Un minuto antes de que lleguen los b¨¢rbaros
Hace unos a?os, un joven editor patrio me hizo una propuesta. Por aquel entonces estaba significando un relativo ¨¦xito de ventas el libro Cr¨®nica de un profesor de secundaria, en el que el autor relataba desde dentro las miserias y frustraciones de un buen n¨²mero de docentes de dicho colectivo. La propuesta en cuesti¨®n era la de intentar repetir el modelo de ese libro, solo que aplic¨¢ndolo al ¨¢mbito universitario. Como quien m¨¢s quien menos ha o¨ªdo hablar de las intrigas y mezquindades existentes y extendidas en nuestras facultades y departamentos, el editor en cuesti¨®n se relam¨ªa imaginando el sabroso relato que pod¨ªa elaborarse del comportamiento de ilustres profesores universitarios cuando de defender sus particulares intereses profesionales se trata.
Son muchos los que se afanan por liquidar la herencia cultural. No hay que regalarles el menor pretexto
Declin¨¦ la invitaci¨®n no porque pensara que era una propuesta destinada al fracaso. Con toda probabilidad un libro as¨ª habr¨ªa podido funcionar muy bien no solo entre los directamente afectados, esto es, los protagonistas del relato, ansiosos por saber qu¨¦ imagen p¨²blica se proporcionaba de ellos, sino, sobre todo, entre un amplio n¨²mero de lectores que no ten¨ªa noticia directa y exacta de todo lo que se suele dilucidar en reuniones departamentales, conversaciones de pasillo o almuerzos m¨¢s o menos conspirativos, pero hab¨ªa conocido e incluso hab¨ªa podido admirar a los protagonistas de todas esas situaciones en el ejercicio de las nobles tareas que les son propias. A todos esos antiguos estudiantes -conjeturaba mi editor- se les ofrecer¨ªa la atractiva posibilidad, a medio camino entre la desmitificaci¨®n y el chisme, de conocer la otra cara de sus antiguos profesores.
La raz¨®n para no aceptar la propuesta no ten¨ªa que ver con el presumible buen funcionamiento del libro: era, por as¨ª decirlo, m¨¢s de fondo. No se trata de negar la existencia de ese lado oscuro de la instituci¨®n y la vida universitarias. No hay duda de que existe y de que, en esa misma medida, debe ser criticado. Pero ponerlo en primer plano siempre me ha parecido que contribuye a generar el equ¨ªvoco, ciertamente muy da?ino a largo plazo (metonimia envenenada, a fin de cuentas), de presentar la parte por el todo.
Pero ?acaso no es cierto que en ocasiones los propios profesores universitarios pueden haber contribuido, involuntariamente, a propiciar esa imagen negativa de su propio medio? Por descontado, pero no estoy seguro de que mucho m¨¢s que la que propician tantos otros, dedicados a actividades bien diferentes. Yendo a lo concreto: cuando los profesionales de cualquier sector conversan entre s¨ª de sus asuntos con frecuencia utilizan, por razones de econom¨ªa de la comunicaci¨®n, un tono y unas frases que para alguien que desde fuera escuchara la conversaci¨®n podr¨ªan inducirle a pensar que la l¨®gica de funcionamiento por la que se rigen los interlocutores no tiene que ver con los criterios que cualquiera considerar¨ªa deseables sino con otros, casi inconfesables. "Llama a X", "conozco a Z y seguro que te trata bien", "le conviene aceptar tu propuesta" o -casi el colmo- "me debe un favor" constituyen un tipo de expresiones que, junto con otras de parecido tenor, adem¨¢s de sugerir una opacidad ciertamente indeseable, parecen m¨¢s propias de una asociaci¨®n de malhechores que de otra cosa.
No ser¨¦ yo quien salga en defensa de un lenguaje sin duda contaminado de connotaciones oscuras -cuando no directamente desagradables-, pero al menos una puntualizaci¨®n, en la frontera de lo obvio, merece ser planteada. Con mucha frecuencia, lo omitido por econom¨ªa de la comunicaci¨®n en los ejemplos anteriores (pongamos por caso, la calidad intelectual de una propuesta o la idoneidad de una persona para determinada tarea) no es que no importe a los interlocutores: es que lo dan por descontado, hasta el extremo de que representa la condici¨®n de posibilidad de la conversaci¨®n misma.
En todo caso, y a la vista de los nefastos efectos que produce en la imagen de la instituci¨®n universitaria, est¨¢ claro que convendr¨ªa dejar de propiciar el enojoso malentendido a que he venido refiri¨¦ndome y renunciar a ese lenguaje est¨²pidamente c¨®mplice -o fingidamente canalla, como se prefiera- al que con demasiada frecuencia tal vez todos hemos sido demasiado proclives para, en su lugar, aplicarnos a lo que realmente importa. Que no es otra cosa que encontrar las formas de hacerle a saber a nuestros conciudadanos, no ya solo de qu¨¦ voluntariosa pasta est¨¢ hecha toda esa gente empe?ada en trabajar en y por el saber, sino, sobre todo, que no hay futuro que no pase por el cuidado y la transmisi¨®n de la herencia cultural recibida.
Son muchos los que, desde muy diversos lugares, se afanan -a veces con notable ah¨ªnco- en su liquidaci¨®n. Al igual que no son pocos, ni poco poderosos, los que parecen estar dispuestos a rematar la faena, tijera presupuestaria en mano. Frente a ellos, a los que no disponen de m¨¢s arma que su palabra y su entusiasmo por lo que hacen acaso a estas alturas ya s¨®lo se les pueda dar este modest¨ªsimo consejo: no se lo pongamos demasiado f¨¢cil. Compromet¨¢monos, entre otras cosas, a no hablar nunca m¨¢s como si no nos fuera la vida en aquello a lo que en su momento decidimos consagrarnos. No tengamos pudor alguno en dedicarle a dicha actividad nuestras m¨¢s hermosas palabras. Porque resultar¨ªa un sarcasmo insoportable que, con nuestra ligereza a la hora de referirnos a ella, pudi¨¦ramos estar regal¨¢ndole a los nuevos b¨¢rbaros (cuyas avanzadillas ya est¨¢n entre nosotros) el argumento que necesitaban para poder consumar su barbarie.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona. Fue premio Espasa de Ensayo 2010 por su libro Amo, luego existo.
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