C¨¢diz, del mito al s¨ªmbolo
Las naciones no tienen cumplea?os. Al menos, las que pertenecen a la ¡°zona uno¡±, de acuerdo con la ingeniosa teor¨ªa de Ernst Gellner: Espa?a, como Francia o Inglaterra, ya ten¨ªa un ¡°techo¡± estatal bajo el que cobijar una condici¨®n socio-cultural m¨¢s o menos difusa. Por el contrario, las formas de Estado, incluido el Estado Constitucional, nacen, crecen, se desarrollan y ¨C por desgracia ¨C a veces tambi¨¦n mueren como secuela de los avatares hist¨®ricos. Filadelfia, 4 de julio de 1776; Par¨ªs, la Bastilla, 14 de julio de 1789; C¨¢diz, por supuesto, 19 de marzo de 1812... Aqu¨ª estamos, en pleno bicentenario, buscando puentes para renovar el orgullo leg¨ªtimo que muchos sentimos por aquellos or¨ªgenes de la Espa?a contempor¨¢nea, por utilizar el t¨ªtulo ya cl¨¢sico del maestro Miguel Artola. Tiempo para renovar la confianza en los principios estructurales de la democracia constitucional que algunos cuestionan al amparo de una crisis disolvente: soberan¨ªa nacional; instituciones representativas; divisi¨®n de poderes; reconocimiento y garant¨ªa de los derechos fundamentales. Todo eso estaba en la Pepa, en dosis diferentes y con ¨¦nfasis peculiares. El contexto hace imposible exigir a nuestros Padres Fundadores ciertas evidencias contempor¨¢neas que en 1812 no formaban parte del Esp¨ªritu de la ?poca. Por ejemplo, la libertad religiosa, expresamente proscrita en nombre de la confesionalidad ¡°teol¨®gica¡± del Estado: la religi¨®n cat¨®lica es la ¡°¨²nica verdadera¡±. O tambi¨¦n, el sufragio femenino, que tardar¨ªa al menos otro siglo en ser reconocido en los pa¨ªses m¨¢s avanzados de Europa. Acaso hubo mucho de estrategia pol¨ªtica en el ¨¢mbito de la religi¨®n. En cambio, nadie pod¨ªa imaginar entonces que la Vindicati¨®n of the Rights of Women (1790), de la pionera Mary Wollstonecraft, fuera algo m¨¢s que una an¨¦cdota digna de comentario marginal.
Cada gremio aporta lo que sabe. Hay un C¨¢diz de los constitucionalistas, porque la Pepa proclama su condici¨®n de norma fundamental: todo espa?ol ¡°est¨¢ obligado a ser fiel a la Constituci¨®n¡±, exige el art¨ªculo 7, y tiene ¡°derecho a representar a las Cortes o al Rey para reclamar la observancia¡± de su texto, de acuerdo con el 373. Queda clara, en efecto, la distinci¨®n entre poder constituyente y poderes constituidos, porque ¨C dispone el art¨ªculo 3 ¨C la naci¨®n soberana goza del derecho exclusivo de ¡°establecer sus leyes fundamentales¡±. Late, sin duda, el eco de Siey¨¨s: la naci¨®n es titular ¡°permanente, irrenunciable y perpetuamente actual¡± del poder constituyente. Hay, por supuesto, un C¨¢diz de los historiadores, que apelan a una naci¨®n que ¡°se hizo carne¡± (Garc¨ªa de Cort¨¢zar), a la ¡°luz de las tinieblas¡± (Elorza) o a la ¡°naci¨®n indomable¡± (Garc¨ªa C¨¢rcel). Recuerdo aqu¨ª y ahora una referencia brillante: El C¨¢diz de las Cortes, de Ram¨®n Sol¨ªs, cuya primera edici¨®n public¨® en 1958 el entonces Instituto de Estudios Pol¨ªticos (ahora Centro de Estudios Pol¨ªticos y Constitucionales), con un pr¨®logo de don Gregorio Mara?¨®n que apunta un elemento determinante: ¡°lo que le salv¨® a Espa?a en aquel trance decisivo fueron las minor¨ªas ilustradas...¡± Sol¨ªs (reeditado despu¨¦s por Alianza, Silex y otras editoriales) ofrece un panorama seductor: calles y plazas; nobles, burgueses, cl¨¦rigos y esclavos; bailes, tertulias, sainetes y teatros; sucesos y epidemias... La prensa, c¨®mo no: ¡°le cabe a C¨¢diz el derecho de poderse titular cuna del periodismo pol¨ªtico espa?ol¡±. Dos mil ejemplares lleg¨® a lanzar El Conciso, una tirada asombrosa para la ¨¦poca. Desmonta tambi¨¦n algunos t¨®picos arraigados, cuando demuestra la escasa importancia de las logias en la vida pol¨ªtica gaditana. Como siempre, la historia debe situarse por encima de los prejuicios.
Hay tambi¨¦n un C¨¢diz para la Teor¨ªa Pol¨ªtica. Recuerdo buenas p¨¢ginas al respecto de mi maestro, don Luis D¨ªez del Corral, y muchos an¨¢lisis rigurosos sobre el discurso ideol¨®gico de liberales, serviles y otros grupos m¨¢s o menos homog¨¦neos y organizados en el desarrollo de los debates parlamentarios. Me irrita la identificaci¨®n entre tradici¨®n espa?ola y absolutismo mon¨¢rquico, a partir de la cual se deduce ¨C sin mayor esfuerzo argumental ¨C un supuesto axioma que no necesita ser probado: C¨¢diz, en efecto, supondr¨ªa una ruptura radical con las sedicentes esencias patri¨®ticas. Al parecer, Jovellanos, Mart¨ªnez Marina o el discurso preliminar de Arg¨¹elles no convencen a nadie. Suena a pretexto ideol¨®gico la apelaci¨®n del discurso al ¡°enlace, armon¨ªa y concordancia¡± del texto gaditano con las viejas ¡°leyes fundamentales¡± de Arag¨®n, de Navarra y de Castilla. Para desmontar el t¨®pico conviene revisar un cl¨¢sico de la literatura pol¨ªtica, la Vindiciae contra tyrannos, obra capital de las monarc¨®macos franceses, firmada con el prudente seud¨®nimo de Stephanus Junius Brutus poco tiempo despu¨¦s de la matanza de hugotones en la noche de San Bartolom¨¦. La ¡°monarqu¨ªa limitada¡± forma parte de la tradici¨®n constitucional de nuestros vecinos y tambi¨¦n de la espa?ola, como demuestra el padre Juan de Mariana, defensor del tiranicidio al igual que el autor de la Vindiciae. A su vez, el jesuita de Talavera tiene una influencia determinante en la citada Teor¨ªa de las Cortes de Mart¨ªnez Marina. El Fuero de Le¨®n de 1188 se anticipa al Parlamento modelo convocado en Inglaterra por Sim¨®n de Monfort. Las Cortes de Arag¨®n ofrecen un genuino esp¨ªritu pactista al mejor estilo de la vieja Constituci¨®n estamental. Las Comunidades de Castilla (seg¨²n la visi¨®n de Maravall) son fiel reflejo de un proyecto pol¨ªtico fallido, pero s¨®lido y consistente¡ Tampoco es verdad que todo fuera copia servil (valga la paradoja) de las Constituciones revolucionarias francesas, en particular la de 1791, todav¨ªa mon¨¢rquica. Los angl¨®filos como Quintana o Blanco White merecen mejor fortuna entre los estudiosos del discurso pol¨ªtico. Lord Holland dej¨® m¨¢s huella de la que parece. Por ejemplo, pocos han reparado en la proclama utilitarista que contiene el art¨ªculo 13, casi siempre despachado con una sonrisa ir¨®nica: ¡°el objeto del Gobierno es la felicidad de la Naci¨®n, puesto que el fin de toda sociedad pol¨ªtica no es otro que el bienestar de los individuos que la componen¡±. Ingenuo y vanidoso, Jerem¨ªas Bentham exige desde su ¡°autoicono¡± en el University College de Londres ser reconocido como padre intelectual de tan saludable declaraci¨®n.
Por ¨²ltimo, merece una reflexi¨®n aparte el C¨¢diz de los pol¨ªticos, siempre muy alejados de los debates sesudos en aulas, seminarios y jornadas de estudio. Porque la Pepa es la tarjeta de visita del constitucionalismo espa?ol y debe ser puesta en valor en las complejas circunstancias que nos impone el siglo XXI. Muchos se quejan de la supuesta consagraci¨®n de un mito que mezcla realidades y fantas¨ªas. Yo dir¨ªa que se trata, en rigor, de un s¨ªmbolo pol¨ªtico, en el sentido de Ernst Cassirer o, entre nosotros, de Garc¨ªa Pelayo: el hombre es un ¡°animal simb¨®lico¡± y el s¨ªmbolo es ¡°un fen¨®meno sensible, portador de sentido¡±. C¨¢diz, en condiciones ¨¦picas, apela a las libertades individuales y a las virtudes c¨ªvicas. Celebrados como merecen los fastos del bicentenario, incluido el acto solemne en San Felipe Neri, llega la hora de estudiar en serio las secuelas jur¨ªdicas y pol¨ªticas de la Constituci¨®n del 12. Hay lecciones que saltan a la vista, porque configuran las se?as de identidad de una sociedad madura. El ejemplo est¨¢ ah¨ª. Si no reconocemos las causas, no servir¨¢ de nada lamentar las consecuencias.
Benigno Pend¨¢s
Director del Centro de Estudios
Pol¨ªticos y Constitucionales
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