Una reflexi¨®n sobre el 'caso Fais¨¢n'
No s¨¦ si habr¨¢ muchos ciudadanos en este pa¨ªs tan asombrados como yo ante el sesgo que ha tomado ¨²ltimamente el debate p¨²blico sobre el terrorismo de ETA y la pol¨ªtica a seguir para combatirlo. Lo primero que resulta asombroso es que el debate se haya intensificado precisamente ahora, cuando hace tiempo que la sociedad espa?ola no sufre un atentado terrorista. Sabemos, por supuesto, que ETA no ha desaparecido y que existen individuos dispuestos a realizar atentados. Pero su existencia se conoce porque son detenidos antes de que puedan llevar a cabo sus criminales prop¨®sitos. En las portadas de los medios de comunicaci¨®n, sin embargo, reaparece el tema con un relieve inusitado. Y en las sesiones de control parlamentario al Gobierno de la naci¨®n arrecian las cr¨ªticas del primer partido de la oposici¨®n que le acusa nada menos que de colaborar con ETA.
Todos los Gobiernos han dialogado alguna vez con ETA. Nunca, hasta ahora, un juez lo investig¨®
La judicializaci¨®n de la pol¨ªtica tiene como reverso la politizaci¨®n de la justicia
Los motivos para el asombro no terminan ah¨ª. Contemplamos, por una parte, c¨®mo esa sorprendente acusaci¨®n se personaliza en el ministro de Interior, del que ser¨ªa l¨®gico suponer que alguna participaci¨®n habr¨¢ tenido en una estrategia que cualquier observador calificar¨ªa como exitosa. Y comprobamos, por otra, que la acusaci¨®n se funda en unos documentos, pomposamente denominados "actas", intervenidos por la polic¨ªa a un responsable de la banda. Unas "actas", por cierto, de las que resulta una cosa muy distinta de la supuesta colaboraci¨®n y cuyo contenido, en cualquier caso, ha sido desmentido por todos los testimonios deducidos en el procedimiento judicial llamado caso Fais¨¢n. Los ataques, no obstante, persisten. Con el impagable apoyo, claro est¨¢, de los medios de ultraderecha.
Tambi¨¦n en el caso Fais¨¢n se ha producido alg¨²n lance susceptible de provocar asombro. Personalmente, debo reconocer que me lo produjo la noticia de que el juez instructor ha interrogado a los mediadores que, en nombre del Gobierno, hablaron con ETA en el proceso de paz de 2006. Lo ins¨®lito del hecho no puede menos de causar perplejidad. Todos los Gobiernos que se han sucedido en la Espa?a democr¨¢tica desde la transici¨®n han intentado alguna vez dialogar con ETA para poner fin a la violencia y nunca, que yo recuerde, un juez se crey¨® en el caso de investigar los t¨¦rminos en que se desarroll¨® el di¨¢logo ni si hubo por parte del Gobierno un gesto que facilitase su iniciaci¨®n. Ning¨²n juez lo hizo porque sencillamente lo razonable es no hacerlo. Como tambi¨¦n es razonable que un Gobierno, para poner t¨¦rmino a un terrorismo de origen pol¨ªtico, que se prolonga durante varias d¨¦cadas, decida simultanear el ejercicio de los poderes
del Estado de derecho con otro ejercicio sin duda muy arriesgado: el del di¨¢logo con los terroristas. Quiz¨¢ sea oportuno hacer aqu¨ª unas breves reflexiones sobre ciertas dificultades que acechan a la funci¨®n judicial.
Es sabido que uno de los fen¨®menos que caracterizan la evoluci¨®n del Estado constitucional y democr¨¢tico en nuestros d¨ªas es el ascenso de los jueces a la categor¨ªa de aut¨¦nticos titulares de poder. Muy al contrario de lo que pens¨® Montesquieu, para el que el poder judicial era invisible y en cierto modo nulo, el mismo es hoy efectivo y visible. Una manifestaci¨®n de este ascenso la tenemos en la repercusi¨®n social y pol¨ªtica que tienen a veces las decisiones judiciales, cuando invaden el campo de lo p¨²blico y compiten en ¨¦l con la actividad de los Gobiernos. Se produce as¨ª una cierta e inevitable judicializaci¨®n de la pol¨ªtica que, en principio, puede ser positivamente valorada en tanto refuerza el control de juridicidad de la actuaci¨®n pol¨ªtica. Los jueces, sin embargo, deben administrar este hecho sobrevenido con suma prudencia. Esta virtud, inseparable de la funci¨®n de juzgar, ha de inspirar siempre su actuaci¨®n cuando intuyan que el ejercicio de su poder puede afectar al funcionamiento esencial del Estado. Por ejemplo, si un gobierno leg¨ªtimo intenta erradicar, mediante el di¨¢logo, una violencia terrorista que viene azotando a la sociedad, los jueces deben tener conciencia de que el logro de dicho objetivo tiene prevalencia sobre la persecuci¨®n de un hecho aparentemente punible, que pueda haber surgido en el curso del proceso pacificador y cuya calificaci¨®n jur¨ªdica debe ser hecha en todo caso con especial cuidado y rigor.
Por otra parte, conviene tener presente que la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica tiene, como posible reverso, la politizaci¨®n de la justicia. Este fen¨®meno, resueltamente reprobable, no tiene siempre el mismo origen. La justicia se politiza, bien porque se condiciona su administraci¨®n desde la esfera pol¨ªtica, bien porque los jueces se convierten en actores pol¨ªticos como inevitable efecto de la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica. Lo primero tiene f¨¢cil remedio garantizando la independencia judicial. Lo segundo, puede tropezar con la creencia, relativamente extendida todav¨ªa, de la indiscutible apoliticidad de la jurisdicci¨®n. Mientras tal creencia no sea desterrada y sustituida por una correcta definici¨®n de la realidad, existir¨¢ el peligro de que haya jueces, involuntariamente convertidos en actores pol¨ªticos, a causa de la naturaleza de los asuntos que tienen encomendados y no demasiado preocupados por sus condicionamientos personales, que terminen siendo piezas ciertamente valiosas en el juego que otros mantienen en el tablero pol¨ªtico. Creo, desde la lejan¨ªa que me impone una ya antigua jubilaci¨®n, que en la Escuela Judicial tendr¨ªa que plantearse, como tarea prioritaria, la neutralizaci¨®n de ese peligro.
Jos¨¦ Jim¨¦nez Villarejo es magistrado jubilado del Tribunal Supremo.
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