Muera el pol¨ªtico, viva el Estado
Pocos grupos profesionales cuentan con peor consideraci¨®n que los pol¨ªticos, aunque uno no comparte la descalificaci¨®n sumaria e indiscriminada que se practica sobre ellos. En pol¨ªtica, como en la pescader¨ªa o en la c¨¢tedra, hay personas ejemplares y verdaderos miserables. Pero sorprende que el odio a la clase pol¨ªtica est¨¦ tan extendido como la devoci¨®n al Estado. La clase pol¨ªtica es criticada sistem¨¢ticamente, a veces con raz¨®n, a veces sin ella, mientras que el Estado, como concepto, es depositario indiscutido de todas las virtudes. Algo falla en el doble argumento.
Hace poco escuch¨¦ decir a un tertuliano que la construcci¨®n de vivienda no deb¨ªa estar en manos de empresas, sino en manos de "la sociedad". Quer¨ªa decir, claro, que deb¨ªa estar en manos del Estado. El colmo de la mitificaci¨®n del Estado consiste en equipararlo a sociedad, cuando es precisamente, en t¨¦rminos pol¨ªticos, su opuesto. Y eso no es un leve desplazamiento l¨¦xico, sino una expropiaci¨®n ling¨¹¨ªstica y mental.
Es grave que muchas personas conf¨ªen sus vidas al mayor o menor acierto de la burocracia, pero es a¨²n m¨¢s grave considerar que la sociedad, en la mejor ret¨®rica mussoliniana, se subsume en el Estado. La idea s¨®lo se sostiene bajo la presunci¨®n de que no se nos puede dejar solos, porque somos ineptos, col¨¦ricos, ego¨ªstas o una mezcla de esas cosas. Las nuevas generaciones quiz¨¢s desconocen la c¨¦lebre coletilla que se atribuy¨® a Francisco Franco: "No se os puede dejar solos". Porque es la desconfianza en el ser humano y la ciega confianza en el poder el esp¨ªritu que anima a todas las dictaduras, pero tambi¨¦n a los bienhechores profesionales, esa subespecie tan peligrosa.
Muchas personas identifican a la clase pol¨ªtica con la sucia realidad y al Estado con una paradis¨ªaca utop¨ªa. Por eso consideran que el Estado deber¨ªa ser omnipotente y por eso juzgan que sus desgracias particulares s¨®lo pueden explicarse porque los que lo gestionan hacen mal su trabajo. Piensan que la realidad es mudable por decreto y mantienen la fe ciega en que el Estado, si estuviera en buenas manos, si emprendiera las radicales reformas necesarias, resolver¨ªa sus problemas personales en un abrir y cerrar de ojos.
Esa gui?olesca concepci¨®n gobierna nuestra cultura pol¨ªtica: el Estado debe resolverme la vida, pero, como sigo teniendo problemas, eso es debido a que sus gestores son ineptos. El efecto final es turbador: el mito del Estado permanece intacto mientras que la democracia representativa, el sistema de partidos o la instituci¨®n parlamentaria padecen la ira y el descr¨¦dito del pueblo. Los pol¨ªticos no son una raza particularmente admirable, pero todo proyecto totalitario siempre se apoya en una descalificaci¨®n sumaria, indiscriminada, de aquellos. Y hay cosas que los pol¨ªticos no pueden resolver, aunque se nos eduque est¨²pidamente en lo contrario.
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