S¨ªntomas del fin del mundo
Los s¨ªntomas de que uno se est¨¢ haciendo viejo son variados, pero dos suelen ser inequ¨ªvocos: el primero es que uno empieza a pensar que vive en el peor de los mundos posibles; el segundo es que uno empieza a abominar de los c¨®cteles, en particular de los c¨®cteles literarios. El primer s¨ªntoma es conocido. Se da cuando alguien empieza a decir que antes el mundo estaba lleno de gente virtuosa y ahora de canallas, que antes estaba lleno de gente inteligente y ahora de necios, que antes estaba lleno de valientes y ahora de cobardes. Esta nostalgia es a menudo una forma de vanidad, o de autobombo: quien la ejerce proclama en secreto que pertenece a un mundo de anta?o que es superior al de hoga?o, que su mundo es mejor que el de los dem¨¢s, que ¨¦l mismo es mejor que los dem¨¢s; esta nostalgia no tiene fundamento: todo indica m¨¢s bien que siempre ha existido igual cantidad de virtuosos y de canallas, de inteligentes y de necios, de valientes y de cobardes. Es indudable que con los a?os uno ve por todas partes m¨¢s encanallamiento, m¨¢s necedad y m¨¢s cobard¨ªa, pero tal cosa no siempre ocurre porque esas miserias aumenten, sino porque la experiencia ense?a a detectarlas con mayor facilidad en los otros y, si uno no es del todo deshonesto, tambi¨¦n en uno mismo. Jorge Manrique nunca dijo que todo tiempo pasado fue mejor (porque eso es falso y Manrique s¨®lo dice la verdad); lo que dijo Manrique es que nos lo parece. La vejez no es un buen momento, y desde luego hay que tener temple para no abominar del futuro sabiendo que no vas a vivirlo. Por lo dem¨¢s, y dado que no creo en una realidad ultraterrena, no tengo m¨¢s remedio que creer que ¨¦sta es la mejor realidad: no hay otra; tambi¨¦n creo que no puede ser tan malo un mundo donde est¨¢ cada vez m¨¢s extendido el uso de la anestesia, de la democracia, del aire acondicionado y de la torta del Casar.
"La experiencia ense?a a detectar las miserias con mayor facilidad en los otros y en uno mismo"
As¨ª que yo dir¨ªa que de momento no padezco el primer s¨ªntoma de envejecimiento (y por tanto no corro un riesgo inmediato de convertirme en uno de esos personajes brillantemente retratados por Jordi Gracia en El intelectual melanc¨®lico); por desgracia no puedo decir lo mismo del segundo. De entrada debo advertir que, durante las casi cuatro d¨¦cadas de mi vida en que no asist¨ª a un c¨®ctel literario, porque nadie me invit¨®, yo imagin¨¦ a menudo el para¨ªso en forma de c¨®ctel literario, algo as¨ª como el jard¨ªn de Academos en Atenas o el sal¨®n de Madame du Deffand en Par¨ªs, s¨®lo que animado por vino de Rioja y canap¨¦s de Cabrales. Por supuesto, cuando por fin me invitaron a un c¨®ctel me falt¨® tiempo para asistir a ¨¦l, y entonces descubr¨ª que la realidad superaba mis expectativas: a diferencia de lo que ocurr¨ªa en la Academia de Plat¨®n, all¨ª era posible entrar sin saber geometr¨ªa y, a diferencia de lo que ocurr¨ªa en el sal¨®n de Madame du Deffand, era posible entrar sin ser inteligent¨ªsimo, cult¨ªsimo e ingenios¨ªsimo; m¨¢s a¨²n: all¨ª se pod¨ªa beber y comer de gorra, discutir a grito pelado con el primer incauto, emborracharse de mala manera y, una vez finalizado el c¨®ctel, concluir la velada vomitando en la acera y destrozando el mobiliario urbano. Me encant¨®. Tanto que a partir de aquel d¨ªa no falt¨¦ a uno solo de los c¨®cteles literarios a los que fui invitado, y que al cabo de dos o tres a?os de c¨®cteles literarios constantes acab¨¦ totalmente empachado de c¨®cteles literarios. Desde entonces imagino el infierno en forma de c¨®ctel literario. No soy el ¨²nico. En el libro donde registr¨® las conversaciones que mantuvo con Borges durante los casi 60 a?os de su amistad, Bioy Casares anota esta observaci¨®n de su amigo (28-IX-1963): "A veces pienso que yo hubiera tenido mucho gusto de estar con las personas que encontr¨¦ en un cocktail. Pero si hay diez personas, hay una d¨¦cima parte de cada una; si hay cincuenta, una cincuentava parte de cada una. Salgo de los cocktails trist¨ªsimo, como si me hubieran escupido". A m¨ª me ocurre m¨¢s o menos lo mismo. Asistir a un c¨®ctel es como hacer zapping con la gente, como ingresar en una pesadilla kafkiana: te cruzas con una persona a quien hace tiempo que no ve¨ªas y, cuando m¨¢s interesante est¨¢ la conversaci¨®n, aparece una segunda persona; esto te obliga a abandonar a la primera persona para hablar con la segunda, a la que al cabo de un rato debes abandonar para hablar con una tercera que luego abandonar¨¢s por una cuarta, y as¨ª sucesivamente. El resultado es que, como dice Borges, s¨®lo hablas con una ¨ªnfima parte de cada persona (m¨¢s ¨ªnfima cuanto m¨¢s concurrido es el c¨®ctel); el resultado es que hablas con todo el mundo y no hablas con nadie. De ah¨ª la soledad infernal, la tristeza absoluta.
Mejor no ir a c¨®ctel ninguno. Mejor quedarse en casa. Y es as¨ª como, poco a poco, uno deja de ver a los amigos y se convierte en un mis¨¢ntropo furioso y un intelectual melanc¨®lico, convencido de que antes el mundo era un lugar magn¨ªfico, seguro de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Asistir a los c¨®cteles es malo, pero no asistir a los c¨®cteles es peor. Esto no tiene soluci¨®n. El fin del mundo est¨¢ cerca.
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