Crisis y culpas
Un principio de sentido com¨²n nos dice que si queremos evitar los males, debemos actuar sobre sus causas. Mientras estemos a tiempo, eso s¨ª; porque desatado el mal, nos limitamos a pelear con ¨¦l, como sucede cuando buscamos sanar el c¨¢ncer del fumador o mitigar los desastres de un terremoto. Pero si queremos que los males no se repitan, el principio, con sus matices, rige: hay que combatir las causas; por eso combatimos el tabaquismo y levantamos edificios antis¨ªsmicos.
Cuando median intervenciones humanas, el principio causal se acompa?a -o se muda- en un principio de responsabilidad moral, que tambi¨¦n tiene sus matices, seg¨²n el cual el que la hace -o el que, informado, la deja hacer- la debe pagar.
Hay quienes responsabilizan de la recesi¨®n a sindicatos, derechos sociales y hasta a la democracia
Se ha mostrado que lo del orden espont¨¢neo es un cuento
De modo que si queremos hacer frente a la crisis econ¨®mica, lo primero ser¨¢ determinar las causas y los culpables. Explicaciones hay para todos los gustos. Cada una apunta a un responsable: la pol¨ªtica de bajos tipos de inter¨¦s de la Reserva Federal que ceb¨® la burbuja inmobiliaria; la sustituci¨®n de una banca cl¨¢sica, que asum¨ªa riesgos cuando conced¨ªa hipotecas y cr¨¦ditos, y, por ende, se ve¨ªa obligada a tomar decisiones responsables por otra que hac¨ªa de cr¨¦ditos e hipotecas la materia prima de unos t¨ªtulos puestos en circulaci¨®n apenas el prestatario hab¨ªa abandonado la oficina bancaria; las estrategias especulativas que troceaban los riesgos y los dilu¨ªan en las venas del sistema financiero; el sistema de incentivos de las agencias de calificaci¨®n cuyo negocio depend¨ªa de aquellos a quienes deb¨ªan evaluar; el exceso de liquidez de los chinos y la insensata voracidad de consumo de los norteamericanos, que llev¨® a los primeros a comprar a lo loco valores derivados de la deudas hipotecarias y, de ese modo, financiar el mayor d¨¦ficit por cuenta corriente del mundo; y acompa?ando a casi todas las explicaciones, la dejadez desreguladora de las autoridades ante -cuando no la connivencia con- la aparici¨®n de tales tramas institucionales y financieras, ante el crecimiento de ese d¨¦ficit y ante el apalancamiento de los bancos de inversi¨®n.
Tampoco faltan quienes culpan a las teor¨ªas econ¨®micas que, en su opini¨®n, no permitieron anticipar la que se nos ven¨ªa encima. Se habr¨ªa mostrado como un cuento chino la presunci¨®n, com¨²n a la teor¨ªa econ¨®mica, de que toda la informaci¨®n relevante para tomar las decisiones est¨¢ contenida en los precios y que, por ende, no existir¨ªan activos sobrevalorados. No menos fabulosa resultar¨ªa la presunci¨®n de racionalidad de las personas sobre la que se levantan los modelos econ¨®micos. Emociones, valores y sesgos cognitivos enturbiar¨¢n el comportamiento de los agentes econ¨®mi-cos impidi¨¦ndoles responder a las se?ales del mercado -y a las pol¨ªticas econ¨®micas- seg¨²n el gui¨®n previsto. Estrategias simplificadoras que palidecer¨ªan frente a la simplicidad sin disculpa de ignorar -y es el caso del grueso de los modelos- la presencia de los bancos y las instituciones financieras, los principales protagonistas del drama econ¨®mico moderno, los que relacionan en complejas tramas a deudores y acreedores.
Incluso no faltan quienes, como Daron Acemoglou en un trabajo de hace un par de a?os, apuntan a la profesi¨®n, al silencio complaciente de los economistas con unos modelos reconocidamente err¨®neos. Ampliando el foco, y con palabras m¨¢s fuertes, se podr¨ªa hablar de falta de car¨¢cter, de falta de coraje para decir que no.
De algo parecido a eso van las mejores p¨¢ginas de un reciente documento del FMI, un verdadero acto de contrici¨®n o, en otra interpretaci¨®n, un inventario de cobard¨ªas. All¨ª se reconoce la incapacidad de los investigadores "para decirle la verdad a los poderosos", para cuestionar los puntos de vista de las autoridades de los pa¨ªses ricos y de los economistas supuestamente cualificados, entre otras razones porque "el personal t¨¦cnico ten¨ªa la sensaci¨®n de que no contar¨ªan con el respaldo de la Gerencia si expresaban su desacuerdo", algo que se traduc¨ªa en un fuerte "sesgo de informaci¨®n", esto es, en la disposici¨®n a recoger ¨²nicamente los datos compatibles con lo que conven¨ªa defender y que, generalizada, deriva en lo que en psicolog¨ªa social se llama "ignorancia pluralista": cada uno piensa que "si los otros no creen que hay un problema, es que no hay problema; yo debo de estar equivocado cuando no lo veo claro". Un cl¨¢sico m¨¢s de los economistas que, hace m¨¢s de medio siglo, constat¨® con notable brillantez aquella genial -y valiente- economista que fue Joan Robinson, cuando observ¨® c¨®mo los profesores pasaban r¨¢pidamente ante preguntas que nadie se hac¨ªa y los estudiantes, intimidados, "antes de que lleguen a hacerlas, ya se habr¨¢n convertido en profesores, transmiti¨¦ndose as¨ª de una generaci¨®n a la siguiente los chapuceros h¨¢bitos de pensamiento". Por cierto, que la pregunta "que nadie se hac¨ªa" quiz¨¢ sea cosa de repetirla estos d¨ªas en los que tan alegremente se habla de la productividad de los factores: ?c¨®mo se mide el capital y su productividad?
Como se ve, las culpas andan bastante repartidas, entre las circunstancias econ¨®micas, las teor¨ªas econ¨®micas y hasta los economistas. Si las arracimamos y nos empe?amos en buscarles una moraleja compartida, con naturalidad, recalaremos en un discurso bastante cr¨ªtico con el estado del mundo. Se podr¨ªa hablar de que se ha mostrado que lo del orden espont¨¢neo es un cuento; de la necesidad de controlar a los poderes pol¨ªticos para evitar su entrega a los poderes econ¨®micos; de la importancia de las instituciones p¨²blicas, incluso para el buen funcionamiento del mercado; de la debilidad de la teor¨ªa econ¨®mica cuando se despreocupa de los problemas reales; de c¨®mo los sistemas de incentivos de la academia ahogan las discrepancias y las cr¨ªticas.
Pero las cosas pintan de manera bien diferente. Olvidados los sanos principios de buscar causas y responsables, la mayor parte de los comentaristas se?alan a unos personajes que, hasta ahora, nadie hab¨ªa identificado en el origen de las dificultades: los derechos sociales, los sindicatos y hasta la democracia misma. Los primeros, por lo directo: para salir de este l¨ªo deber¨ªamos abordar "los problemas" de la reforma laboral, las pensiones y hasta el n¨²mero de festivos. En la discusi¨®n, en la que se deslizan, junto a medias verdades o falsedades manifiestas, datos y problemas reales que poco tienen que ver con la crisis, lo ¨²nico claro es su trasfondo valorativo: no estamos ante cuestiones de justicia, como el mantenimiento del poder adquisitivo, el derecho a unas pensiones dignas o a los festivos, sino los excesos de unos recalcitrantes privilegiados que se resisten a ayudar a sus conciudadanos.
Algo que se observa tambi¨¦n cuando se habla de los sindicatos, aunque, en este caso, con cr¨ªticas esquinadas: sus errores -y no son pocos, comenzando por sus servilismos pol¨ªticos- circunstanciales sirven como punto de partida a una "argumentaci¨®n" que simplemente cuestiona su existencia por tratarse "de instituciones caducas", tan caducas como "el derecho a huelga" que se ve como un chantaje, al que, por cierto, nadie se le ocurre comparar con su equivalente: la decisi¨®n de los empresarios de abstenerse de invertir cuando se sienten perjudicados.
Pero el caso m¨¢s inquietante es el desprecio a las instituciones democr¨¢ticas, sobre todo porque pasa desapercibido y se da por amortizado. Asumimos que la canciller alemana, a solas o con Sarkozy, tome, de facto, decisiones acerca de los europeos, con las instituciones de la Uni¨®n como un simple decorado. En la pol¨ªtica europea no rige la claridad del imperio de la ley, sino la buena o mala disposici¨®n, esto es, la arbitrariedad del poderoso que, por su cuenta y riesgo, impone "pactos de competitividad" que no se sabe muy bien qui¨¦n ha pactado. La burla a la democracia resulta ya superlativa cuando, para justificar esas cosas, se acude al peregrino argumento de que "el que paga manda", que tomado en serio deber¨ªa llevarnos a cerrar el Parlamento y dejar que quienes pagan m¨¢s impuestos decidan acerca de la vida de los dem¨¢s, c¨®mo deben gastar su dinero las autonom¨ªas m¨¢s pobres o qui¨¦n ha de dirigir el Banco de Espa?a.
Hoy tendr¨ªa m¨¢s razones que hace tres a?os Sarkozy para repetir que "la autorregulaci¨®n para resolver todos los problemas se acab¨®; le laissez faire, c'est fini". Pero no cabe esperar que lo repita. Quiz¨¢ la ciencia econ¨®mica haya fracasado, pero la ciencia pol¨ªtica m¨¢s cruda ha confirmado el deprimente axioma que la funda: no hay otras razones que el poder. No es un consuelo.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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