Reglas y papeles
Seg¨²n los estudiosos de la teor¨ªa pol¨ªtica, la llamada "democracia realmente existente" bascula entre dos polos extremos: la democracia celestial y la democracia canalla. A la primera se refiri¨® Rousseau: "Si hubiera una naci¨®n de dioses, ¨¦stos se gobernar¨ªan democr¨¢ticamente". De donde deduc¨ªa que "un gobierno tan perfecto no es adecuado para los hombres". Algunos a?os despu¨¦s correg¨ªa Kant: "Incluso para un pueblo de demonios resulta interesante la constituci¨®n de un Estado", claro est¨¢, "siempre que act¨²en con cabeza", en traducci¨®n no estrictamente literal. Quedaban as¨ª delineados, ya desde los cl¨¢sicos de la Ilustraci¨®n, dos modelos opuestos de organizaci¨®n pol¨ªtica, que, con el transcurso del tiempo, dar¨ªan en denominarse democracia republicana y democracia liberal respectivamente.
?No habr¨¢ quedado el sistema democr¨¢tico enredado en los hilos de su propia trama?
Los ciudadanos de la democracia republicana son personas virtuosas que anteponen el bienestar general -la vida buena del conjunto de la ciudadan¨ªa- a los particulares intereses ego¨ªstas. Comprometidos en la gesti¨®n de lo p¨²blico, participan libre e igualitariamente en las instituciones representativas eligiendo a los mejores, a fin de que ¨¦stos deliberen siguiendo criterios de imparcialidad y universalidad, y adopten leyes que garanticen para todos el ejercicio de los derechos y libertades b¨¢sicos.
Por el contrario, los individuos de la democracia liberal ven en la defensa ego¨ªsta de sus intereses propios la v¨ªa m¨¢s efectiva para obtener los mejores resultados en el conjunto de la sociedad. Lo mismo que sucede con el mercado: una mano invisible, gemela a la de Adam Smith, conduce astutamente los asuntos privados en beneficio p¨²blico. S¨®lo as¨ª se asegura la protecci¨®n de los derechos originarios de cada uno. Y no s¨®lo no es preciso apelar a la virtud, sino que un exceso de puritanismo podr¨ªa ir en contra de las libertades individuales. Lo importante es votar, no participar. Tampoco es necesaria la deliberaci¨®n; mejor es fiarlo todo a la negociaci¨®n entre personas inteligentes que sepan defender lo suyo. Por ¨²ltimo, all¨ª donde no llegue la persuasi¨®n interior del individuo para observar la ley, tendr¨¢ que imponerse la coacci¨®n externa.
Chapoteemos un poco m¨¢s en esta narraci¨®n algo viscosa del funcionamiento del modelo mercantilista de democracia. La plaza p¨²blica ser¨ªa el gran zoco al que acuden los ciudadanos a ejercitar el utilitarismo y no la virtud, es decir, a mercadear. A nadie se obliga a traficar, la participaci¨®n es un derecho y no un deber. Ahora bien, todos los intervinientes saben que el respeto a las normas establecidas es una m¨¢xima indiscutida. Por lo dem¨¢s, la moralidad es una cuesti¨®n reservada a la esfera privada de cada cual. El mercado no pregunta por sus motivaciones, creencias o intenciones; le basta con el cumplimiento escrupuloso de la ley. No juzga la moralidad del contratante, sino se atiene a los hechos y a lo que estipulan los contratos. No indaga en las convicciones ¨ªntimas del que trafica, pero exige la observancia formal de lo establecido. Poco cuentan los principios, a los que rinde culto el buen republicano, porque las reglas lo son todo.
Parece evidente que esta concepci¨®n instrumentalista de la democracia se sustenta en una visi¨®n antropol¨®gica radicalmente negativa y pesimista, y que, adem¨¢s, abandonada a sus propios presupuestos, engendra una formidable mediocridad moral. Porque los humanos no somos dioses, pero tampoco unos diablos mendaces que ocultan sus perversos prop¨®sitos bajo la fraudulenta capa de una convivencia fr¨ªa y as¨¦ptica. No somos un dechado de virtudes, ni p¨²blicas ni privadas, pero tampoco unos sujetos asociales, ego¨ªstas, incapaces de actuar por causas solidarias. De todos modos, y he aqu¨ª lo verdaderamente decisivo, hemos convenido -?generosidad republicana o pragmatismo liberal?- en dotarnos de una organizaci¨®n pol¨ªtica cuyo peaje de entrada sea tan m¨®dico que est¨¦ al alcance de todos los bolsillos: la aceptaci¨®n de unas reglas sociales m¨ªnimas, las propias de la democracia mercantil. Detr¨¢s de esta convenci¨®n b¨¢sica, la regla de las reglas, opera el convencimiento, firme, pero indemostrado, de que las bondades y los recursos del sistema nos ir¨¢n transformando en ciudadanos cada vez m¨¢s virtuosos.
Cuando la izquierda abertzale hac¨ªa cola en la ventanilla de admisiones con los papeles de solicitud bajo el brazo, impolutos en opini¨®n de juristas prestigiosos, el Tribunal Supremo le han negado el ticket de entrada al club. ?Acaso ha cambiado la convenci¨®n primordial por la que se rige el derecho de admisi¨®n? ?O hay, tal vez, un plus de exigencia para quienes llegan de un pasado violento y terrorista? ?No habr¨¢ quedado el sistema democr¨¢tico enredado en los hilos de su propia trama?
Si hemos convenido que el arrepentimiento, la sinceridad de los prop¨®sitos, la autocr¨ªtica o la profesi¨®n de fe democr¨¢tica son exigencias improcedentes, debemos ce?irnos a lo que dicen los hechos y los papeles. Piensa el alto tribunal que el rechazo de la violencia manifestado por Sortu no demuestra su ruptura con ETA. Y, a falta de datos f¨¢cticos que la acrediten, ?qu¨¦ otra posibilidad hay de escapar del juicio de intenciones si no es con papeles? Aceptado lo cual, los jueces desean nuevos papeles que hagan cre¨ªble -peticiones a la banda, condenas, proclamas- su no-vinculaci¨®n. Nuevo enredo: ?no es la democracia el sistema que ha sacralizado el significado del papel? ?D¨®nde establecer los l¨ªmites hermen¨¦uticos que otorguen o nieguen c¨¦dulas de credibilidad?
Ojal¨¢ sirva todo este embrollo para reforzar el valor de las reglas en el juego democr¨¢tico. ?C¨®mo saber que el juicio de nueve magistrados est¨¢ mejor fundado que el de siete? Dif¨ªcil, tal vez imposible. Pero nueve son mayor¨ªa frente a siete o 13 frente a tres. He ah¨ª una regla sabia, aunque no exenta de conducir a resultados disparatados.
Pedro Larrea es licenciado en Derecho y en Ciencias Econ¨®micas.
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