El rey que irradi¨®
No hay en Madrid estos d¨ªas ning¨²n espect¨¢culo tan hermoso, tan voluptuoso. Iba a decir tambi¨¦n que tampoco hay ninguno tan escandaloso, pero la verdad es que el pasado lunes 2 de mayo, cuando lo vi, el ¨¢nimo del p¨²blico madrile?o no solo no se encresp¨®, como lo hizo hace dos siglos contra el invasor franc¨¦s, sino que parec¨ªa, desde fuera, fr¨ªo y contenido. Otra cosa era la voz. Hab¨ªa esa tarde una asombrosa porci¨®n de espectadores aquejados de tos, una tos persistente y cavernosa que a estas alturas de la primavera no puede ser natural, por lo que decid¨ª, mientras trataba de hacer o¨ªdos sordos al carraspeo y las flemas de las gargantas cercanas, que aquellas eran toses psicosom¨¢ticas, despertadas en lo m¨¢s profundo del ser de los tosientes (incomodados tal vez por la osad¨ªa de lo que ve¨ªan) por dos polacos, Szymanowski y Warlikowski, quienes, en contra de lo que podr¨ªa pensarse, no son una pareja de payasos de un circo c¨¢rpato sino dos artistas del m¨¢ximo rango.
El espect¨¢culo al que me refiero es Krol Roger, es decir, El rey Roger, compuesto en 1924 por el primero de los falsos payasos poloneses, el m¨²sico Karol Szymanowski, y puesto en escena en Par¨ªs hace unos a?os y ahora en el Teatro Real por el segundo, Zrzysztof Warlikowski. Digo de antemano que El rey Roger es para m¨ª una de las obras maestras oper¨ªsticas de la primera mitad del siglo XX, al nivel de Elektra, de Strauss; Erwartung, de Schoenberg; Pell¨¦as et M¨¦lisande, de Debussy; De la casa de los muertos, de Jan¨¢cek; Wozzeck, de Berg; El castillo de Barbazul, de Bela Bartok; Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostak¨®vich; The rake's progress, de Stravinsky; Boulevard Solitude, de Henze, y Vuelta de tuerca, de Britten; por citar solo obras que adem¨¢s de su grandeza musical tienen una acusada potencia disolvente y una formidable capacidad para desorientar nuestras expectativas y extra?ar (lo que Breton llamaba el d¨¦paysement).
Es la primera vez que la ¨®pera de Szymanowski se pone en Madrid, y solo eso ser¨ªa un acontecimiento, estando adem¨¢s en la presente ocasi¨®n muy bien servida musicalmente por el elenco, la orquesta y los coros, que nunca han lucido tan inquietantes, tan malignos, en el escenario de la plaza de Isabel II. Incluso los ni?os cantores, tan esenciales en la partitura: cantan bien, act¨²an bien y amenazan bien con sus caritas largas y sus disfraces pueriles en el desenlace.
El segundo polaco de la velada, Warlikowski, ya se distingui¨® en el Real montando otra excelente ¨®pera, El caso Makropoulos, aunque en ese caso no todas sus deslumbrantes ocurrencias me parecieron apropiadas al tejido dram¨¢tico de la obra de Jan¨¢cek. En El rey Roger ha hecho una transposici¨®n completa de las localizaciones y las acotaciones, tan ricas, del original, pero su recreaci¨®n, en la que no figura Sicilia, ni Bizancio, ni Benar¨¦s, ni ese norte de ?frica que tanto sedujo con su sensualidad sinuosa al compositor, alcanza una fuerza po¨¦tica irresistible en su atrevimiento, en su descaro, en su invenci¨®n transgresora. Aqu¨ª no estamos en el campo -tan trillado en ciertos montajes que pasan por ser renovadores- de las libertades basadas en la nada de los conceptos. Todo lo que imagina Warlikowski (quiz¨¢ con la excepci¨®n de las alusiones a la droga) tiene un fundamento y una verdad propia que sustituye, sin escamotearla, la que en su momento propusieron en el libreto Szymanowski y su ¨ªntimo colaborador y pariente Iwaszkiewicz.
?Pintan algo en una obra que est¨¢ situada en la Palermo normanda del siglo XII y en un decorado de templos y palacios y anfiteatros desportillados la Factor¨ªa de Andy Warhol, el actor porno Joe D'Allessandro, las danzas maquinales de Pina Bausch, los atuendos extravagantes y los cad¨¢veres flotantes de David Lynch? Lo pintan, y estupendamente, a mi juicio, transformando la antagon¨ªa entre deseo y raz¨®n que tanto atormentaba a Szymanowski, en una poderosa alegor¨ªa de lo disoluto y lo carnal. Cuando los 90 minutos de esta escueta ¨®pera acaban en la irresoluci¨®n de un final ambiguo, la figura del Pastor, con su desconcertante aire de Nancy Rubia, no es la del vencedor absoluto de la contienda; el rey Roger, que ha vivido la bacanal sin perderse en ella, irradia una luz solar que ciega el proscenio del Real y llega hasta las butacas del teatro, donde, acabadas de golpe las toses espasm¨®dicas, unos se van disgustados, ensombrecidos dir¨ªamos, y otros iluminados por el ardiente calor de las incertidumbres.
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