Patadita de papa
En su libro La muerte de Montaigne (Tusquets, 2011), Jorge Edwards recuerda algunos lances bien curiosos del viaje que el gran pensador (y escritor) franc¨¦s del siglo XVI, acaso el fundador del pensamiento (y, con Cervantes, de la escritura moderna), hizo a Roma; estuvo con el papa, que le dio con su zapatilla en las narices, y descubri¨® una curiosa historia, la de una "curiosa secta" de portugueses que se casaban entre ellos (hombre y hombre) en las iglesias romanas. Por lo que he podido deducir estos d¨ªas en que la historia de Edwards ha sido refrescada por la presentaci¨®n de su libro en Madrid, pocos portugueses de la actualidad recuerdan ese relato ins¨®lito, inaugural sin duda de lo que luego ha sido el discutid¨ªsimo matrimonio homosexual.
En su relato de lo que dice Montaigne, Edwards recuerda que ocho o nueve de aquellos portugueses fueron quemados vivos. As¨ª era entonces, as¨ª fue durante mucho tiempo, y el propio Montaigne lo reflejaba en sus escritos como modelo de la barbarie a la que nos hemos sometido los humanos a lo largo de siglos, capaces como somos de quemarnos entre nosotros tan solo porque no estamos de acuerdo con la idea o la convicci¨®n ajena.
As¨ª han sido las cosas. Pero ya no lo son. Pero hay cosas que quedan y que de vez en cuando florecen entre nosotros porque a¨²n es l¨ªcita la patadita del papa. Ahora hemos visto en Madrid algo que llama mucho la atenci¨®n: un grupo de mujeres va a la capilla universitaria, hace determinado gesto que contraviene el natural devenir de esa parroquia, el rector Berzosa abre una investigaci¨®n, y en medio ponen a Berzosa a caer de un burro porque eso que ha ocurrido pasa por su culpa. ?Por su culpa? La verdad es que luego hurga uno en los argumentos de la trama y ve que la culpa que hubiera est¨¢ del lado de las mujeres que cometieron el pecado, si es as¨ª como hay que llamarlo. Y el pecado estaba siendo investigado por Berzosa, que ni es papa ni es cura, ni tiene otra legitimidad para enviar al infierno a nadie que la legitimidad que tendr¨ªa para llamar la atenci¨®n, expulsar, suspender..., esas cosas que son l¨ªcitas en el universo de los profesores o catedr¨¢ticos.
Pero a Berzosa se le ocurri¨® a?adir algo que, desde la ¨¦poca de Montaigne, es casi una letan¨ªa civil: ?qu¨¦ hace una capilla en la Universidad? Y si hay una capilla, en estos tiempos, ?por qu¨¦ no hay tambi¨¦n una sinagoga, o una mezquita, o cualquier otro oratorio disponible tambi¨¦n para otras ideas o confesiones? Como a tantas cosas no se puede llegar, el rector, con un criterio laico muy saludable, a mi juicio, expres¨® su punto de vista diciendo que quiz¨¢ no tendr¨ªa que haber ni siquiera una capilla en los lugares donde no se ense?a (o se obliga) la fe, sino que se estimulan la ciencia y la raz¨®n.
Es tan sensato lo que propone Berzosa que deber¨ªa ser aplaudido como respetuoso de lo que promulga nuestra tan bendecida Constituci¨®n. Somos un pa¨ªs laico, las libertades religiosas se respetan y se estimulan siempre que, desde el ¨¢mbito de lo religioso, se respeten y se estimulen los valores laicos que, por definici¨®n, no son contrarios a los valores religiosos. ?Qu¨¦ pasa? Pues que Berzosa no ha tenido en cuenta que no ha pasado tanto tiempo desde que el papa le dio con la zapatilla en el hocico a Michel de Montaigne.
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