"Fue el p¨¢nico total, no hubo aviso"
Los Tom¨¢s, una familia mallorquina de nueve miembros, lograron ponerse a salvo. Unos en una lancha salvavidas y otros a nado, pero falta el t¨ªo Guillermo
Juan y Ana tienen cuatro hijos, la mayor de 18, dos gemelos de 16 y un chaval de siete. El t¨ªo Guillermo, de 68 a?os, puede considerarse otro hijo m¨¢s, porque a veces sabe d¨®nde est¨¢ y a veces se le olvida, a veces sabe c¨®mo se llama y a veces no. La madrugada del s¨¢bado, cuando la nave Costa Concordia encall¨® frente a la isla de Giglio, en la Toscana, la familia Tom¨¢s estaba cenando en la tercera planta del barco. Due?os de un bar en Can Pastilla (Mallorca), en el que ayuda toda la familia hasta que se marcha el ¨²ltimo turista, este a?o decidieron hacer una traves¨ªa por el Mediterr¨¢neo. Desde Palma volaron todos -m¨¢s dos amigos de la hija- hasta Barcelona y all¨ª embarcaron en un crucero que desde el principio les encant¨®. "Ya hab¨ªamos comentado", dice el padre, "que el a?o que viene intentar¨ªamos volver". Juan, el peque?o, se sabe de carrerilla los puertos donde atracaron y las ciudades que visitaron -Cagliari, Palermo, Roma...- hasta que, a eso de las nueve y media del viernes, sintieron un gran golpe, la luz que se iba y ven¨ªa, los platos y los vasos que se romp¨ªan estrepitosamente contra el suelo. Ahora Juan, con los ojos inyectados en sangre, mordisquea dos rodajas de salami y un trozo de pan duro en el polideportivo de Porto Santo Stefano...
"Era como estar en el barco vikingo, pero de verdad", dice el hijo de 7 a?os
"Para no resbalar y caernos al agua, hicimos una cadena", cuenta Juan
"Cuando sentimos el golpe", recuerda Juan, "nos pusimos de pie y los hijos salieron corriendo, cada uno por un lado, sin saber hacia d¨®nde. Fue su manera de reaccionar ante el p¨¢nico. A mi mujer y a m¨ª nos cost¨® un buen rato encontrarles. Al principio, por los altavoces -supongo que ser¨ªa el capit¨¢n- dijeron que no hab¨ªa que alarmarse, que se trataba de un fallo t¨¦cnico que estaban intentando reparar. Sin embargo, los camareros -filipinos o paquistan¨ªes, creo yo- empezaron a se?alar la salida, a decirnos que nos pusi¨¦ramos los chalecos salvavidas. Ya desde entonces se vivieron escenas de p¨¢nico. Gente que quer¨ªa escapar pero que, como nosotros, no sab¨ªa hacia d¨®nde. Adem¨¢s, no encontr¨¢bamos a mi hija mayor". Luego se enteraron de que estaba en la planta 10, en un sal¨®n llamado Milano, comiendo con su amigo Vicente Salvador, de 20 a?os, que los acompa?aba en el viaje. El grupo de nueve mallorquines lograron finalmente reunirse en la planta tercera para intentar salvarse, pero la situaci¨®n se iba complicando a medida que el barco se escoraba m¨¢s y m¨¢s sobre el flanco de estribor.
"No entend¨ªamos nada. No sab¨ªamos si ir hacia la izquierda o hacia la derecha del barco. Los camareros filipinos intentaban poner cara de tranquilidad, pero tambi¨¦n se les ve¨ªa nerviosos, sin saber qu¨¦ hacer. El barco cada vez se inclinaba m¨¢s, pero nos dec¨ªan que hab¨ªa que esperar las instrucciones del capit¨¢n".
En este momento, Ana, que parec¨ªa dormida junto a las espalderas del polideportivo, se incorpora a la conversaci¨®n. Su rostro refleja un cansancio extremo. Dice con enfado: "Todo el mundo estaba esperando una se?al del capit¨¢n, pero no nos dio ninguna. Se puso a salvo antes que nosotros". Juan explica que, mientras la luz se iba y ven¨ªa, la familia se coloc¨® en la cola para embarcar en una de las lanchas salvavidas: "La inclinaci¨®n del barco hac¨ªa muy dif¨ªcil subirse a ellas y tambi¨¦n bajarlas hacia el mar. Despu¨¦s de m¨¢s de una hora esperando, conseguimos -todos luchando contra todos- que parte de la familia se subiera a ella. La mujer, el peque?o, la hija..., uno de los amigos. Cab¨ªan 150 personas en cada barca y cuando se llen¨® se hicieron a la mar". Ana, que de vez en cuando rompe a llorar, recuerda: "Yo, cuando vi que parte de mi familia se quedaba en el barco, me intent¨¦ tirar de la lancha, pero me retuvieron...".
Juan se qued¨® con los varones. En teor¨ªa, con los m¨¢s fuertes. Pero tambi¨¦n estaba con ellos el t¨ªo Guillermo. "Cuando la inclinaci¨®n ya se hizo insoportable, nos fuimos de la parte derecha del barco a la izquierda. Era un caos. Para no resbalar y caernos al mar, tuvimos que hacer una cadena. A veces se romp¨ªa y descend¨ªamos como en un tobog¨¢n. El p¨¢nico era total. Hasta que no alcanzamos la otra parte del barco no supimos que est¨¢bamos tan cerca de la tierra. Pasaron muchas horas. Tantas que, mientras que a¨²n estaba en el barco buscando c¨®mo salvarme, recib¨ª una llamada de mi mujer desde la isla. Hab¨ªan llegado a tierra. Se hab¨ªan salvado. Ahora nos tocaba a nosotros. Pero la inclinaci¨®n ya hac¨ªa imposible abordar una lancha. No sab¨ªamos qu¨¦ hacer".
Juan, el hijo de siete a?os, revolotea por la conversaci¨®n. Parece, con diferencia, el m¨¢s entero: "Era como estar en el barco vikingo, pero de verdad". Le digo que qu¨¦ valiente y responde al halago inform¨¢ndome, satisfecho, que es el m¨¢s alto de su clase: "Y juego de portero". Su padre dice que, finalmente, decidieron tirarse al agua. Todos. De una vez. Ya. Pero, desde el agua helada, se percataron de que hab¨ªan perdido al t¨ªo Guillermo. No sabe si se arrepinti¨® en el ¨²ltimo momento, si salt¨® al agua o si no, si se hundi¨® con el barco. Juan tuvo que nadar media hora hasta alcanzar la costa. Luego, empapado, a punto de amanecer, tuvo que buscar a su familia por Porto Santo Stefano hasta encontrarlos. Muertos de fr¨ªo, que es una forma de estar vivos. Todos. "No, todos no", corrige Ana, "falta mi t¨ªo". Es entonces cuando el remordimiento aparece en el relato de su marido. "Tal vez tendr¨ªa que haberlo empujado. No confiar en que ¨¦l iba a ser capaz de ponerse a salvo por s¨ª mismo".
Casi todos los espa?oles que viajaban en el Costa Concordia ya han abandonado la costa y vuelan hacia sus hogares. La familia Tom¨¢s ha decidido quedarse frente al barco hundido. Por si aparece el t¨ªo Guillermo.
En la taberna del puerto donde escribo, de vez en cuando entra un guardia de Finanzas o un agente de los Carabinieri. Dicen en voz alta varios nombres. "?Es alguno de ustedes Ambrosio, Guillermo...?". Todos responden que no y contin¨²an su ronda, cada vez con menos esperanza de encontrar al t¨ªo Guillermo Gual, un chiquillo de 68 a?os que a veces se despista y no sabe d¨®nde est¨¢.
Juan me pide perd¨®n por no tener palabras para expresar su miedo. Si las tuviera, tampoco ser¨ªan suficientes. Dice que jam¨¢s un simulacro puede servir para reaccionar a un accidente as¨ª. La noche y un rascacielos desplom¨¢ndose sobre una mortaja de agua.
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