T¨² espera sentado
Como suele decirse, no te casas s¨®lo con la persona amada sino con su familia y al conocer ¨¦sta conoces tambi¨¦n, por v¨ªa refleja, la tuya propia: aqu¨ª el conocimiento redunda en autoconocimiento porque el contraste ilumina la esencia. En mi caso, al intimar con mi familia pol¨ªtica, tan activa, din¨¢mica y servicial, comprend¨ª hasta qu¨¦ punto la que form¨¢bamos mis padres y hermanos era, en comparaci¨®n, de costumbres exc¨¦ntricas. Por ejemplo, en mi casa era normal, despu¨¦s de comer, que cada uno se llevara un libro al sal¨®n de estar y que permaneci¨¦ramos todos sentados en muelles sof¨¢s y sillones leyendo horas y horas a pesar del ruido que produc¨ªa el televisor encendido al que nadie prestaba atenci¨®n. Pasado mucho tiempo, quiz¨¢ toda la tarde, uno de nosotros, cansado, se levantaba para desentumecerse los m¨²sculos y en ese minuto le llov¨ªan al desprevenido encargos de todos los dem¨¢s: "Ya que te has levantado..." (y segu¨ªan solicitudes de la cocina, el dormitorio o el garaje). Eran los tiempos felices en que nos dejaban ser la perfecta encarnaci¨®n del Dios aristot¨¦lico: ese "motor inm¨®vil" que, sin moverse, moviliza a todos los entes a su alrededor. En suma, descubr¨ª que mi familia es decididamente sedentaria. Y a mucha honra.
Estar sentado. Sentarse, sentirse. Me siento y al punto se abre la flor flagrante de mi intimidad, de la que gozosamente tomo posesi¨®n. Comparece ante m¨ª el mundo entero y me embriaga una pasi¨®n po¨¦tica y abstracta que no remite a un objeto concreto sino a esa totalidad en presencia. Cuando somos j¨®venes creemos que podemos apresar el mundo en una ¨²nica imagen o plan de acci¨®n, mientras que, despu¨¦s, la experiencia nos ense?a que la realidad se compone de fragmentos que no se dejan ensamblar y vemos las cosas separadas donde antes las ve¨ªamos juntas. La juventud es, pues, sint¨¦tica, y la madurez anal¨ªtica: de ah¨ª el placer de sentarse y tratar de recomponer esos trozos sueltos de lo real para, como hace el arte, restituirlos a su unidad originaria, donde son eternamente j¨®venes. A veces me siento junto a la ventana y contemplo en la calle peatones y coches en agitaci¨®n incesante, desplaz¨¢ndose sin parar. Mientras me arrellano en mi amena poltrona el espect¨¢culo urbano me inspira una meditaci¨®n filos¨®fica: "?Ad¨®nde ir¨¢ toda esta gente? ?No eran felices donde estaban? ?Est¨¢n seguros de estar mejor en el lugar de destino?". Y me acuerdo del inicio del libro II de De rerum natura, cuando Lucrecio contempla desde la altura, sin inquietarse, c¨®mo se afanan los mortales "buscando un camino a su vida sin rumbo". Su maestro, Epicuro, que hizo del placer -en el sentido de gozo o alegr¨ªa de vivir- el meollo de su ¨¦tica y recomendaba no tanto vivir muchos d¨ªas sino vivirlos buenos y placenteros, distingu¨ªa entre dos clases de placeres, los cin¨¦ticos (movimientos del alma como el amor o el deseo) y los catast¨¦nicos, inm¨®viles o pasivos, y recomendaba intensamente cultivar los segundos.
Entre ellos, el placer de sentarse a la mesa. Junto al recogimiento de quien se halla sentado en soledad hay que poner el goce de compartir comida y bebida con amigos. En la comensalidad est¨¢ el origen de la sociabilidad humana. Entre los m¨¢s grandes progresos de la humanidad se halla la decisi¨®n de determinados pueblos, hace casi 10.000 a?os, de hacerse sedentarios para dedicarse a la agricultura. Esos pueblos n¨®madas, guerreros y b¨¢rbaros, cambiaron las armas por el arado y as¨ª nacieron las ciudades y, con la urbanizaci¨®n de la tierra, la urbanidad, la cultura y la civilizaci¨®n occidental. Desde entonces los hombres gustan de reunirse en torno a una mesa bien servida porque ese placer de estar sentados juntos es una forma de celebraci¨®n de la vida. El simposio griego es s¨®lo una de sus m¨¢s nobles manifestaciones.
Hoy se nos exhorta por todas partes a que seamos din¨¢micos y "energ¨¦ticos" y a tener el mayor n¨²mero posible de experiencias: amar muchas mujeres, viajar por muchos pa¨ªses, probar para¨ªsos artificiales, atreverse con excesos nocturnos y en general mudar, anhelar novedades y sorpresas, romper rutinas. Ahora bien, una cosa es acumular experiencias (en plural) y otra tener aut¨¦ntica experiencia de la vida (en singular) y esto ¨²ltimo no depende de entregarse a una trepidaci¨®n vital m¨¢s o menos atolondrada. Hombres de rutinas, que apenas salieron de su peque?a poblaci¨®n natal, fueron S¨®crates, Tintoretto y Kant, y pese a ello, nadie negar¨¢ que los tres conocieron hondamente lo esencial humano, aunque hay que decir que el primero fue culo de mal asiento. Muchas veces las rutinas son las precondiciones del gozo. No hay viaje semejante al de autopertenecerse ni experiencia m¨¢s profunda que la de vivir y envejecer con plena consciencia de hacerlo, y esto es privilegio del homo sedens. Goethe escribi¨®: "En el principio era la acci¨®n" para contradecir el evangelio de san Juan, que empieza diciendo: "En el principio era el logos". Yo pienso que est¨¢ sobrevalorado el ciego activismo y sin duda prefiero Patmos a Weimar. Porque cuando me siento exclamo: "Et in Arcadia ego" y me figuro que pocos son los males que hay que temer estando en esa deliciosa posici¨®n.
Envejecer es un inconveniente, pero, entre tantos aspectos negativos, hay uno muy esperanzador: la perspectiva de volver a ser motor inm¨®vil como en mi infancia. Afortunadamente, nadie pretende que los viejos sean hiperactivos. Tantos a?os afectando un activismo din¨¢mico que en realidad no poseo, aprovechar¨¦ mi ancianidad para sentarme a mi sabor, sin reproches. Y cuando trate de imaginarme c¨®mo ser¨ªa una vida eterna, recordar¨¦ la imagen que una vez evoc¨® el olvidado Eugenio D'Ors, quien confiaba verse a s¨ª mismo alg¨²n d¨ªa "sentado en una nube haciendo dulces objeciones al creador", siendo, por supuesto, lo m¨¢s interesante de esta bienaventuranza la expectativa de permanecer sentado por los siglos de los siglos.
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