Mi ¨²ltimo columpio
Dotado al fin de vello p¨²bico y unas g¨®nadas feroces, echo la vista atr¨¢s y regreso al fecundo secreto de mis 12 a?os, un lugar repleto de revistas guarras y atisbos de que todo es humo y vanidad. Es justo que sexo y muerte vayan de la mano, pues en el fondo trabajan sobre id¨¦ntico motivo: la aniquilaci¨®n de la voluntad. Sarcasmos al margen, ser¨ªa terrible descubrir que esa polilla de luz que nos atormenta cada noche, bajo la piel mojada, es solo otra cara amable de la divinidad, un epifen¨®meno de nuestra di¨¢fana conciencia de maristas y salesianos. Pero el consuelo nos asiste: a escasas manzanas de la nada, habita el deseo. Afortunadamente, la redenci¨®n solo existe en la literatura de Graham Greene, y yo perd¨ª la fe en el catolicismo y en los escritores ingleses antes de dejar el instituto. Soy ateo y filokafkiano, por ese orden.
Empec¨¦ con buen pie. La primera chavala que me rob¨® el sue?o, y cuyo nombre dej¨¦ escrito en todos los pupitres del sexto curso, ha perdurado en el recuerdo a pesar de sus actuales perfiles de matrona felliniana. El Tiempo ha da?ado al Icono, pero no su Mensaje. Todav¨ªa hoy, cuando la veo del brazo de su marido y luciendo con abnegaci¨®n su cofre de ¨¦xitos (hace perfumes para la industria qu¨ªmica: es una artista de la seducci¨®n), conservo hacia ella la atracci¨®n suicida de quien jam¨¢s goz¨® de su calidez. Una noche me exigi¨® un beso frente a un columpio; yo no supe qu¨¦ hacer con la lengua. M¨¢s tarde, en las cunetas de la edad, descubr¨ª por qu¨¦ raz¨®n ella escogi¨® aquel parque y aquel juguete. Ella sab¨ªa ya de la importancia de los s¨ªmbolos.
Sufr¨ª; s¨ª, sufr¨ª lo justo para sentirme un poco solemne y un poco asustado de mi solemnidad. Con 12 a?os y la polla mecida por vientos y tempestades, cuando las ma?anas de domingo me manchaba codos y rodillas en un lodazal de puercos, la ve¨ªa pasar a ella en mitad de un regate, magre¨¢ndose con fulanos mucho mayores que yo. Qu¨¦ astuta era. Y qu¨¦ hermosa y c¨¢ndida en el dolor que me inflig¨ªa, mientras se dejaba tocar en el gol norte en el instante preciso en que mi zurda, ese ob¨²s legendario, dibujaba su arco demoledor en el aire invernal y la pelota se estrellaba con estr¨¦pito y para desesperaci¨®n de mis viejos en mitad del larguero. Cada noche, sin remedio, hab¨ªa que volver a los afiches mancillados pero democr¨¢ticos de Mar¨ªa Jos¨¦ Cantudo y Agatha Lys. Ellas s¨ª que han sido fieles a mi menda.
De tanto agravio extraje sin embargo una ense?anza nada desde?able. Comenc¨¦ a aprender lo que los lugares comunes y la historia sagrada de los pueblos se empe?an en desmentir; a saber: que son las personas que pasan, y no las que quedan, las que juegan el papel central en nuestras vidas, y que el importante no es jam¨¢s el primer columpio, sino siempre el ¨²ltimo.
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