La desventurada muerte de Montespato
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que viv¨ªa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, roc¨ªn flaco y galgo corredor. Gustaba de sentarse a las puertas de su casa, a examinar el paso de la gente por la calle Mayor; al tiempo que se mesaba las barbas y alimentaba sus redondas posaderas con el mejor alimento que ¨¦stas pudieran so?ar. A saber: una vida sedentaria, un buen pedazo de pan de mijo y una cazuelita de vino tinto, caldeado por sus manos rollizas y por el sol perezoso de los d¨ªas m¨¢s c¨¢lidos del verano.
Sentado en su hosca banqueta de tres patas, hac¨ªa equilibrios para no verse con las narices contra el suelo; a la misma altura que su acompa?ante perpetuo. Esto es: su perro flaco y lleno de pulgas, que hac¨ªa huir despavoridas a las madres novatas y a las abuelas resabiadas.
Los cuentos deb¨ªan empezar igual que El Quijote. Y de entre todos los presentados a este certamen anual, organizado por el C¨ªrculo de Bellas Artes, la editorial Alfaguara y EL PA?S, este ha sido el ganador
-M¨¢s os vale que corr¨¢is, viejas brujas. A este can non lo llevo yo al veterinario, as¨ª se caiga de viejo y sarnoso -exclamaba agarr¨¢ndose la barriga y riendo a carcajadas, al observar las expresiones de horror provocadas por sus exabruptos.
Y es que, a este caballero, de dudoso y pretencioso linaje, parec¨ªan gustarle dos cosas por encima de todas las dem¨¢s: hablar en castellano a?ejo y amedrentar a esp¨ªritus impresionables.
En aquel entonces, yo no era m¨¢s que un ni?o imberbe cuya mayor afici¨®n consist¨ªa en coleccionar chapas de colores. Y, en mi imaginaci¨®n de infante, conclu¨ªa que ese apego del viejo a expresarse con arca¨ªsmos deb¨ªa de ser un homenaje al mismo vino que tanto parec¨ªa agradarle, y que extra¨ªa de una barrica de madera con toda la pinta de estar a punto de desintegrarse de puro vieja.
Aunque en aquella ¨¦poca me costara aceptarlo, mi madre no era una excepci¨®n al sentir generalizado del sector femenino del pueblo. De forma que -ya desde que tengo memoria- recuerdo los paseos por la calle Mayor de tienda en tienda tras las faldas de mi madre y con la carrera final al pasar ante la puerta de aquel orondo se?or, de pretensiones aristocr¨¢ticas y maneras de tabernero.
A tal punto se convirti¨® en un icono de nuestra villa, que no temo equivocarme al afirmar que toda una generaci¨®n de manchegos crecimos con una confusa idea en relaci¨®n a dos mitos de la infancia: pap¨¢ Noel y el hombre del saco. A todas luces, dos figuras contrapuestas; pero que, en nuestro desconcierto ante aquel personaje entra?able y siniestro a la vez, acabamos por mezclar en una sola. Y, as¨ª, puede decirse que alcanzamos la madurez de distinguir entre tonos de grises antes de clasificar a las personas por categor¨ªas estancas.
Especialmente, ha quedado grabado en mis neuronas el d¨ªa del sepelio. No, no me refiero al fallecimiento de aquel pintoresco var¨®n, sino al de su eterno acompa?ante: el galgo Montespato. Este animalillo, escueto y de pocas luces, apareci¨® un d¨ªa prendido por el gaznate, a modo de campana secundaria, en la torre de la iglesia.
El revuelo que se form¨® aquel d¨ªa qued¨® inscrito en los anales de la historia de nuestro pueblo, justo entre la construcci¨®n del pabell¨®n municipal y la celebraci¨®n de la primera feria de artesan¨ªa. El mismo alcalde dirigi¨® los trabajos para recuperar el cad¨¢ver del pobre bicho; que, una vez abandonado a la rigidez de la muerte, parec¨ªa m¨¢s flaco y lleno de pulgas de lo que lo hab¨ªa estado en vida.
Pero lo que recuerdo con mayor claridad fue c¨®mo las sospechas mutuas comenzaron a enturbiar las miradas de nuestros vecinos; y, tambi¨¦n, por qu¨¦ no decirlo, las de mi propia familia. Quien m¨¢s y quien menos sac¨® a relucir sus dotes investigadoras; e, incluso, hubo alguno como don Ramiro, el tendero -conocido por su afici¨®n a la novela negra y a los folletines radiof¨®nicos-, que se atrevi¨® a salir a la calle libreta en mano, con la intenci¨®n de interrogar a cualquiera que se le cruzara por delante, en busca de coartadas inconsistentes y contradicciones sangrantes.
El famoso caballero de la calle Mayor dej¨® por un d¨ªa su asiento perenne. Ten¨ªa el porte digno, solo levemente enturbiado por sus aficiones espirituosas, y se plant¨® con el semblante p¨¦treo en mitad de la plaza; aguardando entre una multitud de rostros que enmudecieron ante su presencia. Incluso don Ramiro dej¨® por un instante sus notas y su l¨¢piz ra¨ªdo.
En el silencio que se form¨® a continuaci¨®n, se o¨ªa con mayor claridad el sonido de la soga desliz¨¢ndose por las poleas que hab¨ªan montado para la ocasi¨®n. El desaventurado Montespato fue devuelto a su altura terrenal, despertando m¨¢s ternura en la muerte de lo que lo hab¨ªa hecho jam¨¢s en vida; ya que, mientras a¨²n alentaba y mov¨ªa su rabo con energ¨ªa, lo m¨¢s que se hab¨ªa ganado de sus vecinos era un escobazo mal dado y alg¨²n improperio poco elaborado.
El conocido hidalgo aguard¨® con entereza hasta que el se?or alcalde en persona, conteniendo el gesto de repulsi¨®n que deb¨ªa de producirle el animal apestado, le deposit¨® al can entre los brazos. Entonces, nuestro peculiar personaje ech¨® a andar inmediatamente, como si solo hubiera aguardado a aquel peso para ponerse en movimiento.
Gir¨® sobre s¨ª mismo y enfil¨® hacia su casa. Y, como respondiendo a una misma llamada, todo el pueblo le sigui¨® en comitiva, formando una marcha f¨²nebre tan larga que los ¨²ltimos de la cola desistieron de moverse y aguardaron en la plaza de la iglesia; ya que la distancia hasta el hogar del cascarrabias no era tan extensa como para que cupiera la poblaci¨®n en pleno caminando en hilera.
Incluso mi madre, que tantas veces hab¨ªa corrido ante las amenazas de aquel hombre, se uni¨® al s¨¦quito; al tiempo que me chistaba para que guardara silencio: "?Un respeto, ni?o!". Yo me encog¨ª de hombros, y la segu¨ª reprimiendo mis ganas de hacer preguntas; concluyendo que, sin quererlo, adem¨¢s de distinguir entre tonalidades de grises, iba a aprender otra cosa de aquel viejo extravagante: que el ser humano tiende a la contradicci¨®n y solo hay que darle tiempo para demostrarlo.
Encabezando la comitiva, el orgulloso hidalgo equilibraba a su compa?ero sobre la panza, el rostro contrito y los pasos cortos, para no restar solemnidad al momento. Atraves¨® la portezuela de madera situada en un lateral de la fachada y se encamin¨® hacia el huerto, donde, haci¨¦ndose con una pala, comenz¨® a cavar una fosa tan honda que parec¨ªa que fuese a enterrarse a s¨ª mismo y no al perro.
La huerta estaba poblada de hierbas mal cortadas y no hab¨ªa ni rastro del famoso roc¨ªn ni de la centenaria adarga. Lo cierto es que el caballero venido a menos presum¨ªa de montura y de armas. Pero, que yo supiera, su ¨²nica propiedad consist¨ªa en un n¨²mero no identificado de barricas de vino, que eran siempre la misma o se multiplicaban como clones, de id¨¦nticas que parec¨ªan.
Siempre recordar¨¦ el sonido de la pala inundando la quietud de la ma?ana. Mi madre me apretaba el hombro, transmiti¨¦ndome la emoci¨®n del momento. Entretanto, Marcela, nuestra vecina de al lado, hab¨ªa emprendido un mon¨®logo lacrim¨®geno, en el que apenas era capaz de distinguir alguna frase aislada: "?Pobre, con lo bueno que era! Habr¨ªa que desollar al culpable". Que yo, que en aquel momento no ten¨ªa muy claro el significado de aquella amenaza, me debat¨ªa en la duda de si se refer¨ªa a mantearlo por h¨¦roe o a denostarlo por villano.
El viejo estuvo cavando unos quince minutos, antes de darse por satisfecho y deshacer el camino andado. Esto es: recolocar la tierra en su sitio, tras haber depositado a Montespato en su nueva y eterna residencia. Sin embargo, a medida que m¨¢s tapado quedaba el pobre can, m¨¢s adusta se iba haciendo la expresi¨®n de nuestro hombre. A tal punto, que ya en las ¨²ltimas paladas comenz¨® a lanzar bufidos y miradas de inquina a sus acompa?antes. Cuando sus gru?idos empezaron a transformarse en improperios -"?Se?or alcalde! ?Viene usted de comparsa? Ande y vaya usted a fre¨ªr berzas, que non estoy para gestos publicitarios"-, la comitiva se fue deshaciendo; no fuera a ser que m¨¢s de uno tuviera que o¨ªr lo que m¨¢s tem¨ªa.
Tambi¨¦n mi madre, recuperando su extraviada prudencia, tir¨® de mi mano para alejarnos de aquella era mal cuidada. Lo ¨²ltimo que vi de aquel m¨ªtico personaje, luz y sombra de mi infancia, fue su mirada de tit¨¢n sobre todos nosotros. Hidalgo pobre, caballero sin utillajes e insobornable en sus principios hasta los mismos tu¨¦tanos.
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