Final conocido
Jorge Sempr¨²n estaba sentado junto a la estanter¨ªa de una biblioteca casera. Se tomaba, me parece, un gin-tonic, y dej¨® la copa a un lado cuando se dio cuenta de que su cabeza blanca rozaba justamente con Palabra sobre palabra, la antolog¨ªa de quien fuera su casero m¨¢s ilustre en Madrid, ?ngel Gonz¨¢lez.
A Sempr¨²n le encantaban las casualidades; el azar, como dec¨ªan los p¨¢nicos de Fernando Arrabal, act¨²a en golpes de teatro; as¨ª que todo es aprovechable, todo era aprovechable para la literatura. A Sempr¨²n le parec¨ªa que aquella coincidencia era un mensaje pendiente de aquel Federico S¨¢nchez con el que hab¨ªa ingresado, clandestino en Madrid, en la casa del poeta, en el primer piso de un edificio de piedra que hay sobre una cafeter¨ªa legendaria, ante el entonces Ministerio de Obras P¨²blicas.
En Francia tuvieron a Sempr¨²n como un hijo propio. Aqu¨ª lo tuvieron como hijo pr¨®digo
Pues el poeta de esos versos que estaban sobre su cabeza esa noche veraniega de las afueras de Madrid era precisamente ?ngel Gonz¨¢lez. Veamos qu¨¦ le dice ?ngel a Federico, vino a decir, con la sorna que a veces le deten¨ªa a Sempr¨²n las carcajadas. Era un hombre jovial, de risa generosa, hasta que se le paraba en seco esa pituitaria y volv¨ªa a ser el hombre ensimismado que escribi¨® libros para entenderse a s¨ª mismo y para entender el viaje de Europa y el cruento y luego oscuro y despu¨¦s confuso y finalmente otra vez rasposo viaje de su propio pa¨ªs, el pa¨ªs de Juan Larrea, el pa¨ªs de Federico S¨¢nchez, el dificil¨ªsimo pa¨ªs de Jorge Sempr¨²n, lejos del cual ¨¦l muri¨® arrojando a¨²n m¨¢s s¨ªmbolo a su vida.
Pero est¨¢bamos en el instante en que el escritor, que ahora acaba de fungir como presidente de un jurado y comparte los lugares comunes de las noches literarias, agarra el libro de ?ngel que hab¨ªa en aquella biblioteca. Tom¨® el volumen en las manos y lo abri¨® por una p¨¢gina, la doscientos y pico. Me tem¨ª que ese fuera el poema, el de la p¨¢gina doscientos y pico (var¨ªa seg¨²n las ediciones, muy frecuentes, de Seix Barral), pues ?ngel Gonz¨¢lez mismo termin¨® harto de que le pidi¨¦ramos los amigos tantas veces ese recitado. Pues ah¨ª cay¨® Sempr¨²n, precisamente en Final conocido, acaso el mejor de todos los poemas ir¨®nicos que escribi¨® el a?orado ?ngel, casero de Federico.
Sempr¨²n se fij¨® en el poema, pidi¨® silencio alrededor, y los dem¨¢s le prestaron a ?ngel la atenci¨®n que requer¨ªa su viejo inquilino, que desde el asiento se hizo rapsoda: "Despu¨¦s de haber comido / entrambos doce n¨¦coras, / alguien dijo a Pilatos: / -?Y qu¨¦ hacemos ahora? ?l vacil¨® un instante y respond¨ªa / (educado, distante, indiferente): -Chico, t¨² haz lo que quieras. / Yo me lavo las manos".
Como si fuera un aplauso retrospectivo, como si con aquella carcajada quisiera ahuyentar los miedos que padeci¨® la madre de ?ngel cuando aquel ser misterioso de la lejan¨ªa ocup¨® la habitaci¨®n de hu¨¦sped de su hijo, Sempr¨²n llen¨® el ¨¢mbito de su risa abierta, tumultuosa.
Alg¨²n tiempo despu¨¦s se juntaron en un escenario que parec¨ªa simb¨®lico de la vida de los dos, la Residencia de Estudiantes. Sempr¨²n estaba en Madrid, presentando alg¨²n libro, y el lugar de los padres de los exiliados, y de los exiliados mismos, lo alojaba en un palomar ilustre en el que Sempr¨²n se mov¨ªa como Jorge por su casa. La casa de Jorge, por cierto, era espartana como ¨¦l; se pod¨ªa ir de Par¨ªs a cualquier parte en un segundo, y no hubiera necesitado ni maletas ni cartapacios, su equipaje era su memoria, quiz¨¢ como el equipaje cada vez m¨¢s delgado (ya entonces) de ?ngel. As¨ª que all¨ª estaban aquellos dos espartanos, disfrutando del sol airoso del Madrid de primavera, recordando aquel miedo de la madre (que se crey¨® que Sempr¨²n era un estudiante de Salamanca, sin perras y en Madrid) y aquella famosa metedura de pata del clandestino que no se enter¨® de que Di St¨¦fano era el m¨¢s importante futbolista del pa¨ªs cuya izquierda ¨¦l ven¨ªa a organizar sin que se enterara la polic¨ªa.
?ngel ri¨® siempre a media voz, y Sempr¨²n re¨ªa gritando, echando hacia atr¨¢s su cuerpo, su melena blanca. Entre los dos reconstruyeron aquella ¨¦poca; educados, comprometidos, alejados tambi¨¦n de la refriega que vivieron; comprometido con la misma causa que Jorge, ?ngel hab¨ªa corrido el riesgo de protegerlo, y alguna vez se corri¨® la rendija de la discreci¨®n porque Sempr¨²n pisaba la delicada l¨ªnea roja de la clandestinidad. "Pero fue un buen compa?ero de piso". Si se leen los libros de Sempr¨²n, sobre todo las memorias, se advierte cu¨¢nto tuvo que ver la poes¨ªa en la construcci¨®n de su esp¨ªritu, y cu¨¢nto el compromiso.
De eso hablaban, del compromiso, del sentido de pertenencia a un pa¨ªs cuyas trincheras, cre¨ªa Sempr¨²n, estaban en cualquier parte. Ni uno ni otro, ni aquel tiempo ni despu¨¦s, vivieron el azar de desandar sus compromisos, con la poes¨ªa, con la vida, entonces con el partido. Corrieron juntos un riesgo mayor que entonces minimizaban, riendo en el palomar de la Residencia, animados por las sombras ben¨¦ficas de aquellos ¨¢rboles. Ahora ambos son memorias, cenizas de un mismo pa¨ªs dif¨ªcil que despide con tanta ingratitud como recibe. El Museo del Prado rindi¨® ayer homenaje a Sempr¨²n, cuyo final fue en Francia, donde lo tuvieron como un hijo propio. Aqu¨ª lo tuvieron como hijo pr¨®digo. Cuando muri¨®, a las horas, ya alguien en este pa¨ªs lo llam¨® asesino. Espa?a que despide como quiere, no queriendo.
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