Fot¨®grafo de guardia
Quisiera uno imaginar c¨®mo era la mirada del ni?o Usher Fellig cuando vio por primera vez Nueva York, despu¨¦s de la traves¨ªa del Atl¨¢ntico en la bodega de un barco lleno de emigrantes pobres de Europa, despu¨¦s de haber abandonado su ciudad natal, Lvov, que entonces pertenec¨ªa al Imperio Austroh¨²ngaro y ahora es parte de Ucrania, en ese territorio que el historiador Timothy Snyder llama con acierto sombr¨ªo The Boodlands, las tierras de sangre asoladas por los genocidas nazis y los genocidas sovi¨¦ticos. El ni?o Usher Fellig viajaba a Nueva York con su madre y sus hermanos para encontrarse con su padre, que hab¨ªa emigrado unos a?os antes. Lo que uno quiere imaginar se parece inevitablemente al comienzo de una de las grandes novelas americanas de la emigraci¨®n, Ll¨¢malo sue?o, de Joseph Roth, que empieza con el encuentro del ni?o reci¨¦n llegado con su padre al que no recuerda, pero sin duda tiene mucha menos amargura. Nada m¨¢s llegar, y cuando todav¨ªa solo hablaba y¨ªdish y hebreo, a Usher Fellig sus padres le cambiaron el nombre para que sonara algo menos jud¨ªo y m¨¢s americano. Ahora se llamaba Arthur, pero sus ojos viv¨ªsimos y oscuros, su pelo turbulento, sus rasgos exagerados, no enga?ar¨ªan nunca a nadie acerca de su origen, ni siquiera cuando se hizo c¨¦lebre y volvi¨® a cambiar de nombre para llamarse Weegee, Weegee The Famous, o cuando recibi¨® una oferta de Hollywood y abandon¨® la mugre y la prisa de Nueva York para instalarse en California.
Weegee era un Caravaggio de las fotos con 'flash', un tenebrista de la mala vida
Esas calles eran las de su mismo barrio, y la gente que aparece en ellas son emigrantes pobres como ¨¦l
Su padre era un hombre piadoso que aspiraba a convertirse en rabino y se ganaba la vida vendiendo fruta en un carro ambulante por las calles pobres del Lower East Side. Con quince a?os el hijo no ten¨ªa la menor vocaci¨®n religiosa. Se coloc¨® muy pronto como ayudante de fot¨®grafo, haciendo recados, aprendiendo a revelar. Con una c¨¢mara de segunda mano y un pony alquilado sal¨ªa los d¨ªas de fiesta a hacer fotos a los hijos de los emigrantes, montados en el pony. Las saturaba de claridad al revelarlas, porque los emigrantes, jud¨ªos, italianos, polacos, quedaban m¨¢s contentos cuanto m¨¢s blancos salieran sus hijos en las fotograf¨ªas.
Pero el pony era muy caro de mantener y en la casa no hab¨ªa dinero para mantener a tantos hijos. El padre viv¨ªa tan embebido en sus devociones que descuidaba el triste negocio de la venta ambulante. A los 17 a?os Arthur Fellig se march¨® de casa y trabaj¨® en lo que fuera, fregando platos, barriendo suelos de tabernas, buscando una oportunidad para dedicarse de nuevo a la fotograf¨ªa. Dorm¨ªa en albergues para indigentes, en bancos de parques, en las estaciones de tren. Si a partir de mediados de los a?os treinta supo retratar con tanta verdad las vidas de la gente extraviada y marginada fue porque hab¨ªa sido uno de ellos. El cuarto en el que viv¨ªa durante la ¨¦poca de sus mejores fotos nocturnas parec¨ªa el de un indigente, o uno de esos lugares a los que ¨¦l mismo llegaba cuando acababa de suceder una desgracia o de cometerse un crimen.
Weegee era un Caravaggio de las fotos con flash, un tenebrista de la mala vida. En el International Center of Photography puede verse su gran c¨¢mara negra como un artefacto funerario y junto a ella un pu?ado de bombillas fundidas de flash. La exposici¨®n de Weegee que se inaugur¨® hace unas semanas lleva un t¨ªtulo que invent¨® y us¨® ¨¦l mismo, Murder Is My Business. Im¨¢genes muy familiares de malhechores, cad¨¢veres y escenas de crimen son lo que espera uno encontrar, pero lo que distingue al talento es que siempre desconcierta o desborda nuestra expectativa.
Ni a Weegee ni a ning¨²n gran artista hay que darlos por sabidos. Despu¨¦s de haber visto tantas veces sus fotograf¨ªas solo hoy me he dado cuenta de la compasi¨®n que hay en ellas, de un fondo confesional que se vuelve evidente cuando se comprende que esas calles por las que Weegee corr¨ªa queriendo llegar a la escena de un crimen antes que los dem¨¢s fot¨®grafos y hasta la polic¨ªa eran las de su mismo barrio, y que la gente que aparece en ellas, los muertos, los testigos, los transe¨²ntes que se vuelven un momento a mirar, los curiosos que se asoman a una ventana o a una terraza, son emigrantes pobres como ¨¦l. El cine de gangsters ha a?adido un lustre mentiroso al crimen. La est¨¦tica del cine negro le debe tanto a Weegee como a las pel¨ªculas del expresionismo alem¨¢n, pero Weegee, cuando se observan sus fotos con algo de atenci¨®n, es el reverso de esas negruras lacadas de Hollywood. Los asesinatos que ¨¦l retrata son asuntos de poca monta en los que la v¨ªctima suele ser un desgraciado, un cualquiera, un apostador sin ¨¦xito, un tendero de barrio que vende chucher¨ªas y cigarrillos sueltos, y que quiz¨¢s no pag¨® a tiempo una peque?a deuda. Un cad¨¢ver yace en la acera sucia medio tapado con unos peri¨®dicos, y se ve que ten¨ªa los bajos del pantal¨®n deshilachados, los calcetines cortos, los zapatos muy viejos. La pistola que tir¨® el asesino a sueldo al marcharse es una cosa irrisoria, casi como un llavero, una tosca imitaci¨®n de pistola.
Y los ladrones, los asesinos reci¨¦n detenidos, no son menos lamentables en su penuria. Son como esos borrachos antiguos que llevaban la ropa en desorden y el pelo sucio y quiz¨¢s se hab¨ªan reventado el labio o la nariz al caerse al suelo. Se les ve en las caras que vienen de la miseria y que van camino de la silla el¨¦ctrica, y que mientras tanto sirven de cebo para un titular de primera p¨¢gina o ni siquiera eso, para un suelto en la cr¨®nica de sucesos.
En sus autorretratos, con su palidez nocturna y su pelo tan oscuro imposible de peinar, con la corbata floja, con el traje arrugado, con el cigarro barato y salivoso en la boca, Weegee se parece a esa gente: alguna vez, por burla, se dej¨® fotografiar esposado, o de frente y de perfil delante de una cinta m¨¦trica, con un n¨²mero de detenido colgando del cuello. Parte de su talento consist¨ªa en mirar lo que no era obvio, en estar atento a las posibilidades del azar. Delante de un cine, polic¨ªas y curiosos rodean el cad¨¢ver de alguien que ha muerto en un accidente de tr¨¢fico, y Weegee retrocede para incluir en el plano la marquesina en la que se ve el t¨ªtulo de la pel¨ªcula, The Joy of Life. Un edificio arde y en mitad de la fachada, entre el humo y los chorros de agua de los bomberos, se ve un anuncio de salchichas: "A?adir solo agua hirviendo".
Y siempre hay gente que mira, gente asomada a todas las ventanas de una calle para ver el cad¨¢ver de ese tendero sin fortuna, rodeando a la v¨ªctima de un accidente, o a un gangster reci¨¦n ejecutado, acerc¨¢ndose para ver mejor a alguien que lleva unas esposas, gente pobre fascinada por el espect¨¢culo barato y accesible de la desgracia ajena, con esa avidez de las personas gastadas por el trabajo y la necesidad que no tienen muchas distracciones en la vida. Nadie ha retratado esas miradas codiciosas mejor que Weegee. Eran iguales a la suya.
Weegee: Murder Is My Business. International Center of Photography. Nueva York. Hasta el 2 de septiembre. www.icp.org. antoniomu?ozmolina.es
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