Ese contempor¨¢neo llamado Rabelais
Cada lugar tiene sus fantasmas. M¨¢s o menos eficaces, m¨¢s o menos prestigiosos, los esp¨ªritus que pueblan un lugar influyen, digan lo que digan los esc¨¦pticos, en nuestro comportamiento y nuestra imaginaci¨®n. Yo he sentido esa sombra en casi todos los lugares en los que he vivido. Digo casi: Canad¨¢, con su poca historia y demasiada geograf¨ªa, es quiz¨¢ el ¨²nico pa¨ªs embrujado (como dice uno de sus poetas) por su falta de fantasmas. En todos los otros, en Espa?a bien se sabe, los fantasmas hablan.
El lugar donde vivo ahora, en Francia, al sur del Loira, entre la Turena y el Poitou-Charentes, yace bajo la contundente y fantasmal presencia de Fran?ois Rabelais, humanista, m¨¦dico, monje primero franciscano, luego benedictino, y por fin ap¨®stata perdonado por el Papa en 1536. Fue uno de los esp¨ªritus m¨¢s sagaces, m¨¢s c¨®micos y m¨¢s avanzados de todos los tiempos, y uno de los m¨¢s grandes artesanos de lengua francesa. Para oponerse al anquilosado escolasticismo de su siglo, tom¨® dos c¨¦lebres gigantes del folclore celta, Gargant¨²a y su hijo Pantagruel, y les invent¨® extraordinarias aventuras en un estilo deslumbrante y radicalmente nuevo. Entre los numerosos herederos de Rabelais est¨¢n Joyce, C¨¦line, Lezama Lima, Cort¨¢zar.
Me pregunto qu¨¦ escribir¨ªa el autor sobre su pobre patria en estos d¨ªas
Entre sus numerosos herederos est¨¢n Joyce, C¨¦line, Cort¨¢zar o Lezama Lima
La revoluci¨®n industrial y la era electr¨®nica han querido dar a los paisajes del Loira una flamante modernidad, pero el terco fantasma de Rabelais se ha opuesto. Un parque de diversiones dedicado a los medios audiovisuales, destellantes autopistas y trenes de alta velocidad, paquid¨¦rmicas torres nucleares que vomitan sus vapores hacia el cielo, groseras f¨¢bricas de armamentos y de productos qu¨ªmicos hacen alarde de presencia, pero pocos son los que creen en estos implantes, si no es como tr¨¢gicos cotidianos. Lo cierto, lo arraigado, lo inamovible en esta regi¨®n son: las piedras color mantequilla (el touffou como las llama Pantagruel); los torcidos ¨¢rboles de los que se sol¨ªa colgar a los monjes por las orejas en lugar de por el pelo, porque, como explica Gargant¨²a, son "tonsurados de cabeza"; las grandes abad¨ªas que recuerdan aquella famosa de Telema, fundada por el mismo Gargant¨²a, y cuyo lema era "Haz lo que quieras"; las tortas "hechas con buena mantequilla, buena yema de huevo, buen azafr¨¢n y buenas especias" como las que fueron devueltas por el padre de Gargant¨²a para ganar la paz (y tal como las vende mi panadera en la aldea vecina de Vell¨¨ches); y por supuesto el vino de Chin¨®n, ciudad en la que el padre de Rabelais ejerci¨® como abogado y donde Rabelais mismo naci¨® en 1483 o 1484.
Chin¨®n en Turena, cuenta Rabelais, es la primera ciudad del mundo, bautizada por el mismo Ca¨ªn con el nombre de Cainon (o Chin¨®n), "como despu¨¦s, siguiendo su ejemplo, todos los dem¨¢s fundadores e instauradores de villas les han impuesto sus nombres". Es en Chin¨®n que se halla el c¨¦lebre Or¨¢culo de la Botella, sitio m¨¢gico en el que el amigo de Pantagruel, Panurgo, oir¨¢ el imperativo "?Trinch!", o sea, "?Bebe!", que confirmar¨¢ su destino. El traductor Gabriel Hormaechea -en la edici¨®n reci¨¦n publicada por Acantilado- anota que trinch es tal vez "una llamada a la acci¨®n", un imperativo equivalente a la divisa de Telema que, junto a la orden "?ama!" completa la de San Agust¨ªn, "?Ama y haz lo que quieras!". Esto resume eficazmente la filosof¨ªa rabelesiana, que Hormaechea llama "una revelaci¨®n dionis¨ªaca" cristiana. Sin duda es as¨ª. Y quiero agregar que el nombre de mi aldea -Mondi¨®n- es una abreviaci¨®n de Monte de Dionisio, y que sobre las ruinas de un templo romano dedicado al dios del vino fue eregida la peque?a iglesia que Rabelais pudo ver y cuyos vitrales miran hoy hacia mi jard¨ªn, detr¨¢s de cuyo muro puede verse la Torre de Marigny, otro de los nombres que Rabelais cita en obra.
He le¨ªdo a Rabelais (con gran dificultad) en el original franc¨¦s, en la ingeniosa y libre traducci¨®n al ingl¨¦s que Thomas Urquhart y Pierre Le Motteux publicaron entre 1653 y 1694, en la versi¨®n alemana "explicada" por Horst Heintze y Rolf Muller, en la acad¨¦mica traducci¨®n al castellano de Eduardo Barriobero de principios del siglo pasado. En ninguna (y dada mi ignorancia del franc¨¦s renacentista, ni siquiera en el original) he hallado la claridad de expresi¨®n, el desopilante humor, la notable invenci¨®n, la clara inteligencia que acabo de descubrir en la traducci¨®n de Gabriel Hormaechea, publicada con un esclarecedor y erudito prefacio de Guy Demerson. La versi¨®n de Hormaechea es una pura maravilla y el lector espa?ol ya no tiene excusa alguna para desconocer la obra de Rabelais.
Leyendo a Rabelais hoy, gracias a Hormaechea, en su calidad de contempor¨¢neo, me pregunto qu¨¦ escribir¨ªa Rabelais sobre la condici¨®n de su pobre patria en estos d¨ªas. La educaci¨®n humanista que defend¨ªa contra "los asnos de la Sorbona" se est¨¢ convirtiendo, bajo el gobierno de Nicolas Sarkozy y sus ac¨®litos, en simple adiestramiento para siervos destinados a industriales y banqueros; la medicina higi¨¦nica que preconizaba contra los ineficaces e insalubres m¨¦todos de su ¨¦poca apenas resiste hoy los cortes financieros y las privatizaciones; sobre todo, la alegre inteligencia con la que batallaba contra la necedad y el obscurantismo es hoy menospreciada como improductiva. "?Pensad menos, trabajad m¨¢s!" fue hace dos a?os la recomendaci¨®n de la entonces ministra sarkoziana Christine Lagarde. Contra tales abominaciones, ?qu¨¦ hubiese podido hacer el autor de Gargant¨²a?
El c¨®mico ingl¨¦s John Cleese dijo recientemente que ya le era imposible hacer filmes par¨®dicos porque la realidad se hab¨ªa convertido en parodia de s¨ª misma. Quiz¨¢ tambi¨¦n Rabelais hubiese pensado as¨ª. Sin embargo, aquello que escribi¨® para burlarse del insensato siglo XVI pueda servir a los lectores del insensato siglo XXI. Quiz¨¢ nuestra ceguera, nuestra estupidez, nuestra mezquindad no sean mayores que las de entonces, tan solo diferentes. En ese caso, las aventuras de Gargant¨²a y Pantagruel nos servir¨¢n para juzgar nuestra ¨¦poca no con est¨¦ril pesimismo, sino a carcajadas, ya que, como dice el propio Rabelais a sus lectores (de entonces y de ahora): "M¨¢s vale de risa que de l¨¢grimas escribir, / porque re¨ªr es lo propio del hombre".
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