Con o sin peluca
A principios de la d¨¦cada de los ochenta peregrin¨¦ a ?msterdam para entrevistar al maestro. Concertar la cita no fue dif¨ªcil, Leonhardt se mostr¨® sumamente afable al acceder a que el encuentro tuviera lugar en su propia casa. Pero la pregunta que me lanz¨® hubiera debido ponerme en guardia de que la conversaci¨®n que ¨ªbamos a tener no ser¨ªa f¨¢cil: "?Cree usted que tendr¨¦ algo interesante que explicarle?". Con el tiempo entend¨ª que no era una pose, sino aut¨¦ntico convencimiento.
Leonhardt viv¨ªa rodeado de muebles y objetos del siglo XVIII, en una especie de casa-museo donde me sent¨ª inc¨®modo desde el primer momento, pensando que con mis extempor¨¢neas preguntas le estaba haciendo perder miserablemente el tiempo. Posiblemente me equivoco. Elegante y educad¨ªsimo, en ning¨²n momento dio muestras de querer terminar la conversaci¨®n o de sentirse hastiado por mi ignorancia. M¨¢s bien era como si se culpabilizara en lo m¨¢s profundo por no saberse expresar mejor. Todo lo que ten¨ªa que decir lo volcaba en el teclado de su clavic¨¦mbalo. Y ah¨ª era de una claridad tan meridiana, de una expresi¨®n tan transparente y l¨®gica, que cualquier intento de comunicaci¨®n fuera de su medio natural deb¨ªa de parecerle necesariamente impreciso, aproximativo, confuso.
Viv¨ªa rodeado de muebles del siglo XVIII en una especie de casa-museo
Recuerdo que en un determinado momento de la entrevista sali¨® a relucir su interpretaci¨®n del personaje de Bach en la pel¨ªcula de Jean-Marie Straub Cr¨®nica de Ana Magdalena Bach (1968). "Para m¨ª, tocar con o sin peluca me resulta indiferente", fue su inamovible respuesta, y no hubo modo de que a?adiera nada m¨¢s sobre su experiencia cinematogr¨¢fica, que evidentemente, para mi desesperaci¨®n, consideraba muy alejada de su mundo.
Estaba convencido, o por lo menos as¨ª lo daba a entender, de que en la partitura estaba absolutamente todo. Despu¨¦s de mucho rato de llevarle la contraria, especialmente trat¨¢ndose -el suyo- de repertorio renacentista y barroco, donde las indicaciones sobre el papel suelen ser muy sumarias comparadas con las notas de expresi¨®n y car¨¢cter que se a?adir¨¢n a partir del Clasicismo y muy especialmente durante el Romanticismo, Leonhardt al final convino: "Bien, siempre har¨¢ falta un artista que interprete la partitura". Fue su m¨¢xima concesi¨®n al subjetivismo de la interpretaci¨®n.
No hay m¨¢s que escuchar alguna de sus m¨²ltiples grabaciones al clavic¨¦mbalo -El clave bientemperado, por ejemplo, o Variaciones Goldberg- para darse cuenta de que el artista est¨¢ ah¨ª en todo momento, insuflando vida a las notas. Pero ¨¦l lo negaba seguramente porque la historia de la interpretaci¨®n de obras pret¨¦ritas con instrumentos originales as¨ª se lo demandaba: su posici¨®n de primera l¨ªnea, a partir de la d¨¦cada de los cincuenta del siglo pasado, en el renacimiento de ese repertorio y de esa forma concreta de abordarlo, en compa?¨ªa de Harnoncourt, Kuijken o Herreweghe, por citar tres nombres, le hac¨ªa asumir posiciones defensivas contra la por aquel entonces muy extendida interpretaci¨®n rom¨¢ntica de la m¨²sica barroca.
No fue hasta bastante tiempo despu¨¦s, hacia finales de los noventa, cuando tuve ocasi¨®n de asistir a un concierto suyo en el Palau de la M¨²sica de Barcelona. Recuerdo que en la segunda parte interpret¨® la Suite BWV 996 de Bach. Lo hizo con una densidad tal que, cuando acab¨®, el p¨²blico tard¨® en reaccionar. Eso s¨ª, la figura, enfundada en el frac, era como si estuviera disociada de cuanto produc¨ªan sus dedos: ning¨²n gesto fuera de lugar, ninguna concesi¨®n al espect¨¢culo, virtuosismo siempre el justo, como si realmente ¨¦l no ejerciera m¨¢s que de m¨¦dium y todo el m¨¦rito cupiera atribuirlo al escritor de esa m¨²sica. Pero en la refinada pr¨¢ctica del in¨¦gal, esto es en los ataques de las notas que no coincid¨ªan exactamente con el supuesto metr¨®nomo que gobernar¨ªa objetivamente toda m¨²sica, descubr¨ªas los latidos del alma del artista, su manera de rendir un profundo homenaje a esa perfecta estructura de sonidos. Al final hasta te parec¨ªa que aquellas notas ten¨ªan din¨¢mica, como en el piano, tal era su capacidad para organizar los planos sonoros del edificio.
Una imagen de aquel recital ya nunca m¨¢s habr¨¢ de olvid¨¢rseme: el mismo artista sobre el escenario, durante la media parte, con una llave de hierro en la mano afinando pacientemente su delicado instrumento de doble teclado. Esa imagen, repensada ahora, cuando ya Leonhardt ha dejado este mundo, viene a ser la s¨ªntesis de la humildad, del trabajo artesanal impl¨ªcito en el oficio de crear belleza con los sonidos y a la vez del compromiso radical del artista con estos sonidos, tan radical como para no confiarlo a un afinador siquiera en la media parte de un concierto. Sin duda Leonhardt dec¨ªa la verdad, o cuando menos su verdad, cuando explicaba que para ¨¦l tocar con o sin la peluca de Bach le resultaba irrelevante. Su compromiso con la m¨²sica fue tan all¨¢ que muy posiblemente no pueda explicarse con palabras. Por fortuna, nos quedan sus m¨²ltiples grabaciones para volver a sumergirnos en ese gozoso arcano.
Babelia
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