Un c¨®mplice de Proust
Las fotos de Eug¨¨ne Atget me hacen acordarme del mundo de Proust; no los salones obvios de alta sociedad que imaginan quienes no lo han le¨ªdo, sino lugares mucho m¨¢s secretos, personajes y sensaciones que permanecen en la memoria mucho despu¨¦s de la lectura, y que son los primeros que reconoce uno cuando vuelve a ella. En el Par¨ªs de Atget, como en el de Proust, hay kioscos circulares cubiertos por completo con carteles de grandes letras que anuncian espect¨¢culos teatrales y musicales, ni?os que juegan en los parques burgueses vestidos con mucha formalidad y vigilados por institutrices, artesanos y vendedores ambulantes que pasan por la calle cantando pregones, organilleros que se detienen en una acera y miran hacia los balcones a los que tal vez se asome alguien para lanzarles unas monedas. Pero en las fotos de Atget est¨¢n tambi¨¦n los indicios de un Par¨ªs proletario y un Par¨ªs clandestino, la ciudad de sombras a la que desciende seg¨²n va haci¨¦ndose adulto el narrador de En busca del tiempo perdido, para observar a la vez de lejos y de cerca a los personajes de Sodoma y Gomorra, los hombres que se ponen colorete en las mejillas y carm¨ªn en los labios, las mujeres que se visten de hombres. En algunos escenarios de Atget se distingue una figura desenfocada o medio desvanecida, o reflejada en un espejo, o velada tras un cristal: en esos patios de hoteles particulares sobre cuyo pavimento empedrado repican los cascos de los caballos que tiran de los coches de los ricos, pero en los que tambi¨¦n hay talleres, tiendas modestas, pasadizos que llevan a viviendas muy humildes.
En las fotos de Atget est¨¢n tambi¨¦n los indicios de un Par¨ªs proletario y un Par¨ªs clandestino
El Par¨ªs de Proust es todav¨ªa una ciudad arcaica en la que no hay demasiada distancia f¨ªsica entre los pobres y los ricos: la criada Fran?oise, ir¨ªa a abastecerse a las pescader¨ªas y a las carnicer¨ªas que se ven en las fotos de Atget antes de preparar sus platos suntuosos; en una de las mejores escenas de seducci¨®n de la literatura, que el narrador de la novela observa con una ecuanimidad de entom¨®logo, el bar¨®n de Charlus baja por la escalera del principal en el que viven los duques de Germantes y se encuentra por primera vez con el chalequero Jupien, que tiene su taller en los bajos del palacio, y entre los dos se establece una danza muda de cortejo que tiene toda la excitaci¨®n simult¨¢nea del deseo y el peligro. A diferencia de Proust, su narrador no es homosexual, ni es jud¨ªo. Cuando cuenta una escena de amor entre dos hombres o entre dos mujeres lo hace siempre desde un punto de observaci¨®n seguro y tambi¨¦n inveros¨ªmil, el rellano de una escalera por donde no pasa nadie m¨¢s, un ventanuco oportunamente situado, la rendija de una puerta o entre dos cortinas. Cuando veo una foto de Atget en la que hay un callej¨®n estrecho que lleva a un zagu¨¢n sobre el que est¨¢ colgado un letrero de hotel me acuerdo de las aventuras er¨®ticas del bar¨®n de Charlus o de su sobrino Robert de Saint-Loup, que se embozaban para visitar los prost¨ªbulos y sal¨ªan de ellos, dice Proust, con la actitud furtiva de mostrar el ¨¢ngulo de menos visibilidad posible, como queriendo reducirse a dos dimensiones. Muchos a?os despu¨¦s de la muerte de Proust en 1922 todav¨ªa perduraba un submundo de presuntos amantes suyos de alquiler, de rufianes a los que habr¨ªa protegido, testigos m¨¢s o menos dudosos que exig¨ªan dinero a los bi¨®grafos para contarles chismes de su vida er¨®tica.
Del Par¨ªs de Proust y del de Atget sabr¨ªamos mucho menos si ellos dos no se hubieran tomado el trabajo mani¨¢tico de documentarlo. En esos kioscos circulares en las esquinas de los bulevares Proust ve¨ªa de ni?o los carteles todav¨ªa brillantes de engrudo con el nombre de Sarah Bernhardt, y experimentaba precozmente el desequilibrio entre la fuerza anticipadora de la imaginaci¨®n y la incertidumbre sobre el cumplimiento del deseo, el desencanto intuido de una realidad que para ¨¦l nunca estuvo a la altura de sus fabulaciones. Al despertarse en su dormitorio burgu¨¦s forrado de cortinajes y terciopelos, Proust escuchaba cada ma?ana la sucesi¨®n de los pregones de los vendedores ambulantes, los parag¨¹eros, los m¨²sicos pedig¨¹e?os y ciegos: si no fuera por las fotos de Atget no sabr¨ªamos c¨®mo eran las caras y las ropas de esas personas para las que no hay sitio en ning¨²n relato hist¨®rico, transe¨²ntes del tiempo de los que no queda ning¨²n rastro. Proust, que ten¨ªa una sensibilidad musical m¨¢s sofisticada que casi cualquier otro escritor, dedica p¨¢ginas memorables al despertar de los sonidos de la ciudad, componi¨¦ndolos m¨¢s que describi¨¦ndolos, con una textura que parece de Debussy o de Wagner, de esos pasajes de Sigfried en los que se tiene la sensaci¨®n de estar de verdad adentr¨¢ndose en un bosque.
Como Proust, Atget es un testigo que se mantiene a cierta distancia del espect¨¢culo humano y sensorial que al mismo tiempo le obsesiona, y al que dedica ¨ªntegras todas las fuerzas de su imaginaci¨®n, las de su vida entera. Cargado con una vieja c¨¢mara de tr¨ªpode, fuelle y cortinilla negra que pesaba veinte kilos, Atget sal¨ªa a las calles con la primera luz del amanecer, no muy distinto por su aspecto de los buhoneros a los que retrataba. Su mundo social y el de Proust eran dos planetas lejanos entre s¨ª. Todav¨ªa adolescente Eug¨¨ne Atget empez¨® a trabajar como marinero en buques transatl¨¢nticos. Quiso luego ser actor y no lleg¨® a nada, papeles de tercer orden en compa?¨ªas de provincias. Parece mentira que alguien con un talento tan poderoso diera tantos rodeos hasta encontrar su vocaci¨®n. Intent¨® la pintura y tambi¨¦n fue un fracaso. Probablemente en la decisi¨®n de hacerse fot¨®grafo habr¨ªa algo de resignaci¨®n: no fot¨®grafo de sociedad, con estudio propio, sino proveedor de im¨¢genes para que pintores de poco relieve las copiaran en sus cuadros.
Poco a poco, ese trabajo sin porvenir se convirti¨® en una pasi¨®n. Atget ve¨ªa la ciudad no como un decorado, como un cat¨¢logo monumental, sino como un r¨ªo de lugares y vidas que estaba cambiando siempre, de lugares habituales en los que solo ¨¦l, al fijarse, encontraba algo memorable, en los que solo ¨¦l advert¨ªa con angustia la proximidad de la ruina: la ciudad popular y trabajadora, la de los pobres, los obreros, las prostitutas, la de las caras fantasmas que miran tras un cristal al fondo de un pasadizo, la de los descampados donde se levantan chabolas, atracciones baratas de feria, tiendas y barracones de circo.
Berenice Abbott lo retrat¨® casi al final de su vida y ten¨ªa un aspecto de viejecillo jovial y un poco ido, indiferente al conato tard¨ªo de celebridad con que lo halagaban los surrealistas, hacia los que no sent¨ªa ninguna afinidad. Le quisieron algunas fotos en su revista corporativa y ¨¦l acept¨® a cambio de que no mencionaran su nombre, lo cual no dejar¨ªa de desconcertar a aquella banda de se?oritos egoc¨¦ntricos. Comprendi¨® igual que Proust que el ¨²nico tema y la ¨²nica materia del arte es el tiempo. El mejor linaje de la fotograf¨ªa del siglo XX empieza con el nombre de Eug¨¨ne Atget.
Eug¨¨ne Atget. El viejo Par¨ªs. Fundaci¨®n Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 27 de agosto.
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