Qu¨¦ sab¨ªa y qu¨¦ hizo la Rep¨²blica el 18 de julio
Pese a disponer de informaci¨®n policial sobre los preparativos golpistas, el Gobierno no supo qu¨¦ camino tomar tras la sublevaci¨®n. Cuando los partidos cayeron en la cuenta de que era necesario un Gabinete de unidad, los rebeldes controlaban ya m¨¢s de la mitad del territorio
Todo el mundo hablaba de ella, pero, al final, la rebeli¨®n militar de julio de 1936 constituy¨® para todos, incluso para quienes hab¨ªan conspirado o trabajado por ella, un acontecimiento asombroso en su magnitud, incierto en su desarrollo. Todo el mundo la esperaba, pero nadie hab¨ªa previsto que la rebeli¨®n se convirtiera, por no triunfar pero tambi¨¦n por no ser aplastada, en p¨®rtico de una revoluci¨®n y comienzo de una guerra. Que la rebeli¨®n militar no triunfara se debi¨®, en sustancia, a la incompetencia de los conspiradores, a sus improvisaciones, divisiones y vacilaciones; pero que no fuera aplastada se debi¨®, en primer lugar, a la incompetencia del Gobierno y a la pol¨ªtica de esperar y ver seguida, hasta el d¨ªa de su estallido, por las fuerzas que lo apoyaban.
1. La esperaEl Gobierno de la Rep¨²blica, presidido por Santiago Casares Quiroga, celebr¨® su acostumbrada reuni¨®n el viernes, 10 de julio de 1936. El ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los R¨ªos, entreg¨® al presidente unas notas con abundante documentaci¨®n sobre las conversaciones captadas por la polic¨ªa entre los militares que conspiraban contra la Rep¨²blica. La sublevaci¨®n militar, dijo el presidente a los reunidos, puede ser inmediata, quiz¨¢s ma?ana o pasado. Se quedaron todos perplejos ante la noticia, m¨¢s a¨²n cuando Casares les inform¨® de las largas horas de meditaci¨®n que el presidente de la Rep¨²blica, Manuel Aza?a, y ¨¦l mismo hab¨ªan dedicado al seguimiento de la conspiraci¨®n. Aza?a y Casares decidieron, ante esos informes, que solo exist¨ªan dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detenci¨®n inmediata de todos los implicados o esperar que la conspiraci¨®n estallase para yugularla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento ven¨ªa pesando sobre la Rep¨²blica. Optaron por la segunda.
Esperar que la sublevaci¨®n se produjera para yugularla fue lo que en agosto de 1932 hab¨ªan decidido tambi¨¦n Manuel Aza?a, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernaci¨®n, ante los informes policiales sobre una inminente rebeli¨®n encabezada por el general Sanjurjo. Esa era su experiencia en rebeliones militares y esa fue su invariable posici¨®n desde que, a ra¨ªz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, corrieron rumores y circularon noticias sobre una nueva, y m¨¢s amplia, conspiraci¨®n militar. Mejor, esperar a que diera la cara. Ellos la conoc¨ªan y hab¨ªan tomado medidas preventivas que consideraron suficientes para desarticularla: algunas detenciones, varios cambios de destino, ascensos, nombramientos al frente de la Guardia Civil y de la secci¨®n de Asalto de la Polic¨ªa Gubernativa; ellos dejaron que los implicados m¨¢s notorios siguieran adelante con sus planes; ellos cre¨ªan tener en mano los resortes de poder suficientes para sofocar la rebeli¨®n, cuya m¨¢xima direcci¨®n se atribu¨ªa otra vez a Sanjurjo, inmediatamente que se produjera.
Esta l¨ªnea estrat¨¦gica era compartida por los partidos del Frente Popular, ha recordado Manuel Tag¨¹e?a (comunista y destacado estratega militar durante la Guerra Civil); como lo era tambi¨¦n por los anarquistas y sindicalistas de la FAI y la CNT, que esperaban la sublevaci¨®n militar para "salir a la calle a combatirla por las armas". La reiterada negativa de Francisco Largo Caballero a incorporar al PSOE a un gobierno de coalici¨®n bajo presidencia socialista se basaba en la obcecada seguridad de que cuando los republicanos fracasaran y se vieran obligados a dimitir, todo el poder vendr¨ªa a sus manos. El guion de la llegada en solitario de los socialistas al Gobierno contemplaba, como fase intermedia, un movimiento de la derecha para conquistar violentamente el poder. Y si Casares, ante las noticias que le llegaban, hab¨ªa optado por esperar, Largo Caballero, ante los informes de inminente rebeli¨®n respond¨ªa: si los militares "se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den". Que lo den, porque a la clase obrera unida nadie la vence.
De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebeli¨®n, los primeros repiti¨¦ndose que era necesario que el grano estallase para as¨ª extirparlo mejor; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abrir¨ªa a la clase obrera las puertas del poder cabalgando sobre una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Las voces de alerta que llegaban de gentes m¨¢s cautas cayeron en o¨ªdos sordos. No hab¨ªa m¨¢s que esperar.
2. La resistenciaUna semana despu¨¦s, el viernes, 17 de julio, Santiago Casares inform¨® al Consejo de Ministros de que la rebeli¨®n, tan esperada por todos, hab¨ªa triunfado en Melilla y que era de temer su triunfo en el resto de las plazas de ?frica. Hab¨ªa terminado la espera, los rebeldes hab¨ªan salido a la calle y se hab¨ªan hecho r¨¢pidamente con el control de la situaci¨®n, pero el Gobierno, sin saber qu¨¦ hacer, se limit¨® a publicar en la ma?ana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedici¨®n por sofocada. Por la tarde, Casares convoc¨® a consulta en consejillo a los ministros, al presidente de las Cortes, Diego Mart¨ªnez Barrio, y a los dirigentes de las dos facciones en las que hab¨ªa quedado dividido y bloqueado el partido socialista, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. La rebeli¨®n, mientras tanto, se hab¨ªa extendido por la pen¨ªnsula, sin que los comunicados sobre su control ni el decreto licenciando a las tropas de las guarniciones sublevadas hubieran servido m¨¢s que para confundir en unos casos y paralizar en otros a los gobernadores civiles, que trataban de contenerla por medio de las escasas fuerzas de orden p¨²blico y de militares leales bajo sus ¨®rdenes.
De manera que lo que el Gobierno ten¨ªa a la vista en la tarde del s¨¢bado, d¨ªa 18, exced¨ªa con mucho lo esperado; m¨¢s a¨²n, lo que ocurr¨ªa en ?frica y lo que se hab¨ªa extendido a la pen¨ªnsula daba la medida de la estrategia suicida seguida por el Gabinete y los partidos y sindicatos que le serv¨ªan de apoyo al haber confiado todo a la acci¨®n de las fuerzas de polic¨ªa y Guardia Civil o a los efectos taumat¨²rgicos de una huelga general. Los rebeldes, que tal vez creyeron en un primer momento que bastar¨ªa con un pronunciamiento al viejo estilo, comenzaron a matar a mansalva cuando tropezaron con los primeros obst¨¢culos: decenas de militares fueron asesinados por sus compa?eros de armas en las primeras horas de la rebeli¨®n. Y cuando se comienza matando a los compa?eros de acuartelamiento o asesinando a los superiores en el mando, no hay marcha atr¨¢s: al salir de los cuarteles a la calle, se sigue matando o se muere en el empe?o.
Ante la evidencia de que aquella rebeli¨®n nada ten¨ªa que ver con un pronunciamiento al estilo de Primo de Rivera o de Sanjurjo, el presidente del Gobierno no supo qu¨¦ camino tomar, salvo el de la dimisi¨®n. Militantes de sindicatos, partidos, juventudes y milicias hab¨ªan comenzado a echar mano a pistolas y fusiles y a salir ellos tambi¨¦n a la calle para resistir en grupos informales a la acci¨®n subversiva de los militares. Exig¨ªan armas aunque nadie en el Ejecutivo estaba dispuesto a entregarlas. M¨¢s a¨²n: Manuel Aza?a, ante la dimisi¨®n de Santiago Casares, trat¨® de formar un Gobierno de "unidad nacional", desde Miguel Maura por la derecha a Indalecio Prieto por la izquierda, presidido por Mart¨ªnez Barrio, con suficiente autoridad para negociar con los cabecillas de la rebeli¨®n. Maura rechaz¨® la oferta y Prieto consult¨® con su partido, que le volvi¨® a negar su autorizaci¨®n. Mart¨ªnez Barrio sigui¨® adelante, solo para recibir de los rebeldes la respuesta de que era tarde, muy tarde, y ser acusado de traici¨®n por los leales en una multitudinaria manifestaci¨®n que exig¨ªa su dimisi¨®n en la ma?ana del domingo 19. Dimiti¨® pues, a las seis horas de formar su Gobierno, dejando en manos de Manuel Aza?a la dram¨¢tica decisi¨®n de distribuir armas a grupos ya armados o renunciar a la m¨¢xima magistratura de la Rep¨²blica.
3. La revoluci¨®nAza?a opt¨® esta vez por lo primero. Habl¨® por tel¨¦fono con Lluis Companys y recibi¨® una respuesta tranquilizadora: la rebeli¨®n est¨¢ vencida en Barcelona, le dijo el presidente de la Generalitat; s¨®lo quedaba un n¨²cleo de resistencia en la antigua Capitan¨ªa General. Sin tiempo ni raz¨®n para abrir las reglamentarias consultas, el presidente de la Rep¨²blica convoc¨® al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sintieran comprometidos en la f¨®rmula que se adoptase. La respuesta fue desalentadora: no habr¨¢ Gobierno de unidad. De la reuni¨®n saldr¨¢ su correligionario y amigo Jos¨¦ Giral investido como presidente de un Gabinete similar a los anteriores en su composici¨®n exclusivamente republicana. Largo Caballero, que tambi¨¦n hab¨ªa acudido a la cita, rechaz¨® por tercera vez la participaci¨®n socialista y s¨®lo prometi¨® su apoyo a Giral bajo la condici¨®n de que procediera a repartir armas a los sindicatos.
Parad¨®jicamente -es Manuel Tag¨¹e?a quien habla de nuevo- la sublevaci¨®n militar hab¨ªa desencadenado la revoluci¨®n que pretend¨ªa impedir, y el poder efectivo pas¨® a manos de los grupos armados, anarquistas, socialistas y comunistas, que engrosaron r¨¢pidamente sus filas. El Gobierno republicano se mantuvo en pie, pero la Rep¨²blica se eclips¨®, hu¨¦rfana de poder. En el exterior, el nuevo Gobierno, que envi¨® emisarios a Francia para gestionar la compra de armas, tropez¨® de inmediato con la farsa de la no intervenci¨®n. En el interior, el poder del Estado se desvaneci¨® ante la patrulla que, en cada localidad, controlaba la salida y entrada de forasteros o que en las calles de la ciudad deten¨ªa a los transe¨²ntes y les exig¨ªa la documentaci¨®n, cumpliendo funciones de polic¨ªa, de juez y de verdugo sin control superior alguno. Era un nuevo poder, fragmentado, atomizado, cuyo alcance terminaba en las afueras de cada pueblo o en las calles de cada ciudad. Un poder que fue capaz de aplastar la sublevaci¨®n all¨ª donde pudo contar con la colaboraci¨®n de miembros de las fuerzas armadas y de orden p¨²blico, como hab¨ªa ocurrido en Barcelona, Madrid o Valencia, pero incapaz de hacer frente a los rebeldes all¨ª donde los guardias civiles y los polic¨ªas tomaron tambi¨¦n el camino de la rebeli¨®n.
Constituir¨ªa, sin embargo, un error atribuir al reparto de armas el origen de esta revoluci¨®n, sobrada de fuerza para destruir, carente de unidad, de direcci¨®n y de prop¨®sito para construir un firme poder pol¨ªtico y militar sobre lo destruido. Ante todo, porque desde la tarde del mismo d¨ªa 18, autom¨®viles y camionetas "erizados de fusiles" hab¨ªan comenzado a circular por las calles de Madrid y Barcelona. De hecho, en Catalu?a, la CNT y la FAI festejaron el 18 de julio como el d¨ªa de la revoluci¨®n m¨¢s hermosa que hab¨ªan contemplado todos los tiempos. No fue el reparto de armas, fue la rebeli¨®n militar que, como escribi¨® Vicente Rojo [jefe del Estado Mayor republicano], pulveriz¨® en sus fundamentos jur¨ªdicos y morales la autoridad del Estado, lo que abri¨® ancho campo a una revoluci¨®n movida en las primeras semanas por el prop¨®sito de liquidar f¨ªsicamente al enemigo de clase, comprendiendo en esta denominaci¨®n al Ej¨¦rcito, la iglesia, los terratenientes, los propietarios, las derechas o el fascismo; una revoluci¨®n que so?aba edificar un mundo nuevo sobre las humeantes cenizas del antiguo.
El da?o para la Rep¨²blica fue que esa revoluci¨®n, en manos de grupos armados con pistolas, fusiles y algunas ametralladoras, era por su propia naturaleza impotente para oponer una defensa eficaz del territorio all¨ª donde los rebeldes dispon¨ªan de tropas para pasar a la ofensiva. Los militares lo entendieron enseguida y buscaron en la Italia fascista y la Alemania nazi los recursos necesarios para convertir su rebeli¨®n, que no fracasaba del todo pero que tampoco acababa de triunfar, en una guerra civil. A los partidos, sindicatos y organizaciones juveniles que resistieron la rebeli¨®n les cost¨® m¨¢s tiempo, y no pocas luchas internas, convencerse de que la revoluci¨®n sucumbir¨ªa si el resultado de la guerra era la derrota. Para cuando lo entendieron y se incorporaron al Gobierno con el prop¨®sito de iniciar una pol¨ªtica de reconstrucci¨®n del Ej¨¦rcito y del Estado, la Rep¨²blica, abandonada por las potencias democr¨¢ticas, hab¨ªa perdido ya m¨¢s de la mitad de su territorio.

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