Efectos indeseados
Desde que se ha prohibido fumar en los bares la calle est¨¢ m¨¢s animada. Todo local hostelero, desde la cafeter¨ªa hasta el tugurio, ocupa un trozo de acera y lo pone a disposici¨®n de sus clientes. El bar emigra hacia la calle. Una marea de n¨¢ufragos se desparrama por la v¨ªa p¨²blica y practica el ocio contaminante con ferviente obstinaci¨®n. Yo he dejado de fumar, pero me solidarizo con ellos: los prefiero a las hordas higienistas.
La prohibici¨®n de fumar en un lugar que era privado ya no escandaliza a nadie. Esto es lo verdaderamente escandaloso: la contaminaci¨®n mental. La desaparici¨®n de las volutas, as¨ª sea en la tasca m¨¢s sucia e insalubre, funciona como cuento moral que retrata toda intervenci¨®n burocr¨¢tica en la mera realidad: no s¨®lo cumple los efectos deseados, si es que los cumple, sino que provoca una cascada de efectos indeseados, cuya enmienda exige nuevas intervenciones, que generan a su vez nuevos efectos indeseados, que se intentan corregir con nuevas intervenciones, en un bucle infernal que s¨®lo puede llevarnos hasta el fin de los tiempos o hasta el r¨¦gimen sovi¨¦tico, lo cual viene a ser lo mismo.
S¨ª, las calles est¨¢n m¨¢s animadas. Pero tambi¨¦n m¨¢s sucias: un reguero de colillas alfombra las aceras. El rugir del paisanaje a pie de calle llevar¨¢ a que los primeros pisos de las zonas de ambiente, ya muy devaluados, alcancen precios subterr¨¢neos. Alg¨²n cerebro ocioso tambi¨¦n proyectar¨¢ aumentar los impuestos por el uso privativo del dominio p¨²blico, ya que ahora los hosteleros han ocupado parte de la v¨ªa para su t¨®xico negocio. Y la cruzada higienista alcanzar¨¢ nuevos cap¨ªtulos. Por ejemplo, asombra que ning¨²n cr¨¢neo privilegiado haya ca¨ªdo en la cuenta de que tiene a mano una nueva prohibici¨®n, inspirada en la pudibundez anglosajona: que en la v¨ªa p¨²blica no se pueda beber. Si se fijan, en las pel¨ªculas americanas los borrachos siempre se llevan al morro la botella de ginebra barata cuidadosamente recubierta por una bolsa de papel. Y es que pegarse el lingotazo en la v¨ªa p¨²blica est¨¢ proscrito.
Pronto los higienistas caer¨¢n en la cuenta de esta oportunidad. Si en los bares ya no se puede fumar, en la calle no se podr¨¢ beber, as¨ª que uno pegar¨¢ una calada fuera del bar, entrar¨¢ corriendo para darse un trago, volver¨¢ a salir en busca de una nueva calada y entrar¨¢, otra vez, para agarrar la copa. Todo esto se parecer¨¢ al juego ese de las sillas.
S¨®lo de una cosa estamos seguros: disminuir¨¢n las muertes por c¨¢ncer entre los fumadores, y aun entre sus amigos. Vamos a pasar tantos inviernos charlando a la intemperie que, al final, lo que nos llevar¨¢ a la tumba ser¨¢ la pulmon¨ªa. Las prohibiciones de orden sanitario que establecen los pol¨ªticos siempre se justifican en los perjuicios que ciertas conductas suponen para la salud. Pero si demuestran algo es otra cosa: lo malo que es el tiempo libre.
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