Montgomery Clift: combate contra la m¨¢scara
Ten¨ªa los ojos grandes, grises, hipn¨®ticos. Con una sola mirada pod¨ªa expresar inteligencia, desesperaci¨®n, cualquier anhelo o ¨ªntimo deseo en sucesiones r¨¢pidas, a veces superpuestas. Ese fue su poder. Hay que recordar la forma con que fij¨® sus ojos en Shelley Winters antes de asesinarla o la mirada de reojo llena de fascinaci¨®n y de asombro al ver por primera vez a Elizabeth Taylor en la pel¨ªcula Un lugar en el sol. Montgomery Clift era aquel soldado yanqui de Los ¨¢ngeles perdidos, que salv¨® a un ni?o alem¨¢n extraviado entre los escombros de Berl¨ªn para devolverlo a la civilizaci¨®n, como una met¨¢fora de la paz. Era aquel cura de Yo confieso, dispuesto a guardar contra la propia condena el nombre del asesino que le fue revelado bajo el secreto de confesi¨®n. Era aquel joven elegante y suave, que esperaba a Olivia de Havilland con una expresi¨®n ambigua de cazadotes enamorado al pie de la escalera de su mansi¨®n de Washington Square, en la pel¨ªcula La Heredera. Era aquel marine obstinado que se negaba a boxear y que hizo sonar su corneta en un estremecedor toque de silencio en De aqu¨ª a la eternidad. No hab¨ªa en Hollyvood ning¨²n actor al que le sentara tan bien el esmoquin, la sonrisa herm¨¦tica y un whisky en la mano. Monty era tan condenadamente real en la pantalla -dec¨ªa Fred Zinnemann- que la gente no cre¨ªa que fuese un actor profesional. Todas las convulsiones del esp¨ªritu siguieron aflorando en sus ojos, aun despu¨¦s del accidente de autom¨®vil que destruy¨® su bello e impenetrable rostro, pero el feroz combate entre su alma y la m¨¢scara hab¨ªa comenzado.
El ¨¦xito suele ir acompa?ado primero de ansiedad, despu¨¦s llegan el insomnio, las pastillas, las drogas y finalmente la atracci¨®n del abismo
En aquel tiempo era el actor que disputaba el primer puesto a Marlon Brando. Los dos hab¨ªan pasado por Actor's Studio. Cuando coincid¨ªan en las reuniones se creaba una gran expectaci¨®n -dec¨ªan las muchachas de la academia-. No sab¨ªan a quien de los dos mirar primero. "Marlon pose¨ªa un magnetismo animal y las conversaciones cesaban cuando se acercaba a un grupo; Monty, por su parte, era la elegancia personificada". Los dos se vigilaban de cerca, se admiraban. Monty fue el primero en negarse a las normas de Hollywood que pretend¨ªan encasillarlo como un h¨¦roe rom¨¢ntico convencional.
El ¨¦xito suele ir acompa?ado primero de ansiedad, despu¨¦s llegan el insomnio, las pastillas, Nembutal, Doriden, Luminal, Seconal, las drogas potenciadas por el alcohol y finalmente aparece la atracci¨®n del abismo, que es la adicci¨®n m¨¢s potente. Este trayecto lo recorri¨® Montgomery Clift a conciencia. Exhib¨ªa su homosexualidad como una sofisticada herida. "No lo entiendo, en la cama quiero a los hombres, pero realmente amo a las mujeres", dec¨ªa. Con Elizabeth Taylor manten¨ªa una relaci¨®n ¨ªntima, en absoluto sexual. Al principio era suavemente alcoh¨®lico, suavemente drogadicto, con el control suficiente para atemperar la presi¨®n de la fama. Y estaba en la cumbre cuando se le atravesaron los dioses en su camino. Sucedi¨® en el amanecer del 12 de julio de 1956, despu¨¦s de una cena en la mansi¨®n de Liz Taylor en Coldwater Canyon, Malib¨², adonde Monty hab¨ªa acudido con desgana, sin afeitarse siquiera, despu¨¦s de haber recibido cinco llamadas de su amiga que insist¨ªa en verle aquella noche. Hab¨ªa muchos amigos. All¨ª estaba Rock Hudson, Kevin McCarthy, Jack Larson. Bebieron. Pusieron discos de Sinatra y de Nat King Cole. Bailaron. De madrugada la bruma que ascend¨ªa del oc¨¦ano hasta las colinas de Bell Air se enroscaba en la tortuosa carretera de bajada hasta Sunset Boulevard. Despu¨¦s de la fiesta Monty, bastante bebido, se sent¨ªa incapacitado para llegar a casa si el coche de Kevin McCarthy no iba delante para guiarlo. Hubo un momento en que su amigo vio por el retrovisor una nube de polvo. Monty hab¨ªa tenido un accidente. Kevin retrocedi¨® en su ayuda. Llam¨® a Liz Taylor. Cuando llegaron los amigos al lugar del siniestro, a la luz de los faros encontraron la carretera llena de vidrios, el coche empotrado en un poste de tel¨¦fonos y el rostro de Monty aplastado contra el salpicadero. Liz Taylor trep¨® hasta el interior del veh¨ªculo, puso la cabeza de Monty sobre su regazo y la sangre le manch¨® el vestido de seda. Estaba vivo, pero ten¨ªa la nariz rota, la mand¨ªbula destrozada, una profunda herida en la mejilla izquierda y el labio superior partido. Le hab¨ªan saltado varias muelas y Liz tuvo que extraerle el resto de la dentadura incrustada en la garganta para que no se asfixiara.
Montgomery Clift sobrevivi¨® al accidente y aun vivi¨® diez a?os m¨¢s, incluso un d¨ªa le regal¨® a su amiga uno de aquellos dientes como recuerdo, pero realmente su muerte se produjo aquella noche mientras se desangraba en el regazo de Liz Taylor. En ese tiempo estaban rodando juntos El ¨¢rbol de la vida, una pel¨ªcula sobre la guerra de Secesi¨®n, en la que la Metro hab¨ªa invertido cinco millones de d¨®lares, su presupuesto m¨¢s elevado hasta entonces. El rodaje iba ya por la mitad cuando ocurri¨® el accidente. Monty se convenci¨® a s¨ª mismo de que pod¨ªa seguir. Si hab¨ªa perdido su hermoso aspecto, tendr¨ªa que acomodarse a su nuevo rostro, eso era todo. La pel¨ªcula se termin¨® ocultando las cicatrices de la frente, la par¨¢lisis de su mejilla izquierda, el labio superior partido. Toda la magia hab¨ªa pasado a poder de los maquilladores. En algunos planos aparec¨ªa todav¨ªa el antiguo ¨¢ngel, en otros asomaba ya el futuro demonio. Seguir¨ªa siendo un excelente actor. Despu¨¦s rod¨® otras pel¨ªculas de ¨¦xito, El baile de los malditos, R¨ªo salvaje, Vencedores y vencidos, Vidas rebeldes. Al principio se consol¨® pensando que todos los dioses de m¨¢rmol extra¨ªdos de cualquier ruina tambi¨¦n ten¨ªan la nariz rota, la boca partida y la mand¨ªbula destrozada y, no obstante, segu¨ªan siendo dioses.
El bello Monty Clift vivi¨® hasta su muerte sin espejos, en casas con cortinas negras en las ventanas. En su camino hacia la destrucci¨®n necesitaba el alcohol cada d¨ªa m¨¢s duro, las drogas m¨¢s fuertes, los amantes m¨¢s perversos y tambi¨¦n los cirujanos pl¨¢sticos m¨¢s diab¨®licos. En la bajada al infierno tuvo dos gu¨ªas. Uno era Giles, un joven franc¨¦s de 26 a?os, esbelto, de ojos rasgados, dise?ador, modelo, que le proporcionaba chicos del coro y atend¨ªa todos sus vicios hasta llevarlo al final de un largo camino de depravaci¨®n al Dirty Dick's, un antro de la calle Christopher, famoso entre homosexuales portuarios, marineros y matarifes del mercado de la carne. En el Dirty Dick's hab¨ªa que apartar una cortina pesada, grasienta para entrar en un cuartucho oscuro donde sobre una mesa de quir¨®fano se tend¨ªa Montgomery Clift para que unos rufianes, travestis con trajes de cuero, le escupieran, lo golpearan y orinaran sobre su rostro. Hab¨ªa una confusi¨®n de gritos como de pelea de gallos con apuestas, a la que solo le faltaba una llamarada partida por una carcajada del diablo. La polic¨ªa acud¨ªa a alguno de sus amigos. "S¨¢quenlo de ah¨ª. Nosotros no podemos hacer nada sin un mandamiento judicial". Cuando los amigos llegaban para rescatarlo, los curiosos que asist¨ªan a aquella representaci¨®n gritaban que no se lo llevaran.
Otro conductor hacia el infierno se llamaba Manfred Von Linde, un cirujano sospechoso de haber matado a su mujer, un miembro falsario de la nobleza, barbilampi?o, acompa?ante de viudas millonarias a bailes de sociedad, quien proporcionaba cad¨¢veres a un famoso gabinete funeral de homosexuales de la Sexta Avenida. All¨ª por 50 d¨®lares se pod¨ªa tener relaciones ¨ªntimas con un fiambre exquisito. Este cirujano pl¨¢stico oper¨® el rostro de Monty en distintas sesiones en busca de su alma. No la encontr¨®. Freud, dirigida por John Huston, fue una de sus ¨²ltimas pel¨ªculas. Nunca nadie interpret¨® como este actor la lucha del inconsciente contra la propia m¨¢scara.
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