Juntos
No deja de constituir una iron¨ªa que, quince d¨ªas antes del Primero de Mayo, la vida me diera en las narices con un tema que viene que ni pintado para una jornada como la de hoy. Se desarrolla en dos secuencias. Y tiene una entremedias.
Primera secuencia. Entre dos radios o dos televisiones o una televisi¨®n y una radio, dentro de la promoci¨®n de mi nuevo libro, mi amiga Alba, de Planeta, y yo solemos meternos en un caf¨¦ a tomar algo que nos reanime del cansancio. As¨ª es como he ido viendo locales p¨²blicos de cuarenta mesas -interior y terraza-, m¨¢s barra, atendidos s¨®lo por tres personas muy j¨®venes, a veces por dos. Trabajan sin respiro, y lo hacen bien, en general. Muy bien, en algunos casos. Amablemente, incluso.
"He visto trabajar sin respiro a s¨®lo dos o tres j¨®venes en locales de cuarenta mesas"
Me he acostumbrado a verles apresurarse con los pedidos, a observar que no dan ni un paso que no incluya alguna peque?a tarea. Tambi¨¦n me he habituado a preguntarles si la recaudaci¨®n del "bote" se la reparten entre ellos, y a verles asentir como si yo fuera una marciana, como si no dependieran en gran parte de esa propina que no todos pueden permitirse dar. Hubo un tiempo en que los catalanes quer¨ªamos imitar a los ingleses, admirados de que en sus pubs no se admitieran d¨¢divas. "Por la dignidad", dec¨ªamos.
La otra noche, Alba y yo asistimos a una escena que me pareci¨® punzante. Un muchacho se acerc¨® a la barra y sac¨® de una carpeta un papel que le ofreci¨® a la chica que, en ese momento, fregaba vasos y platos, atend¨ªa la cafetera y cantaba pedidos a la cocina. "Es mi curr¨ªculo", dijo el chaval. "Disponibilidad horaria completa". Ella sonri¨® dulcemente, lo recogi¨®. Y entonces vino lo que hace da?o. Conforme el aspirante sal¨ªa por la puerta, la joven sacudi¨® la cabeza con des¨¢nimo, con un des¨¢nimo casi autom¨¢tico -parec¨ªa haber repetido ese gesto en no pocas ocasiones-, coloc¨® el curr¨ªculo encima de otros papeles -de similar condici¨®n, supuse- y continu¨® con lo que estaba haciendo.
Segunda secuencia. Me encontraba en manos de una mujer que ejerce de maquilladora con tremendo oficio, dotada de una sensibilidad que transfer¨ªa no s¨®lo a sus palabras: se notaba en sus manos. Para ella, yo era parte de su jornada laboral; para m¨ª, aquella era una de esas pausas en un d¨ªa de traj¨ªn que se agradecen. En el interior de un soleado patio lleno de plantas, el jard¨ªn del Ateneo barcelon¨¦s. Trinaban los p¨¢jaros. Charlamos, una cosa llev¨® a otra y le cont¨¦ lo del bar. La mujer me mir¨® con seriedad, con gentileza. "No cargues con eso, Maruja. A ti ya te toc¨® lo tuyo. Disfruta de lo que ahora tienes". Hab¨ªa tanta ternura en sus palabras que no me ech¨¦ a llorar para no estropearle la estupenda faena que estaba realizando en mi piel castigada.
Me pareci¨® un sabio consejo, pero imposible de aplicar, y eso tanto ella como yo lo sab¨ªamos. Los mensajes del malestar se van multiplicando, se acumulan. Las puertas de comercios cerrados, el descaro en la explotaci¨®n de muchos propietarios, la desorientaci¨®n de quienes han sido educados para ejercer una carrera y consideran indigno realizar tareas m¨¢s humildes; la desesperaci¨®n de quienes echan un curr¨ªculo tras otro, rebajando cada vez m¨¢s sus ambiciones, y ni siquiera as¨ª consiguen un empleo. El desinter¨¦s, la abulia, la indiferencia. El temor, la angustia, el desasosiego generacionales.
Recuerdo una pregunta que la estupenda maquilladora me hizo. Ahora habl¨¢bamos de que a mi edad me permito decir lo que pienso con mucha m¨¢s soltura de la que tambi¨¦n he alardeado en pasados tiempos. "Para eso hay que perder el miedo", acot¨®. Y la pregunta: "?C¨®mo perdiste t¨² el miedo?". Sobrada, fanfarrone¨¦: "Yo nunca he tenido miedo". De inmediato me correg¨ª: "Perdona, ?perdona! Fui una criatura acojonada y una adolescente acobardada". Pero a?ad¨ª: "Perd¨ª el miedo a fuerza de leer y de encontrarme con gente que era como yo".
Leer y encontrarse. Tan sencillo como eso. Ampliar la mente, compartir el conocimiento, convertir la indignaci¨®n en herramienta com¨²n poderosa. A¨²n es posible. Porque s¨®lo la enfermedad y la muerte ponen punto final a la esperanza.
www.marujatorres.com
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