Mario Conde, el preso ¡®n¨²mero uno¡¯
El exbanquero ingresa en prisi¨®n convertido en una caricatura de s¨ª mismo y delatado por su codicia
La contrafigura perfecta de Mario Conde es Mario Conde, detective protagonista de las novelas de Leonardo Padura y versi¨®n invertida del banquero en su descripci¨®n superficial. Poco pelo, menos carisma. Descre¨ªdo. H¨¢bitos espartanos. Incorruptible.
Es met¨®dico Conde y conoce al ser humano. Por eso sabe delatarlos en la oscuridad. Paciente. Compra libros de segunda mano. Un hombre triste y agobiado. Un polic¨ªa provisto de moral. Y un escritor frustrado, incapaz de redactar Los d¨ªas de gloria.
Es el t¨ªtulo del manual exculpatorio de Mario Conde, un memorial cuya autocomplacencia y victimismo sobreentienden los complots judiciales y las conspiraciones pol¨ªticas que malograron coreogr¨¢ficamente su trayectoria de banquero prodigio. Robin Hood se define a s¨ª mismo entre esas p¨¢ginas. Evoca la bendici¨®n de Juan Pablo II. Y se retrata como un capitalista de coraz¨®n grande. Que ejerci¨® la filantrop¨ªa hasta que las familias del sistema y los poderes ocultos le arrebataron Banesto, sacrificando al mismo tiempo la osad¨ªa b¨ªblica de David entre colosos.
Dec¨ªa lo mismo Ruiz Mateos. Y Conde detestaba la comparaci¨®n. No ya en los matices conceptuales, sino en los aspectos dramat¨²rgicos. Un seductor engominado, un magnate que se jactaba de llevar relucientes las suelas de los zapatos porque ¨²nicamente se desplazaba de alfombra en alfombra, a veces levitando.
Era la manera de estilizar sus diferencias con el patr¨®n de Rumasa, pero semejante esfuerzo no le ha prevenido de exponerse a una similar degeneraci¨®n caricaturesca. Estremec¨ªa incluso la candidez con que el escualo sin dentadura propon¨ªa lecciones de ¨¦tica, sonrojaban sus homil¨ªas de telepredicador entre los palmeros de la extrema derecha. Indignaba, en fin, el descaro con que Mario Conde, el renacido y el iluminado, multiplicaba entre los presos conferencias y terapias para la reinserci¨®n.
Ser¨ªa para la reinserci¨®n del dinero, raz¨®n de?sencadenante de la redada en su chal¨¦ madrile?o y pretexto de esta dolorosa regresi¨®n a los a?os noventa que nos ha hecho evocar la peseta, reencontrarnos con el esp¨ªritu de Juanito, convivir hasta la saciedad con el bigote invisible de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, leer las cr¨ªticas de la ¨²ltima pel¨ªcula de Pedro Almod¨®var e instalarnos en el bucle espacio-temporal que implica la ubicuidad del crooner Bert¨ªn Osborne.
La memoria de Espa?a ha retrocedido. Hemos exhumado ¡°los d¨ªas de la gloria¡± y las noches de impunidad. Hemos aireado en cintas de VHS los obituarios que sepultaron la megaloman¨ªa de Mario Conde, v¨ªctima de la soberbia, de la picaresca y de la impostura. Tan espa?ol, como en efecto era. Y tan italiano en sus habilidades metam¨®rficas. De otro modo, nunca hubiera aspirado a la emulaci¨®n de Berlusconi. Y no tanto por identificaci¨®n con el hedonismo del macho alfa como porque Il Cavaliere corrompi¨® la pol¨ªtica para evitar la c¨¢rcel. Y porque el imperio medi¨¢tico, m¨¢s que controlar la opini¨®n p¨²blica, le permiti¨® crearla, a su imagen y semejanza.
Conde quiso tambi¨¦n construir una telecracia, quiso mutar en l¨ªder pol¨ªtico, quiso exponerse como el eccehomo del sistema, pero el escarmiento de 11 a?os en prisi¨®n lo dejaron tiritando. Y restringieron su liderazgo no ya a la devoci¨®n de los presos, sino al entusiasmo del director de la c¨¢rcel de Alcal¨¢ Meco.
Jes¨²s Calvo se llamaba. Y fue sustituido de su puesto por haber otorgado a Conde toda suerte de privilegios, aunque el funcionario quiso despecharse presentando en sociedad Memorias de un preso, describiendo al banquero como un idealista, llegando a decir que Conde asust¨® a los dioses y que los dioses lo castigaron.
El episodio se antoja ilustrativo del encantamiento que ejerc¨ªa Conde. Hab¨ªa convertido al alcaide de Meco en un palafrenero, aunque las mayores satisfacciones se las debi¨® proporcionar la habilidad con que organizaba desde prisi¨®n la repatriaci¨®n de su dinero. Que no era suyo. Y que disimul¨® con operaciones de virtuoso pitufeo, predisponiendo el entramado que luego organizar¨ªa en libertad y que alcanza a un tesoro de 13 millones de euros.
Sonrojaban sus homil¨ªas de telepredicador entre los palmeros de la extrema derecha
La cantidad es concreta, pero tambi¨¦n orientativa de la ingenier¨ªa que Mario Conde fue capaz de sofisticar como despecho al sistema que hab¨ªa intentado arruinarlo. Once a?os de prisi¨®n no le disuadieron, como tampoco lo hizo la implicaci¨®n de sus hijos. Prevalecieron las obligaciones del n¨²mero uno. El n¨²mero uno de los abogados del Estado, el n¨²mero uno de los banqueros, el n¨²mero uno de los presos, el n¨²mero uno de los evasores.
Hubiera encontrado la comprensi¨®n de Gordon Gekko en Wall Street. No solamente por el parecido con el personaje de Michael Douglas ¡ªgomina, camiseta de rayas con cuello blanco, tirantes, hechuras de castigador¡ª, sino por el di¨¢logo que confronta a una pareja de escualos neoyorquinos: ¡°?Cu¨¢nto necesitas para retirarte?¡±. Y Gekko le responde jactancioso: ¡°Necesito m¨¢s¡±.
Acaso la codicia ha rematado a Mario Conde, sin descartar otras hip¨®tesis m¨¢s prosaicas como las urgencias econ¨®micas, el alt¨ªsimo concepto de s¨ª mismo, el perfeccionismo infalible con que cre¨ªa haber organizado su holding de ultramar al tiempo que limosneaba el cari?o de sus compatriotas. Todos los problemas de los hombres son afectivos.
Y Conde ten¨ªa los suyos, del mismo modo que buscaba consuelo para remediarlos en sus lecturas esot¨¦ricas, sus h¨¢bitos supersticiosos y su impostura de fil¨®sofo presocr¨¢tico. Impostura porque la obsesi¨®n de Conde hacia la reencarnaci¨®n y la transmisi¨®n de la materia no respond¨ªa a un conflicto metaf¨ªsico, sino a la contingencia de traerse el dinero ¡ªla materia prima¡ª del extranjero.
Mario Conde hubiera acabado con Mario Conde. Y no hablamos aqu¨ª de la improbable autodestrucci¨®n del banquero, sino del detective obstinado y perseverante de Leonardo Padura. Que esclarec¨ªa delitos porque sab¨ªa esclarecer las almas. Y que fue polic¨ªa, como ¨¦l mismo dice, ¡°¨²nicamente porque no pod¨ªa soportar que los hijos de puta hicieran las cosas impunemente¡±.
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