Burocracia del crimen
Necesitamos magnificar las causas de los hechos tr¨¢gicos. Porque si algo es inaudito o atroz nuestra imaginaci¨®n supersticiosa requiere que sus motivos est¨¦n a la altura de su resonancia: que los grandes estafadores o los mayores tiranos sean muy inteligentes y muy retorcidos, que los causantes de las guerras act¨²en empujados por formas extremas de maldad, que los peores cr¨ªmenes respondan a conspiraciones muy organizadas. Nos espanta el horror, pero quiz¨¢s nos espanta m¨¢s todav¨ªa la sospecha de que quienes lo han desatado actuaran por motivos mezquinos o triviales, incluso con cierta distracci¨®n. Necesitamos que las cosas hayan sucedido de acuerdo con alg¨²n plan grandioso, que haya proporci¨®n entre las causas y las consecuencias. Somos herederos de la idea cristiana de la predestinaci¨®n y de la mec¨¢nica de Newton: si algo sucedi¨®, era porque ten¨ªa que suceder, y el historiador ha de trazar la l¨ªnea de puntos de sus causas, como el astr¨®nomo calcula la ¨®rbita de un cuerpo celeste, o como el te¨®logo descubre con reverencia el plan divino. La posibilidad de la indeterminaci¨®n, del azar, del caos, de que hechos muy graves se puedan desatar por una combinaci¨®n casual de circunstancias m¨ªnimas, de proyectos fragmentarios, nos produce la misma desaz¨®n, en el fondo religiosa, de quienes no pod¨ªan aceptar hace cinco siglos que la Tierra gira en torno al Sol.
Luis Rosales lo describi¨® mejor que nadie: "Federico muri¨® porque era la pieza necesaria para la ambici¨®n pol¨ªtica de un cretino"
Porque Federico Garc¨ªa Lorca es uno de los poetas mayores del siglo pasado y porque su asesinato adquiri¨® r¨¢pidamente las dimensiones de un s¨ªmbolo necesitamos de manera instintiva magnificar en un grado equiparable las circunstancias en las que sucedi¨®, agrandar las sombras de sus asesinos, incluso los espacios f¨ªsicos que constituyeron el escenario simb¨®lico de la tragedia. Desde el principio la imaginaci¨®n quiere ampliarlo todo: "Se le vio caminar entre fusiles / por una calle larga", escribi¨® Antonio Machado, rellenando el espacio en blanco de los datos que le faltaban con dimensiones a la altura de la desgracia: el poeta desfila como en una procesi¨®n de su propio calvario. Pero en realidad la calle, las calles por las que lo llevaron, en el coraz¨®n de Granada, son estrechas y cortas, y los lugares de su cautiverio est¨¢n muy cerca unos de otros, y quienes lo detuvieron y lo llevaron al edificio del gobierno civil eran muy pocos, igual que quienes lo hicieron luego subir al coche camino de un paraje desolado no muy lejos de la ciudad, una noche de agosto. Imaginamos, con la ayuda de los bi¨®grafos, y de nuestro h¨¢bito de exageraciones visuales, la casa de la familia Rosales en la calle de Angulo rodeada de guardias y paisanos armados, fusiles en las esquinas, en las terrazas y en los tejados. Para agravar el drama con un matiz de cotidianidad hay quien recuerda que al poeta lo sacaron en pijama a la calle: Lorca despeinado y como reci¨¦n arrancado de la cama, Cristo entre los sayones en la primera estaci¨®n del viacrucis, el coche negro que arranca lleno de hombres armados. Con el paso de los a?os y la muerte de los testigos los detalles que importar¨ªan tanto ya son irrecuperables: en otra versi¨®n Lorca sale vestido de casa de la familia Rosales, con chaqueta y corbata, pero la corbata se la ha puesto demasiado r¨¢pida y torpemente y la lleva colgando sobre la camisa.
De todo este repertorio visual y narrativo, uno de los pocos elementos que parecen seguros es el coche, uno solo, que se detuvo hacia mediod¨ªa en la acera de la calle y del que bajaron tres hombres. El investigador Miguel Caballero P¨¦rez los identifica a los tres y hasta sabe el modelo: un Oakland, matriculado en Granada, un coche amplio de carrocer¨ªa enf¨¢tica, acorde sin duda con el car¨¢cter de su due?o, Jos¨¦ Luis Trescastro, cacique bravuc¨®n de la Vega, gerifalte de la Acci¨®n Popular de Gil Robles, muy vinculado a esos parientes de la familia Garc¨ªa Lorca que manten¨ªan antiguos rencores hacia ella. Durante muchos a?os, este Trescastro se vanaglori¨® en p¨²blico de haber matado al poeta, a?adiendo los pertinentes pormenores de groser¨ªa vengativa. Era un canalla, pero tambi¨¦n un embustero, porque no volvi¨® a ver al poeta despu¨¦s de entregarlo en el gobierno civil. De las tres caras que vio Lorca al subir al autom¨®vil Oakland -lo imaginamos negro, pero tambi¨¦n eso es arbitrario: los hab¨ªa azul celeste, verde botella, amarillo- las otras dos eran tambi¨¦n de dos perfectas nulidades: un maestro falangista que se hab¨ªa unido al grupo por curiosidad o azar en el ¨²ltimo momento, y el exdiputado derechista Ram¨®n Ruiz Alonso, el m¨¢s conocido en aquel reparto de vileza, un resentido, un demagogo sin ¨¦xito, un fantoche pol¨ªtico de tercera fila, uno de esos idiotas entre atolondrados y obsesivos que son capaces de provocar desastres muy por encima de su ¨ªnfima estatura. Luis Rosales, que sab¨ªa de lo que hablaba, lo describi¨® mejor que nadie: "Federico muri¨® porque era la pieza necesaria para la ambici¨®n pol¨ªtica de un cretino".
Miguel Caballero no tiene ninguna propensi¨®n, ni para bien ni para mal, a los vuelos literarios. Su libro, Las trece ¨²ltimas horas en la vida de Garc¨ªa Lorca, progresa con la monoton¨ªa de un informe administrativo, agregando pormenores de lugares, de horas, de nombres, reproduciendo la prosa entre obtusa y criminal de la burocracia fascista, desmenuzando las biograf¨ªas de cada uno de los verdugos en certificados de nacimiento y defunci¨®n y expedientes administrativos, a veces acompa?ados por fotos borrosas de carn¨¦ que de pronto nos estremecen porque vemos en ellas las ¨²ltimas caras que mir¨® antes de morir Federico Garc¨ªa Lorca. Dos de los ejecutores, miembros desleales de la Guardia de Asalto, hab¨ªan ganado premios en los concursos de tiro de las fiestas del Corpus de ese mismo a?o, solo dos meses atr¨¢s. Otro de ellos, con una cara tosca de cabo chusquero, posa en una foto hacia finales de los a?os cuarenta muy arreglado y del brazo de su hija, que viste de mantilla. Pero el que m¨¢s miedo da tiene la nariz chata, la cara redonda, los p¨¢rpados ca¨ªdos, la boca carnosa y sonriente, Antonio Benavides Benavides, que tuvo en la posguerra un porvenir de polic¨ªa juerguista, tah¨²r y putero, y que cuando se emborrachaba se envanec¨ªa de haber dado dos tiros en la cabeza al "Cabez¨®n".
Otros, sin manejar armas, abogados decentes, unos hermanos Jim¨¦nez Parga que con el tiempo se permitieron la peque?a vanidad de unirse los apellidos, confeccionaron listas en las oficinas del gobierno civil, a?adieron o quitaron nombres, firmaron vales de gasolina para los coches que recorr¨ªan la ciudad de d¨ªa y de noche: la ciudad peque?a, en la que no hab¨ªa distancias, en la que se comprimen los escenarios y los tiempos del crimen: los pocos minutos que tardar¨ªa Lorca en llegar desde la Huerta de San Vicente hasta la casa de los Rosales, los pocos cientos de metros que separaban ese refugio ¨²ltimo de la puerta de atr¨¢s del gobierno civil, y que podr¨ªan haber hecho f¨¢cilmente a pie. Y el poeta muerto de miedo comprendiendo poco a poco que en esos lugares sin relieve y entre aquellas caras conocidas y vulgares, de desprecio y odio provinciano, de probable sarcasmo ante su vulnerabilidad de paisano c¨¦lebre y ahora humillado -qu¨¦ se habr¨¢ cre¨ªdo ese- , estaba viviendo las ¨²ltimas horas de su vida.
Las trece ¨²ltimas horas en la vida de Garc¨ªa Lorca. El informe que da respuesta a todas las inc¨®gnitas sobre la muerte del poeta: ?qui¨¦n orden¨® su detenci¨®n?, ?por qu¨¦ le ejecutaron?, ?d¨®nde est¨¢ su cuerpo? Miguel Caballero P¨¦rez. Pr¨®logo de Emilio Ruiz Barrachina. La Esfera de los Libros. Madrid, 2011. 262 p¨¢ginas. 20 euros. antoniomu?ozmolina.es
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