctor Manuel -en el que la gracia popular ha querido ver una grandilocuente m¨¢quina de escribir de m¨¢rmol blanco-, el Capitolio...
De d¨ªa es un pueblo al que le falta una mano de pintura
De noche, las l¨¢mparas desprenden una luz que parece inventada por Caravaggio
La mitad este esconde maravillas de harina y m¨¢rmol
As¨ª es el Trastevere: muy pagano y muy cristiano, sin soluci¨®n de continuidad
El experimento arquitect¨®nico es, entretanto, el templete de Bramante, un edificio circular que muchos han visto en los libros de arte, pero al que pocos imaginan enclaustrado entre las paredes de la iglesia de San Pietro in Montorio y las de la Academia de Espa?a: una joya en un tosco joyero. El templete es, por cierto, territorio espa?ol desde que los Reyes Cat¨®licos encargaron erigirlo en el lugar en el que, seg¨²n la leyenda, san Pedro fue crucificado boca abajo.
Pese a que esa maravilla queda al margen de las rutas tur¨ªsticas, muchos de los hitos de la Roma renacentista y barroca tienen su origen en esa capilla curvil¨ªnea rodeada de columnas en la que Bramante alcanz¨® el equilibrio de las proporciones para sintetizar cristianismo y paganismo. No es extra?o que Stendhal -enamorado de Italia hasta el punto de considerarse "completamente milan¨¦s"- eligiera la iglesia vecina como punto de partida para sus memorias, un libro en el que recurre "al estilo" lo estrictamente necesario y en el que mezcla experiencia y ficci¨®n sin recato alguno. Lo mismo que hace en sus chispeantes paseos por Roma.
All¨ª relata una de las claves del ¨¦xito de sus visitas a la ciudad. Cuando ¨¦l o uno de los miembros del grupo que le acompa?a aparece en el desayuno con un alfiler en la casaca, los dem¨¢s interpretan que ha decidido volverse "invisible", esto es, que quiere hacer la ruta del d¨ªa en compa?¨ªa del resto, pero sin someterse a su conversaci¨®n. El m¨¦todo, que merecer¨ªa patentarse, no perdi¨® ni un ¨¢pice de su gracia cuando los historiadores de la literatura descubrieron que el autor de La Cartuja de Parma hab¨ªa estado en Roma, pero solo, sin nadie cuya charla necesitase conjurar con alfiler alguno.
Para la media romana, la plaza de San Pietro in Montorio es un relativo remanso de silencio solo roto a diario por el ca?onazo que, todav¨ªa m¨¢s arriba, en el Piazzale Garibaldi, anuncia la llegada del mediod¨ªa y recuerda que desde esa colina entraron en Roma los que luchaban por la unidad de Italia. A la espalda, el estruendo pasajero de?un ca?¨®n decimon¨®nico. Al frente, el rumor interminable del Trastevere.
En el fondo, al Trastevere no se llega por?casualidad como al Pante¨®n y al Coliseo -"ah, estaba aqu¨ª"-, al Trastevere hay que ir. De entrada, hay que cruzar el r¨ªo que le da nombre: Trans Tiberim, m¨¢s all¨¢ del T¨ªber. Nadie va a la plaza de San Cosimato si no es al mercado que se instala all¨ª cada ma?ana. En lo que en tiempos de Augusto fue el escenario de las naumaquias -los espect¨¢culos en forma de batallas navales-, el acanto de los capiteles ha dejado su lugar al hinojo, que los romanos comen con una pizca de sal y un chorro de aceite de oliva, y a la flor de calabac¨ªn, ese prodigio de sutileza natural que mezcla bot¨¢nica, metaf¨ªsica y gastronom¨ªa, clasicismo y barroco. Con ella se adereza una de esas inagotables variedades de pizza que a nadie se le ocurrir¨ªa pedir por tel¨¦fono.
San Cosimato est¨¢ en los ant¨ªpodas de los modernos centros comerciales. Es un mercado sin celof¨¢n en el que los alimentos saben a lo que anuncian. Lo mismo cabr¨ªa decir del Trastevere, que de d¨ªa es como un pueblo al que le faltar¨¢ siempre una capa de pintura y de noche parece iluminado, como suele decirse, con una bombilla de 40 vatios. Incluso en los momentos en que se convierte en el centro de peregrinaci¨®n del nuevo paganismo after hours, la moda en las terrazas de los restaurantes sigue siendo las fiaccole, las l¨¢mparas de barro cuya llama desprende una luz que parece inventada en tiempos de Caravaggio.
Tambi¨¦n de noche, Santa Mar¨ªa in Trastevere se convierte en un circo de cuatro pistas en el que los espectadores contemplan el espect¨¢culo de la vida sentados en los bares y en las escaleras de la fuente que preside la plaza. Mientras, a su alrededor, ejecutan su danza los camareros, los malabaristas, los magos de Pakist¨¢n o los chinos que venden rosas y ofrecen p¨¢jaros de pl¨¢stico, perfectamente adiestrados, que hacen equilibrios en el ¨ªndice de su amo. La noche no significa lo mismo para todos: la belleza romana alimenta la vista sin llenar el est¨®mago. Tambi¨¦n hay parroquianos que salen de la bas¨ªlica no de contemplar los mosaicos, sino de dejarle a San Antonio un pedido en los brazos. Entretanto, los que dan la causa por perdida, o sencillamente huyen de los turistas, se refugian en el bar Calisto. A tan solo unos metros de la vor¨¢gine, el establecimiento parece llevar un siglo despachando barato cerveza Peroni y litros de sgroppino, caf¨¦ y cornetti (cruasanes) servidos en la mano con una servilleta.
Habitado originariamente por los sirios y los jud¨ªos que trabajaban en el puerto del T¨ªber, el Trastevere fue desde el principio un lugar de extranjeros que, por hallarse en la misma ribera que el Vaticano, lleg¨® a estar bajo el mando del Papa. Era en un tiempo en el que, en su trazado, conviv¨ªan las callejuelas del interior del barrio con las villas que se asoman a la orilla del r¨ªo. Entre ellas reina la Farnesina, a la que las aguas separan del imponente palacio Farnese. Si este, en el cogollo romano, fue proyectado por Miguel ?ngel, aquella, en el coraz¨®n del refinamiento trasteverino, la decor¨® su enemigo Rafael con el celeb¨¦rrimo fresco de la ninfa Galatea. El joven genio de Urbino lo pint¨® entre 1513 y 1514, o sea, en medio de los trabajos que ¨¦l mismo andaba ejecutando en las estancias vaticanas y que, pese a su maestr¨ªa, no alcanzaron a superar los que su rival hab¨ªa pintado casi simult¨¢neamente en la b¨®veda de la Capilla Sixtina. No cuesta imaginar, por lo dem¨¢s, que los torsos que pueblan esas paredes acuden cada d¨ªa a cincelarse al gimnasio del Vicolo Moroni, la palestra que sol¨ªa frecuentar un muchacho alem¨¢n al que sus colegas de sala de musculaci¨®n reconoc¨ªan, con un punto de orgullo, entre las amistades del cardenal Ratzinger antes de convertirse en Papa.
As¨ª es el Trastevere: muy pagano y muy cristiano, sin soluci¨®n de continuidad. Igual que en una misma calle conviven un taller mec¨¢nico, una trattoria, un colmado de los de antes y una tienda de antig¨¹edades de las de siempre, en sus habitantes se mezcla una teolog¨ªa felizmente materialista aprendida en los tiempos del eurocomunismo y una secular frivolidad vaticana. As¨ª se entiende el humor del escritor Stefano Benni, un verdadero mito en Italia, pero cuya obra nunca ha arraigado en Espa?a. Benni, bolo?¨¦s, pero vecino del Trastevere, acostumbra a presentar sus libros en la librer¨ªa Bibli de la Via dei Fienaroli, un local, como los coches familiares, m¨¢s grande por dentro que por fuera. All¨ª resuenan de cuando en?cuando sus particulares versos amorosos -"Perd¨®name, us¨¦ nuestra canci¨®n para otra relaci¨®n"- y pol¨ªticos: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos ser¨¢n ajusticiados". Sin olvidar relatos de la ¨¢cida estirpe de Pap¨¢ va a la televisi¨®n, la historia de una familia que se re¨²ne ceremoniosamente en torno a la tele, llama a vecinos y amigos, prepara comida, sirve bebida y enciende el aparato a la hora anunciada. ?El motivo? Retransmiten en directo la ejecuci¨®n del padre.
En el fondo, las calles del Trastevere son un fractal de Italia entera. Solo la fortaleza, la cultura y el sentido del humor de su sociedad civil explican que el pa¨ªs siga estando entre los m¨¢s desarrollados del mundo, a pesar de su esperp¨¦ntica clase dirigente. Por eso no desentona que en las tapaderas de hierro de las alcantarillas se lea todav¨ªa el SPQR de los tiempos de la rep¨²blica romana, ni que "salve" sea todav¨ªa un saludo. Aunque la restauraci¨®n de un edificio puede demorarse d¨¦cadas por falta de fondos, la Via Garibaldi, que conduce al Gianicolo, puede acostarse manga por hombro y levantarse asfaltada como si un grupo de suizos hubiera trabajado en ella durante toda la noche.
En el n¨²mero 88 de esa calle vivi¨® Rafael Alberti durante la ¨²ltima parte de su exilio romano, iniciado en mayo de 1963. Al instalarse en el Trastevere, el poeta gaditano record¨® los d¨ªas que hab¨ªa pasado all¨ª en 1935 con otro vecino del barrio, Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, director de la Academia de Espa?a. "Hab¨ªa amenazado al Gobierno de la Rep¨²blica con ponerse a pedir limosna con sus hijos en la plaza de la Cibeles si no lo socorr¨ªan con alg¨²n cargo", record¨® Alberti con malicioso humor. A la muerte en 1936 del creador del esperpento, el secretario de la academia de San Pietro in Montorio remiti¨® a Madrid una lista de objetos personales del escritor que inclu¨ªa dos zapatos de baile, una cruz, las obras completas de Rub¨¦n Dar¨ªo, los 22 tomos de las memorias de Casanova, tres cuadernos con Divinas palabras y un autom¨®vil matr¨ªcula ITALIA-35562, Roma. Y a?adi¨® las facturas que reclamaban un librero y el cocinero de la academia por "una comida y dos t¨¦s".
Rafael Alberti, que ten¨ªa un miedo a los coches todav¨ªa mayor que el de su amigo Federico Garc¨ªa Lorca, escribi¨® en la capital italiana Roma, peligro para caminantes. Siempre record¨® con cari?o su estancia en el "ilustr¨ªsimo barrio" del Trastevere, "la verdadera capital de Roma", resurgimiento de "todas las basuras, todas las ratas, todos los gatos, todas las m¨¢s largas y libres meadas del mundo".
Con todo, ni las largas meadas de este mundo llegan, como la sangre, al r¨ªo. Antes se encuentran con una barrera artificial: el Viale Trastevere. Abierta en 1888, la avenida parti¨® en dos el barrio como una manzana. Separados por una v¨ªa que hoy aloja una de las mejores pizzer¨ªas de la ciudad -ni siquiera tiene nombre-, al Oeste quedaron Santa Mar¨ªa y San Cosimato. Es decir, el bullicio. Al Este, entretanto, quedaron las calles que hacen vida con vistas al T¨ªber y de cara a un silencio que solo se rompe los domingos con el mercado de Porta Portese, una mezcla de Rastro y corte de los milagros instalado ya a tiro de piedra del tranv¨ªa, en el extremo de la calle en la que Nani Moretti abri¨® su sala de cine Nuovo Sacher. Si al Oeste del Trastevere hay que ir a prop¨®sito, al Este apenas se va por despiste, porque se vive all¨ª o porque se quiere cruzar a la isla Tiberina. Hay quien dice que sus rincones est¨¢n iluminados con 10 vatios menos todav¨ªa que los de la otra mitad del barrio.
Esa mitad, no obstante, esconde tambi¨¦n sus maravillas. Unas son de harina, y otras, de m¨¢rmol. Las de harina las venden en el horno de la Via della Luce, decorado con fotos amarillas de actores ya solo all¨ª eternamente j¨®venes. "Quien no ha visto esta parte del mundo?/ no sabr¨¢ nunca para qu¨¦ ha nacido", dec¨ªan, en romanesco, los versos de Giuseppe Belli, el poeta cuya estatua preside la entrada al barrio (o la salida del resto de la ciudad).
Las joyas de m¨¢rmol, por su parte, son fruto de esa costumbre italiana, anterior al turismo, de dejar las obras de arte en los lugares para los que fueron creadas en vez de reunirlas en un museo. Algo subrayado durante siglos por el poder de las ciudades-Estado que terminar¨ªan por dar forma a?Italia y que, de paso, dio lugar a una galaxia imbatible de ciudades-museo. Por m¨¢s que la vieja tensi¨®n entre centro y periferia que aqueja a muchos pa¨ªses fuera sustituida aqu¨ª por otra no menos vieja entre el norte y el sur.
Es esa costumbre la que ha permitido que dos templos del Trastevere conserven dos de las piezas m¨¢s originales de la historia de la escultura. La primera se encuentra en la iglesia de San Francesco a Ripa y es obra de Bernini: la Beata Ludovica Albertoni, cuyo orgasm¨¢tico ¨¦xtasis -parece morirse literalmente de gusto- deja a la famosa Santa Teresa, salida del mismo cincel y de las mismas manos, como un ejemplo de pudoroso recato. Unas calles m¨¢s all¨¢, la Santa Cecilia de Stefano Maderno, en la bas¨ªlica del mismo nombre, es tan enigm¨¢tica como la anterior, pero por las razones opuestas. Tumbada de lado, el cuerpo de la patrona de la m¨²sica -patronazgo inventado en el siglo XVI a partir de una traducci¨®n err¨®nea del relato de su martirio- mira al espectador. Sin embargo, un inc¨®modo gesto de la cabeza nos oculta su cara mientras exhibe un corte profundo en el cuello. La peripecia de Cecilia, una de las santas con mayor ascendencia sobre los romanos desde el tiempo de las catacumbas, se lo pondr¨ªa dif¨ªcil al m¨¢s audaz guionista de Hollywood. Tras negarse a adorar a los dioses paganos fue condenada a morir decapitada, pero, despu¨¦s de tres espadazos, el verdugo no consigui¨® separarle la cabeza del cuerpo. Como la ley prohib¨ªa un cuarto golpe, la m¨¢rtir vag¨® durante tres d¨ªas por las calles de Roma, desangr¨¢ndose, pero repartiendo sus posesiones entre los romanos, que todav¨ªa la adoran y repiten su historia como si la acabaran de leer en el peri¨®dico.?
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