El Se?or de la Monta?a
Entre los cl¨¢sicos de la literatura hay muchos a los que veneramos sin apenas comprenderlos, por adhesi¨®n a nuestra tradici¨®n cultural: y est¨¢ bien que as¨ª sea. De otros -?Shakespeare!- nos deslumbra la obra, mientras su silueta personal permanece entre sombras o leyendas. Pero de vez en cuando hay uno del que nos hacemos amigos, que se gana nuestro aprecio humano sin restarle encomio intelectual, del que podemos ser devotos dentro de la simpat¨ªa y hasta de la familiaridad. El m¨¢s ilustre de estos pr¨®jimos, el m¨¢s perdurable porque dura cambiando (como el tiempo mismo) es Michel de Montaigne.
Para quienes creemos que en la vor¨¢gine mutante de las formas sociales, las tecnolog¨ªas, los credos y las modas hay algo esencialmente humano que se mantiene, reconocible siempre, Montaigne es un aliado insustituible. Sus Ensayos, el g¨¦nero que inventa casi sin querer para seguir dialogando intelectualmente con su desaparecido amigo La Bo¨¦tie, se refieren de mil maneras a la fecha en que fueron escritos, hace m¨¢s de cuatro siglos. A esa ¨¦poca lejana pertenecen muchos de los acontecimientos que narra, el gusto por la erudici¨®n grecolatina que maneja, las opiniones cient¨ªficas que comenta, los aspectos de la cotidianidad que aparecen a cada paso, etc¨¦tera... Sin embargo, el hombre que los refiere, con sus dudas, sus man¨ªas y sus temblores, se nos parece en todo. Esta combinaci¨®n entre lo circunstancialmente remoto y lo ¨ªntimamente cercano constituye su inmarchitable encanto.
Sarah Bakewell se centra en la vinculaci¨®n permanente entre teor¨ªa y pr¨¢ctica que caracteriza la obra del pensador
Hoy es frecuente representar obras teatrales del pasado con ambientaci¨®n, decorado y referencias hist¨®ricas actuales; por el contrario, los Ensayos nos muestran nuestros sentimientos cotidianos confrontados con un entorno social y mental cronol¨®gicamente ex¨®tico. Ley¨¦ndolos, sentimos o creemos sentir lo que hubi¨¦semos experimentado de haber vivido en el siglo XVI: pero, sobre todo, compartimos emp¨¢ticamente lo que Montaigne habr¨ªa padecido o gozado en nuestro presente. Por eso nos producen un ambiguo y placentero escalofr¨ªo en el que la curiosidad por la extra?eza de lo ajeno se transforma en reconocimiento de lo m¨¢s propio y personal, lo que nunca hab¨ªamos contado a nadie pero que ahora nos llega dicho con vivacidad y gracia por una voz ajena, distante y pr¨®xima, que nos susurra al o¨ªdo: tua res agitur, se trata de ti. Somos en lo que cambia, no cambia lo que somos.
Esta fidelidad perspicaz a la humanidad que compartimos le ha granjeado lectores adictos en todas las ¨¦pocas, empezando por Shakespeare: unos le han tomado como maestro o compa?ero de viaje, otros han rega?ado con ¨¦l con animosidad personal (?Pascal!), pero siempre lo han tenido por imprescindible. Cada ¨¦poca lo toma como referente de actitudes, temores y esperanzas: quiz¨¢ la estimaci¨®n m¨¢s emocionante sea la de Stefan Zweig, al final de su vida, a punto de suicidarse en el exilio tras la Europa que seg¨²n ¨¦l ya se hab¨ªa suicidado, que le convierte en s¨ªmbolo de la tolerancia perdida y del sonriente y esc¨¦ptico humanismo martirizado.
Dos libros recientes atestiguan entre nosotros esa identificaci¨®n siempre renovada con el Se?or de la Monta?a. El chileno Jorge Edwards, en La muerte de Montaigne (Tusquets), pone su propia vida al paso de la de Montaigne y le utiliza en paralelo para hablar de la emoci¨®n y hasta la excitaci¨®n er¨®tica de la escritura, completando con su imaginaci¨®n de novelista lo poco que sabemos de su relaci¨®n crepuscular con Marie de Gournay, acicate sabroso de sus ¨²ltimos a?os y fiel editora p¨®stuma de los ensayos. Pero Edwards dedica tambi¨¦n especial atenci¨®n a un aspecto a menudo postergado en la consideraci¨®n del autor: su faceta como pol¨ªtico en una ¨¦poca convulsa de enfrentamientos din¨¢sticos y religiosos, su b¨²squeda tenaz de acuerdo y reconciliaci¨®n en la Francia incipiente pero ya dividida. Un hermoso retrato del inmortal que muere batallando por la vida, dibujado desde la informaci¨®n hist¨®rica, la intuici¨®n narrativa y la experiencia personal.
La inglesa Sarah Bakewell, en C¨®mo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), no escribe un libro de autoayuda a partir de los ensayos del gasc¨®n, como podr¨ªa sugerir el t¨ªtulo. M¨¢s bien realiza un examen documentado y ¨¢gil de su trayectoria, conducido con inteligencia exenta de pedanter¨ªa y centrado en la vinculaci¨®n permanente entre teor¨ªa y pr¨¢ctica que caracteriza la obra del pensador. Quiz¨¢ una de las claves del duradero inter¨¦s no acad¨¦mico que suscita Montaigne es que no vivi¨® para pensar sino que pens¨® para vivir: sus reflexiones, ondulantes y a menudo contradictorias, poseen la irremediable inquietud de la existencia real. Lo que Montaigne se propuso fue vivir ¨¤ propos, es decir, de una manera consciente y reflexiva, comentada por su voz interior, aunque no siempre deliberada y calculadora. Sobre todo, nunca refugiarse en los denuestos y la minusvaloraci¨®n de nuestro ser, sino aceptarlo y tratar de comprenderlo a partir de un resignado humorismo. El examen de Bakewell es una oportuna y entretenida introducci¨®n a este empe?o. Al igual que la obra de Edwards, uno de sus mayores m¨¦ritos es que nos estimula a releer o leer por primera vez esos ensayos que constituyen los mejores ejercicios espirituales de la humanidad moderna. Raz¨®n bastante para estarles agradecidos...
La muerte de Montaigne. Jorge Edwards. Tusquets. Barcelona, 2011. 296 p¨¢ginas. 18 euros. C¨®mo vivir. Una vida con Montaigne. En una pregunta y veinte intentos de respuesta. Sarah Bakewell. Traducci¨®n de Ana Herrera Ferrer. Ariel. Barcelona, 2011. 480 p¨¢ginas. 22,90 euros (electr¨®nico: 15,99).
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