Odiar 'El Gatopardo'
Ning¨²n libro ni ning¨²n autor son imprescindibles por s¨ª solos, y se puede asegurar que el mundo ser¨ªa exactamente como es si no hubieran existido Kafka, Proust, Faulkner, Mann, Nabokov o Borges. Quiz¨¢ no ser¨ªa tan igual si ninguno de ellos hubiera existido, pero la falta de uno solo es indudable que no habr¨ªa afectado al conjunto. Por eso resulta muy tentador -una tentaci¨®n f¨¢cil, si se quiere- pensar que la novela representativa del siglo XX es la que tuvo mayores posibilidades de no existir, y la que nadie habr¨ªa echado de menos (al fin y al cabo Kafka no dej¨® una obra ¨²nica, y una vez que se supo que hab¨ªa otras, adem¨¢s de La metamorfosis, cualquier lector pod¨ªa permitirse "a?orarlas" o desear leerlas). La que ya en su d¨ªa fue vista por muchos casi como una excrecencia o una intrusi¨®n, como algo anticuado y completamente alejado de las "corrientes" predominantes, tanto en su pa¨ªs, Italia, como en el resto del globo. Como una obra superflua, anacr¨®nica y que no "a?ad¨ªa" nada ni "avanzaba", como si la historia de la literatura fuera algo progresivo y en cierto sentido parecido a la ciencia, cuyos hallazgos van siendo arrumbados o eliminados a medida que son superados o que se demuestra la parcialidad, insuficiencia o inexactitud de cada uno de ellos. Cuando la literatura funciona m¨¢s bien de la manera opuesta: nada de lo que se le agrega borra o anula nada de lo ya escrito, sino que, por as¨ª decir, se pone a su lado y convive con ello. Lo m¨¢s antiguo y lo m¨¢s nuevo respiran al un¨ªsono, y a veces cabe pensar si todo lo escrito no es m¨¢s que la misma gota de agua cayendo sobre la misma piedra, y si lo ¨²nico que de verdad var¨ªa es el lenguaje de cada ¨¦poca.
"?C¨®mo pod¨ªa uno ensa?arse con quienes, sin duda, iban a morir?... S¨®lo tenemos derecho a odiar lo que es eterno"
Es necesario, claro est¨¢, que lo viejo a¨²n aliente pese al tiempo transcurrido desde su creaci¨®n o su aparici¨®n: desde luego hay obras que se borran y anulan -y son la inmensa mayor¨ªa-, pero lo hacen por su propia cuenta, no porque nada venga a ocupar su lugar ni a suplantarlas ni a jubilarlas: languidecen y mueren por su escaso br¨ªo o porque -precisamente- aspiraban en su nacimiento a ser "modernas" u "originales", lo cual les facilita luego el pronto envejecimiento, o, como tambi¨¦n se dice, quedar demasiado "fechadas". "Esto es de tal periodo y s¨®lo de ese", nos decimos al leerlas fuera de su ¨¦poca, y, con la incontenible y siempre creciente aceleraci¨®n del mundo, "fuera de su ¨¦poca" significa a veces, hoy en d¨ªa, tan s¨®lo un decenio despu¨¦s de su alumbramiento. Algo de eso sentimos incluso con las narraciones de los m¨¢s grandes autores contempor¨¢neos: con Kafka, con Faulkner, con Borges en ocasiones, casi siempre con Joyce. De puro innovadores, de puro arriesgados, de puro voluntaristas, de puro distintos o de puro ambiciosos, pueden resultarnos, en ocasiones, levemente anticuados, o, si se prefiere, tan s¨®lo "fechados".
No ocurre eso con Isak Dinesen, ni con El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. ?sta no es en modo alguno una novela decimon¨®nica, como algunos, confundidos acaso por el siglo en que se sit¨²a su acci¨®n, llegaron a afirmar en su momento. Es sin duda alguna una novela contempor¨¢nea de las de los escritores mencionados, su autor no desconoc¨ªa las nuevas t¨¦cnicas ni los "avances" del g¨¦nero, si es que puede llam¨¢rselos as¨ª, e incluso tuvo la modestia de descartar una posibilidad -contar una sola jornada en la vida del Pr¨ªncipe Fabrizio di Salina- con la siguiente frase: "No s¨¦ c¨®mo escribir el Ulises". Pero s¨ª sab¨ªa, por ejemplo, hacer un uso magistral de la elipsis, relatar fragmentariamente, sin subrayar y hasta sin contar del todo, dejar sin explicaci¨®n lo que al lector le basta con vislumbrar o intuir, llevar a cabo iluminadoras asociaciones entre elementos dispersos y en apariencia secundarios o meramente anecd¨®ticos, combinar sin fatiga ni trampa lo dicho y acaecido con lo s¨®lo pensado (todo ello mucho m¨¢s propio de la novela del siglo XX que de la del XIX), y sobre todo observar, reflexionar, insinuar, matizar.
Como es sabido, El Gatopardo pudo no publicarse, y de hecho as¨ª ocurri¨® para su autor, que no lleg¨® a verla impresa y que pocos d¨ªas antes de su muerte, el 23 de julio de 1957, recibi¨® una nueva carta de rechazo de una de las mejores editoriales italianas, que de ese modo se sum¨® en su "ojo cl¨ªnico" a otra no menos prestigiosa. Pero no es s¨®lo eso, sino que El Gatopardo muy bien pudo no escribirse: Lampedusa no era escritor, o result¨® serlo tan s¨®lo despu¨¦s de su muerte; y si en los ¨²ltimos a?os de su vida acometi¨® su novela fue, al parecer, por causas enteramente menores: el relativo ¨¦xito tard¨ªo de su primo el poeta Lucio Piccolo, que lo llev¨® a hacer la siguiente consideraci¨®n en una carta: "Con la certeza matem¨¢tica de no ser m¨¢s tonto, me sent¨¦ ante mi mesa y escrib¨ª una novela"; otro de los alientos recibidos fue el de su mujer, Licy, quien lo anim¨® a escribir -se supone que cualquier cosa, sin pretensiones- por ver si con esa actividad se le aplacaba un poco la nostalgia; una tercera raz¨®n pudo ser su soledad: "Soy una persona muy solitaria", se?al¨®. "De mis diecis¨¦is horas de vigilia diaria, al menos diez transcurren en soledad. No pretendo, sin embargo, pasarme todo ese tiempo leyendo; a veces elaboro teor¨ªas literarias...". Lo cierto es que s¨ª se pas¨® la mayor parte de su vida leyendo y acarreando muchos m¨¢s libros de los que necesitaba, en una cartera, durante sus cotidianos recorridos rutinarios por la ciudad de Palermo. Por leer (lo hac¨ªa en cinco o seis lenguas), le¨ªa hasta a los escritores mediocres y segundones, que consideraba tan necesarios como los grandes: "Tambi¨¦n hay que saber aburrirse", opinaba. De manera que poco ¨ªmpetu y escasa ambici¨®n hubo detr¨¢s de El Gatopardo. En verdad era muy f¨¢cil que jam¨¢s hubiera existido, y el propio Lampedusa ten¨ªa sus dudas acerca de su oportunidad y su valor: "Es, me temo, una porquer¨ªa", le dijo en una ocasi¨®n a su disc¨ªpulo Francesco Orlando, y por lo visto se lo dijo sin coqueter¨ªa y de buena fe. Al mismo tiempo cre¨ªa que merec¨ªa la publicaci¨®n (lo cual no es mucho creer, dado todo lo que se public¨® en el siglo XX bueno, mediano y malo: no digamos lo que se lleva ya publicado en el XXI). En su texto de "?ltimas voluntades de car¨¢cter privado", escribi¨®: "Deseo que se haga cuanto sea posible para que se publique El Gatopardo...; por supuesto, ello no significa que deba publicarse a expensas de mis herederos; lo considerar¨ªa como una gran humillaci¨®n". No hubo mucho ¨ªmpetu ni mucha ambici¨®n al iniciar la tarea; al menos s¨ª hubo algo de orgullo al terminarla.
No le faltaban motivos para ello a Lampedusa. El Gatopardo, libre de servidumbre, de temores cr¨ªticos, del agarrotamiento que se apodera a veces de algunos novelistas por el solo hecho de sentirse responsables ante s¨ª mismos y ante su propia trayectoria anterior, libre de ¨ªnfulas y de presunciones y de ansias de originalidad, sin ninguna intenci¨®n de deslumbrar ni de escandalizar ni de "abrir nuevas v¨ªas", se lee, m¨¢s de cincuenta a?os despu¨¦s de su publicaci¨®n y ya en otro siglo, como una obra maestra solitaria por partida cu¨¢druple: por ser la ¨²nica novela completa de su autor; por haber aparecido cuando ¨¦ste ya estaba muerto y haberse echado a rodar por el mundo sin acompa?amiento alguno, por as¨ª decir; por provenir de un isle?o apartado de la literatura "p¨²blica" hasta el fin de sus d¨ªas; y por resultar extraordinariamente original, sin haber aspirado a ello, adem¨¢s. Sobre semejante novela se ha escrito mucho en el tiempo transcurrido, y ser¨ªa presuntuoso por mi parte querer a?adir algo m¨¢s. La novela de Sicilia, bien; la novela de la unificaci¨®n de Italia, bien; el fin de una ¨¦poca y el declinar de todo un mundo, de acuerdo; el retrato del oportunismo con la famosa frase de cuya cita tanto se ha abusado -"Si queremos que todo permanezca como est¨¢, hace falta que todo cambie", o bien "...que algo cambie"- y que repiten hasta la saciedad quienes jam¨¢s han le¨ªdo El Gatopardo, de acuerdo; aunque esa frase sea s¨®lo anecd¨®tica en el conjunto del libro, un afortunado elemento m¨¢s. Para m¨ª es sobre todo una novela sobre la muerte, la preparaci¨®n para ella y su aceptaci¨®n, incluso sobre cierta impaciencia por su advenimiento. De manera nada insistente, tenue y respetuosa y modesta, casi como una parte de la vida y no por fuerza la m¨¢s importante, la muerte va rondando. Quiz¨¢ dos de los pasajes m¨¢s emotivos de la novela sean la contemplaci¨®n, por parte del Pr¨ªncipe di Salina, de la breve agon¨ªa de una liebre que acaba de abatir durante una cacer¨ªa; y el ¨²ltimo p¨¢rrafo, en el que, casi treinta a?os despu¨¦s de la desaparici¨®n del propio Don Fabrizio, su hija Concetta se decide por fin a arrojar a la basura al perro disecado que fue de su padre y por el que ¨¦ste sinti¨® debilidad, Bendic¨°.
De la liebre se dice: "Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros que, invadidos r¨¢pidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresi¨®n de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban fr¨ªas, las patitas se contra¨ªan en¨¦rgica y r¨ªtmicamente, s¨ªmbolo p¨®stumo de una in¨²til fuga; el animal mor¨ªa torturado por una angustiosa esperanza de salvaci¨®n, imaginando, como tantos hombres, que a¨²n pod¨ªa superar el trance, cuando ya estaba condenado...". Y de la momia del perro Bendic¨° se dice: "Mientras se llevaban a rastras el gui?apo, los ojos de vidrio la miraron con la humilde expresi¨®n de reproche de las cosas que se descartan, que se quieren anular", y esto lleva al lector a acordarse de otra cita, muy anterior, en la que, al hablarse del mundo de Donnafugata, se dice: "...desprovisto, pues, incluso de ese resto de energ¨ªa que en toda cosa pasada a¨²n alienta ...".
Lampedusa sabe que todo tarda en desvanecerse, que todo se toma su tiempo; hasta lo que ya es "cosa pasada" remolonea y se resiste a marcharse; hasta la vieja momia de un perro que abandon¨® el mundo decenios atr¨¢s. Y a esa lenta desaparici¨®n, pero desaparici¨®n al fin, s¨®lo se atreve a oponer un humilde reproche hacia el orden mismo de las cosas, sin ni siquiera alcanzar el rencor. Quien conoce o intuye ese orden se va acostumbrando a la idea y a la perspectiva, incluso cuenta con ella como "salvaci¨®n": "...hab¨ªa conseguido la parcela de muerte que es posible introducir en la existencia sin renunciar a la vida", se lee en otro momento; y en otro: "Mientras hay muerte hay esperanza...". No se trata s¨®lo de los lugares y de los animales, que no comprenden (y menos a¨²n comprenden los ojos que ni siquiera son ojos, sino los vidrios de taxidermista que imitan los del perro Bendic¨° disecado). Se trata tambi¨¦n de las personas, la mayor¨ªa a¨²n ignorantes y llenas de vida, a¨²n en la creencia de que la muerte es algo que concierne a los dem¨¢s, y sin embargo ya dignas de compasi¨®n. En la famosa secuencia del baile se dice: "Los dos j¨®venes ya se alejaban dejando paso a otras parejas, menos hermosas, pero tan enternecedoras como ellos, cada una sumergida en su propia y ef¨ªmera ceguera. Don Fabrizio sinti¨® que se le ablandaba el coraz¨®n: el desagrado se hab¨ªa transformado en compasi¨®n por aquellos seres fugaces que trataban de gozar del exiguo rayo de luz cuya gracia les hab¨ªa sido concedida entre las dos tinieblas: la que hab¨ªa precedido a la cuna y la que los arrebatar¨ªa tras los ¨²ltimos estertores. ?C¨®mo pod¨ªa uno ensa?arse con quienes, sin duda, iban a morir?... S¨®lo tenemos derecho a odiar lo que es eterno".
Cincuenta o m¨¢s a?os son s¨®lo un instante "en los dominios donde reina para siempre la certeza", como asimismo se lee al final de la Sexta Parte. Pero quiz¨¢ sean suficientes para que todos los novelistas a¨²n vivos, a¨²n fugaces, a¨²n ciegos y enternecedores entre las dos tinieblas, nos estemos ya ganando el derecho a odiar El Gatopardo.
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