Par¨ªs, Tr¨ªpoli, Bengasi
Liberados del exceso de Historia que paralizaba a sus mayores, los j¨®venes l¨ªderes Nicolas Sarkozy y David Cameron se han implicado por completo en la aventura libia
Cu¨¢nto no habr¨¢n esperado a los helic¨®pteros en Libia! Pues bien, estos, los ¨²ltimos de la guerra, llegan puntuales. Al posarse, levantan una tormenta de polvo y arena sucia. Pero es la tormenta final. Una tormenta simb¨®lica y dichosa. La hermosa tormenta de la libertad triunfante.
Nicolas Sarkozy y David Cameron son los primeros en desembarcar, rodeando al presidente Abdul Jalil. Levantan los brazos en se?al de victoria. Se los levantan como har¨ªan en el ring los entrenadores con su campe¨®n victorioso. En los rostros se lee felicidad. Un instante de aprensi¨®n, tal vez, al pisar el suelo libio. Cuando llega el ¨²ltimo helic¨®ptero, se produce una ¨²ltima tormenta tan fuerte que todos se ven obligados a bajar la cabeza. Yo observo a Abdul Jalil. Observo a Jibril, su primer ministro, que se mantiene a su lado. Y veo en sus ojos que es la ¨²ltima vez que inclinar¨¢n la cabeza.
Ni Libia ni Francia han hecho lo que han hecho para amanecer ahora con una dictadura fundamentalista
?Qu¨¦ har¨¢n de su revoluci¨®n? La pregunta va dirigida a todos. Y seguramente todos se la hacen en secreto
Al pie del ascensor de ese gran hospital que constituye la primera etapa de la visita, y en el que esperan las mujeres de Tr¨ªpoli, empujado por la multitud que desbarata el desarrollo del protocolo, tropiezo con Henri Guaino [asesor especial de Nicolas Sarkozy]. Mi opini¨®n sobre ¨¦l no ha cambiado. Ni tampoco la suya sobre m¨ª. Pero le tiendo la mano. ?l la acepta. Este instante nos sobrepasa. El acontecimiento es m¨¢s fuerte, y nos reclama con toda su fuerza.
Lo mismo con Alain Jupp¨¦. M¨¢s tarde, despu¨¦s de Bengasi, incluso tendremos una especie de t¨ºte-¨¤-t¨ºte. Y entonces, como jugadores que, al final de la partida, descubren sus ¨²ltimas cartas, evocaremos los temas de disensi¨®n. Una vez m¨¢s, el acontecimiento dicta su ley. Una vez m¨¢s, deja en suspenso las disputas.
Pero a quien observo con m¨¢s curiosidad es, desde luego, a Nicolas Sarkozy.
Lo observo en Tr¨ªpoli, en una sala del hotel Corinthia, ante el Consejo Nacional de Transici¨®n al completo: el gobernador militar de la ciudad, encarnaci¨®n de la posible amenaza islamista, est¨¢ en la sala; ¨¦l lo sabe; lo ve; y eso no le impide decir, con solemnidad y firmeza, que ni Libia ni Francia han hecho lo que han hecho para amanecer un buen d¨ªa con una dictadura fundamentalista entre las manos.
Lo observo en la plaza de la Libertad, frente al mar, en Bengasi, cuando arranca a la multitud -hasta a ¨¦l le cuesta creerlo- el largo aullido de alegr¨ªa, al l¨ªmite de la asfixia, que conten¨ªa desde el d¨ªa en que los aviones franceses bombardearon los tanques que se dispon¨ªan a destruir la ciudad.
Los observo, a Cameron y a ¨¦l, en esta circunstancia que tan poco propia de ellos parec¨ªa y que sin embargo propiciaron. Son j¨®venes. Son los herederos de una Historia con la que -por primera vez en un l¨ªder de sus respectivos pa¨ªses- no tienen contacto biogr¨¢fico directo. Y me pregunto si no ser¨¢ esa la clave. El exceso de Historia que paralizaba a sus mayores. Y el d¨¦ficit de Historia que a ellos parece haberlos hecho m¨¢s libres y que se dir¨ªa ahora han colmado al implicarse as¨ª, asumiendo los riesgos, en esta aventura in¨¦dita.
Y luego, est¨¢n los libios.
Ghoga, que me lanza una mirada c¨®mplice en medio de la indescriptible avalancha que se produce a la entrada del museo de los horrores del gadafismo, en el que los dos benjamines de la Historia han sido invitados a recogerse, fue el primero en recibirme en Bengasi, hace seis meses.
Jibril. He visto sonre¨ªr a Jibril. Lo he visto feliz. Por el espacio de esa sonrisa, por el espacio de ese suspiro que es esta jornada libia, he visto a Jibril el Terrible, el mismo a quien antes viera plantar cara, inflexible, a Hillary Clinton, metamorfosearse en un alegre compa?ero, recibir empujones, empujar mientras se ajusta las gafas, a punto de ca¨¦rsele, al un¨ªsono de la muchedumbre.
Y luego, Abdul Jalil. Hay por lo menos una imagen de Abdul Jalil que dif¨ªcilmente olvidar¨¦. Es la ¨²ltima expresi¨®n de su rostro cuando el helic¨®ptero se eleva. Est¨¢ sentado en el asiento central, ante la puerta abierta, frente al vac¨ªo, sujeto por unas correas. Y dirige a los suyos, a su pueblo, que lo observa despegar, un gesto con la mano, solo un gesto, pero que dice m¨¢s de su soberan¨ªa recuperada, de su autoridad y de su orgullo de libertador de Libia que un largo discurso.
?Qu¨¦ har¨¢n todos ellos con su revoluci¨®n?
?Sabr¨¢n preservarla del apetito de aquellos de entre sus hijos que ya sue?an con devorarla?
?Sabr¨¢n ser girondinos hasta el final o ser¨¢n los monta?eses ¨¢rabes, sepultureros de las libertades conquistadas a costa de tanto sufrimiento?
La pregunta, en verdad, va dirigida a todos.
Y, seguramente, todos los que est¨¢n aqu¨ª se la hacen en secreto.
Cuando se ha realizado algo as¨ª, cuando se ha sido el actor de un tiempo descabellado que vio triunfar una revuelta en un remoto pa¨ªs del mundo ¨¢rabe, ?qu¨¦ se hace? ?Se olvida? ?Se desentiende uno de todo, como de una tarea que se ha llevado a buen t¨¦rmino? ?Se deja a un lado, como un traje de luces? ?O se intenta permanecer a la altura de lo que se ha hecho, contempor¨¢neo de ese momento, fiel a su esplendor?
Acontecimiento obliga.
Historia busca futuro, esperanzadamente.
Ojal¨¢ se cumpla esta promesa.
Ojal¨¢ su grandeza siga movilizando a aquellos que la sostuvieron.
Y ojal¨¢ sea un ejemplo en cualquier lugar donde se luche contra la tiran¨ªa y parezca no quedar esperanza. -
Traducci¨®n: Jos¨¦ Luis S¨¢nchez-Silva
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