El cementerio marino
En las lecturas adolescentes me impresionaban mucho los paisajes en los que se describ¨ªan cementerios marinos: me refiero a esos fondos abismales en los que reposaban decenas de buques hundidos en medio de un inalterable silencio. Recuerdo varios pasajes de Emilio Salgari y Julio Verne, pero no recuerdo ni el t¨ªtulo del libro ni el autor de las p¨¢ginas que me produjeron, entonces, m¨¢s impacto, y en las que se dibujaba un gigantesco dep¨®sito de naves depositadas en el suelo marino. Este autor, cuyo nombre he tratado de recuperar a lo largo de a?os sin conseguirlo, era un maestro de la fantasmagor¨ªa y atribu¨ªa a un esp¨ªritu del mar -algo as¨ª como un moderno Neptuno- la idea de amontonar en ese incomparable camposanto los barcos que se hab¨ªan hundido en los diversos mares del mundo.
En esa escenificaci¨®n submarina todos los marineros permanec¨ªan en sus puestos, con la particularidad de que ya no eran de carne y hueso, como cuando viv¨ªan, sino s¨®lo de hueso, es decir esqueletos: el timonel al tim¨®n, el grumete en lo alto del palo mayor, el capit¨¢n en la cabina de mando, y as¨ª, aferrados a sus respectivas labores, ej¨¦rcitos de fantasmas. Y mientras los hombres, descarnados, viv¨ªan el sue?o eterno de los justos en ese museo de n¨¢ufragos definitivos, los peces reinaban con un esplendor envidiable. Mi autor desconocido narraba una enciclopedia entera de especies ex¨®ticas, aficionadas todas a los abismos, junto a criaturas m¨¢s familiares como los peces torpedo, los peces martillo o rayas capaces de fulminar a los adversarios con su electricidad. Los peces se mov¨ªan, libres y juguetones, entre las esperanzas perdidas de los hombres.
Luego, abandonada la adolescencia, las lecturas me condujeron a cementerios marinos perfilados ya no en el fondo sino en la superficie: fue el momento de las naves a la deriva y de los buques fantasmas. Por esos azares que luego, con el paso de los a?os, descubres que no son azar, sino pura coherencia, me enfrasqu¨¦ en varias historias con aquel com¨²n denominador. Podr¨ªa enumerar muchas pero me vienen a la memoria, con especial intensidad, la leyenda del Holand¨¦s Errante, el barco que traslada el f¨¦retro de Dr¨¢cula en la novela de Bram Stoker y, en la pendiente culminante del recuerdo, la conmovedora deriva del Viejo Marinero por los g¨¦lidos mares australes. En este ¨²ltimo caso los versos de Coleridge se mezclan tan ¨ªntimamente en mi memoria con las ilustraciones realizadas sobre el poema por Gustave Dor¨¦ que me cuesta deslindar unas de otros. Los fantasmas se deslizaban, errantes y quiz¨¢ serenos, por la superficie de las aguas.
Por fin, con la edad adulta, las lecturas, y no ¨²nicamente las lecturas, me condujeron a nuevos cementerios que ya no estaban en los fondos marinos, ni en la superficie de oc¨¦anos crepusculares, sino en tierra, en una tierra fr¨¢gil y fronteriza desde la que los hombres contemplaban con a?oranza el mar perdido como si, en efecto, rememoraran, en alg¨²n lugar rec¨®ndito de su conciencia, un remot¨ªsimo instante de ingravidez y felicidad. Tal vez educado por el ejemplo de Barcelona, siempre he considerado un gran acierto que las tumbas se orienten hacia el mar, hacia lo abierto, dando as¨ª v¨ªa libre, vuelo, a la navegaci¨®n de los recuerdos. No hay ruinas m¨¢s ligeras, y sin embargo m¨¢s henchidas de presencias, que esas necr¨®polis griegas, construidas sobre colinas y volcadas hacia el mar, en las que las historias del pasado, rodeadas por un aura de eternidad, permanecen extra?amente vivas.
Estos cementerios marinos deb¨ªan encaminarse necesariamente al mejor cantado de todos ellos, el de S¨¨te, evocado por Paul Val¨¦ry en su gran poema. En la fantasmagor¨ªa del poeta franc¨¦s la acci¨®n ya no transcurre en la oscuridad abismal ni en el claroscuro del ocaso sino a plena luz del d¨ªa o, m¨¢s exactamente, en la extrema claridad del mediod¨ªa. Val¨¦ry escoge el momento en el que el mundo permanece sin sombra para fijar su deslumbramiento. Y esto nos revela una verdad que s¨®lo aprendemos con el transcurso del tiempo: la luz es m¨¢s turbadora, m¨¢s misteriosa, que la oscuridad. Es cierto que aquellos lejanos cementerios marinos de las lecturas adolescentes avivaban mi imaginaci¨®n al poner ante mis ojos mundos desvanecidos, y tambi¨¦n es cierto que las posteriores traves¨ªas a bordo de buques fantasmas me trasladaban a puertos impensables; no obstante, ning¨²n viaje puede llevarte a donde te lleva el deslumbramiento de la luz.
Hay un instante, que ocupa los versos centrales del poema de Val¨¦ry, en el que pasado, presente y futuro se confunden en un solo ¨¢tomo, y entonces se deshace moment¨¢neamente la l¨ªnea de hierro que separa la vida de la muerte, aflorando los recuerdos como acontecimientos que todav¨ªa tienen que suceder. Probablemente la inmortalidad no sea m¨¢s que eso: vivir como futuro lo que forma parte del pasado. Eso, creo, es lo que ya quer¨ªa sugerir aquel autor cuyo nombre no acierto a recordar y que concibi¨® un esp¨ªritu marino que coleccionaba naves naufragadas. Tambi¨¦n, pienso, es la ruta que proponen los buques fantasmas. Sin embargo, cuando se comprende mejor este viaje, como tan bien nos transmite Val¨¦ry, es al dejarse deslumbrar por el sol del mediod¨ªa desde esos cementerios marinos que se deslizan hacia el mar como si la muerte necesitara cada d¨ªa, en el instante sin sombra, contemplarse de nuevo como vida.
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