Sin anestesia
Narrativa. "Antes de emplear una palabra hermosa, hazle un sitio". Este frontispicio de Joseph Joubert puede aplicarse, tambi¨¦n, a las palabras terribles. Antes de usarlas, conviene crearles un espacio adecuado que las proteja de esa extendida convicci¨®n que considera que las historias tremendas se "explican solas".
Juli¨¢n Herbert -el poeta y el narrador, el m¨²sico y el performer- siempre ha "gozado" de un relato extremo que compartir. Pero siempre ha encontrado un hueco -un agujero negro cuando ha hecho falta- en el que colocar, en su justa medida, un estilo narrativo a la altura del desarraigo o la violencia, de la intemperie o la vida t¨®xica que han atravesado sus obras. Esquivando, desde una escritura certera y honesta, la sobredosis de ¨¦nfasis; cualquier tentaci¨®n de mecerse sobre la tragedia.
En Canci¨®n de tumba, el autor mexicano alcanza su punto m¨¢s alto en esa batalla por conquistar un lenguaje apropiado para lidiar con el precipicio. El libro aborda, sin paliativos, la historia de una madre prostituta y un hijo a la deriva. Se sumerge en el prost¨ªbulo y en el hospital, moteles y desahucios; dibuja sue?os fallidos. A nuestro narrador le impulsa la redenci¨®n y al mismo tiempo le ronda el suicidio.
Es como si Spider, el personaje de Patrick McGrath, practicara su delirio en la franja de la cordura. O como si aquel malogrado suicida de Thomas Bernhard se viera obligado a sobrevivir en la zona caliente de latitudes m¨¢s broncas. Sin anestesia de ninguna ¨ªndole; nada a mano con que cauterizar su circunstancia.
Herbert avanza en la tiniebla, persiguiendo, acaso, una secreta salvaci¨®n para su madre -"s¨®lo hay una. Y me toc¨®", reza el exergo de Armando J. Guerra que abre la novela- y para s¨ª mismo.
Por momentos, la madre cree que, en las luces de Cuba que pueden verse desde Yucat¨¢n, hay un mundo sin prostitutas ni pobres en el que ella hubiera podido redimirse. Y all¨¢ va el hijo a comprobarlo. S¨®lo que esto, como la mayor¨ªa de las fantas¨ªas de una prostituta en estado terminal, no es m¨¢s que un fuego fatuo. Otro m¨¢s dentro del continuo up and down mental de una mujer atormentada en proceso de extinci¨®n. Este zigzag, por otra parte, es la reproducci¨®n de una existencia oscilante. De una ciudad a otra, de un hombre a otro hombre, de una a otra miseria. Y como esas luces de Yucat¨¢n que promet¨ªan una utop¨ªa al alcance de una hora de avi¨®n, no son m¨¢s que espejismos de vidas posibles.
Por el camino, el goteo persistente de una degradaci¨®n f¨ªsica que, parad¨®jicamente, desbroza el camino hacia una cierta reconstrucci¨®n sentimental. Y un racimo de asuntos irresueltos, ya cr¨®nicos en el trabajo literario de Juli¨¢n Herbert. El de los nombres, por ejemplo. Estos parecen esconderse o multiplicarse, chocar o eludirse, pero el autor no consigue, en ning¨²n momento, fijarlos. Acaso porque la vida n¨®mada que describe est¨¢ llena, c¨®mo no, de absurdos burocr¨¢ticos y equ¨ªvocos prosaicos.
As¨ª que el autor termina abdicando de unificar los apelativos que le califican -el del pasaporte o el de la vida cotidiana, el que esgrimen las autoridades o el que pronuncia su hijo- y se lanza a conseguir, no una firma, sino una huella. Alguna marca no perecedera que le hable al mundo y al tiempo desde esta epopeya de bajo fondo donde la redenci¨®n es la novela misma.
Como en Sin anestesia, la pel¨ªcula de Andrzej Wajda, Canci¨®n de tumba es, casi a pesar de las situaciones que relata, una historia acerca de la lealtad. Una pieza rotunda que condensa, si cabe, los libros y preocupaciones anteriores de Herbert (El nombre de esta casa, Coca¨ªna). Y, la verdad, no se sabe qu¨¦ resulta m¨¢s dif¨ªcil: si apartarse de su lectura o reponerse de ella. As¨ª de hipn¨®tica y dura es esta novela protagonizada, y narrada, por un Sancho Panza del siglo XXI mexicano cuya misi¨®n consiste en testimoniar, y acompa?ar, el delirio hasta las ¨²ltimas consecuencias.
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