John Huston: escapar y no volver nunca a casa
En la biograf¨ªa de un escritor hay un momento en que la fascinaci¨®n por la literatura se une e incluso se rinde a la mitolog¨ªa del cine. A los 16 a?os un d¨ªa me escap¨¦ de casa en tren a Valencia. Fue una huida corta, un vuelo gallin¨¢ceo que dur¨® 24 horas con una sola noche. Despu¨¦s de perderme por las calles nocturnas de la ciudad, de colarme en algunos garitos, de ir al circo americano en la plaza de toros me met¨ª en el cine cuya fachada ten¨ªa los cartelones m¨¢s grandes y en ellos a todo color aparec¨ªa un enano con mon¨®culo de cordoncillo y unas bailarinas de canc¨¢n con los pololos encabritados en el aire. Era Moulin Rouge, de John Huston. Desde entonces este director se erigi¨® en uno de los fantasmas de mi libertad. Lo llevo asociado a un sabor de fugitivo, de estar fuera de la autoridad moral del padre y al castigo que me esperaba al volver al hogar. Con el tiempo ador¨¦ tambi¨¦n a Toulouse-Lautrec, interpretado por Jos¨¦ Ferrer, como el pintor que sirvi¨® de gozne a la pintura moderna, a quien Picasso le rob¨® la inspiraci¨®n. Son experiencias que solo se aprenden en pecado. Ninguna Isla del Tesoro me proporcion¨® tantos latidos convulsos en las sienes como aquella fuga que recal¨® de madrugada en la cama de una pensi¨®n maloliente de la calle Pelayo, junto a la estaci¨®n, donde dorm¨ª en la misma habitaci¨®n con un borracho que era un viajero de paso.
Se dedic¨® a la caza, a apostar en el hip¨®dromo, a criar caballos de pura raza, a boxear, a escribir, a interpretar y dirigir m¨¢s de setenta pel¨ªculas
La terraza de casa en el pueblo daba a un jard¨ªn de balneario donde se hab¨ªa instalado el cine de verano. En aquellas noches calmas de los a?os cincuenta bajo las estrellas la sonoridad era perfecta, todas las pasiones, los tiros, los gritos, los susurros de amor de los personajes me llegaban muy n¨ªtidos, pero subido a un peque?o pil¨®n desde la terraza solo se pod¨ªa ver poco m¨¢s de media pantalla. Todas las pel¨ªculas prohibidas por la censura para los menores de edad las vi agazapado, una mitad con im¨¢genes y otra mitad con la imaginaci¨®n. Cuando Glenn Ford le arrea la bofetada a Gilda me qued¨¦ sin ver la mano, solo pude intuir su chasquido cuando ella vuelve el rostro y nada m¨¢s. Otro filme que marc¨® uno de aquellos veranos en que tumbado en una hamaca le¨ªa Crimen y castigo fue Un lugar en el sol, tambi¨¦n desde la terraza de casa. Montgomery Clift, en esmoquin, jugaba al billar a solas en un sal¨®n y Elizabeth Taylor rondando la mesa trataba de seducirlo. Ella se sumerg¨ªa alternativamente en la mitad invisible de la pantalla y yo o¨ªa su voz insinuante que me obligaba a recrear su boca, sus ojos, su rostro pronunciando cada palabra y ¨¦l pasaba a la oscuridad de la celda antes de ir a la silla el¨¦ctrica. A la luz del d¨ªa le¨ªa a los rusos, a Camus, a Gide, pero ninguna fantasmagor¨ªa literaria me proporcionaba el morbo de saltar de la cama de noche cuando mis padres ya estaban dormidos y en pijama con pasos blandos esconderme en la terraza para ver partidas en dos todas las pel¨ªculas prohibidas, los gritos ensangrentados de Jennifer Jones en Duelo al sol, las metralletas de la noche de San Valent¨ªn, el hurac¨¢n de Cayo Largo. Otra vez John Huston. Me fascina todav¨ªa la vida apasionante de este cineasta. Cuenta en sus memorias: "Tuve cinco esposas: muchos enredos, algunos m¨¢s memorables que los matrimonios. Me cas¨¦ con una colegiala, una dama, una actriz de cine, una bailarina y con un cocodrilo". Se dedic¨® a la caza, a apostar en el hip¨®dromo, a criar caballos de pura raza, a coleccionar pintura, a boxear, a escribir, a interpretar y dirigir m¨¢s de setenta pel¨ªculas. De hecho en mi mitolog¨ªa, antes de comprarme una trinchera parecida a la de Albert Camus yo quer¨ªa ser como John Huston hasta el punto de que reci¨¦n llegado a Madrid, antes de recalar en el caf¨¦ Gij¨®n fui a la Escuela de Cinematograf¨ªa de la calle Montesquinza para inscribirme en el examen para director de cine. Me recibi¨® un ser con babuchas a cuadros que se estaba comiendo un bocadillo de tortilla. Nunca ser¨ªa John Huston si permanec¨ªa un minuto m¨¢s en aquel lugar.
Lleg¨® un momento en que no ten¨ªa claro si deb¨ªa gustarme m¨¢s leer El extranjero de Camus o Santuario de Faulkner que ver El Halc¨®n Malt¨¦s, La Reina de ?frica, El tesoro de Sierra Madre o El juez de la horca en el cineclub. Sab¨ªa que un director de cine conoc¨ªa a sus personajes de carne y hueso, mandaba sobre ellos, los manipulaba, los soportaba o admiraba, sab¨ªa de sus pasiones dentro y fuera de la pantalla. El cine se hab¨ªa apoderado de los sue?os de la sociedad. Cuando en una pel¨ªcula Clark Gable se quita la camisa y aparece con el torso desnudo se hundieron las empresas que fabricaban camisetas interiores. Hubo de sacar a Marlon Brando con una camiseta ce?ida y sudada para que pudiera recuperarse la bolsa textil. Eso nunca lo har¨¢ un libro, pens¨¦.
Pero sobre todo estaba John Huston. La mitolog¨ªa entre la literatura y el cine hizo s¨ªntesis con este cineasta cuando dirigi¨® Vidas rebeldes. Marilyn Monroe ya era una mu?eca derruida. Ven¨ªa de los brazos cada vez m¨¢s cansados de Arthur Miller. Llegaba al rodaje atiborrada de pastillas, sin ducharse, con el pelo grasiento y todo daba a entender que estaba en el tramo final con vistas ya al abismo. Arthur Miller hab¨ªa escrito el gui¨®n de aquella pel¨ªcula para salvar su amor. Fue in¨²til. Bajo la direcci¨®n de John Huston estaba tambi¨¦n Montgomery Clift con el rostro partido por la cicatriz de un accidente de autom¨®vil, neur¨®tico, alcoholizado, a punto de reventar como los caballos salvajes que llenaban la pantalla. Pero el primero en morir, apenas terminado el rodaje, fue Clark Gable, al que se le revent¨® el coraz¨®n. Poco despu¨¦s el nembutal termin¨® con Marilyn mientras se balanceaba hasta el pie de la cama el cord¨®n del tel¨¦fono de la ¨²ltima llamada sin respuesta, que dio origen a la leyenda del asesinato. Montgomery no tard¨® en acompa?arles. John Huston les sobrevivi¨® solo para poder dirigir ya en silla de ruedas y con un gotero en el antebrazo su obra maestra en homenaje a un genio de la literatura, su paisano irland¨¦s James Joyce, su cuento 'Los muertos', de la obra Dublineses. Aquella cena de Navidad. Aquella canci¨®n que removi¨® los posos del sentimiento de Greta. Su recuerdo de su primer amor de aquel adolescente en Galway. Los celos de su marido Gabriel en la habitaci¨®n del hotel Gresham. La nieve que ca¨ªa sobre toda Irlanda. Sobre todos los vivos y los muertos. La vida de John Huston hab¨ªa sido esnob y salvaje, llena de talento y de fascinaci¨®n. Su momento estelar fue el haberse plantado ante la comisi¨®n del senador y haber dado la cara para salvar a sus amigos a costa de jugarse el pellejo. Despu¨¦s de dirigir La Noche de la Iguana con Ava Gardner en Puerto Vallarta, en M¨¦xico, se qued¨® a vivir en medio de la selva entre boas y mosquitos en una caba?a solitaria adonde no se pod¨ªa acceder sino en canoa. Prometo que en la otra vida, si me vuelvo a escapar y veo Moulin Rouge, ya no volver¨¦ a casa. Har¨¦ lo imposible por parecerme siquiera al dedo gordo del pie de John Huston aunque solo sea porque fue el primer contacto que produjo en mi imaginaci¨®n entre los fantasmas que nacen de la psicosis del escritor y los personajes reales que se vuelven fantasmas en la pantalla.
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