Pitar el himno
La ley obliga a todos, pero carece de sustancia f¨ªsica para forzar a los ciudadanos a emocionarse
El himno nacional de Espa?a, considerado desde un punto de vista estrictamente art¨ªstico, es lo contrario de maravilloso, imponente, exaltador. Consiste en unos compases de chundachunda que suenan demasiado a cuartel. Es ligerito, es saltar¨ªn y se presta a la parodia. Que, adem¨¢s, carezca de letra induce a pensar que algo extra?o ocurre con ¨¦l. Los que vivimos en el extranjero estamos acostumbrados a que el locutor local de turno aluda, a menudo en tono risue?o, a dicha anomal¨ªa.
La tensi¨®n vibrante que se pone en el aire cuando uno (con ocasi¨®n de alg¨²n evento deportivo, por ejemplo) escucha otros himnos, cuesta percibirla en la melod¨ªa acelerada, apenas solemne, del himno espa?ol. Como se sabe, John Lennon antepuso un fragmento de la Marsellesa a su c¨¦lebre All you need is love. La ocurrencia (?qu¨¦ decir de la versi¨®n reggae de Serge Gainsbourg?) es sin duda discutible en t¨¦rminos musicales; pero est¨¢ lejos de incurrir en la caricatura o en la afrenta. Prueba de ello es que en Francia la idea del m¨²sico ingl¨¦s fue y sigue siendo interpretada por muchos como un homenaje. H¨¢gase la prueba de sustituir el mencionado fragmento por el inicio del himno actual de Espa?a. El resultado es directamente c¨®mico.
Por supuesto que su modesta altura art¨ªstica no quita a la marcha de granaderos su rango de himno nacional, venerable para quienes tengan la disposici¨®n de venerarlo. Guardarle respeto, aunque inspire rechazo, aunque traiga malos recuerdos, es competencia de la buena educaci¨®n. Las personas sosegadas no pitan himnos. El menosprecio de los s¨ªmbolos entra?a un agravio hacia quienes los profesan, hombres y mujeres, ancianos y ni?os.
Ahora bien, no es menos cierto que dicho agravio no se repara mediante la imposici¨®n de aquellos s¨ªmbolos. La ley obliga a todos por igual, pero carece de sustancia f¨ªsica para forzar a los ciudadanos a emocionarse. En todo caso uno se lleva la mano al coraz¨®n y canta con la muchedumbre por motivaciones elementales como la amenaza, el miedo o la hipocres¨ªa. M¨¢s discreto parece mantener los labios sellados, tarea propiciada, en el caso espa?ol, por la mencionada falta de texto. V¨¦ase a nuestros futbolistas internacionales.
El himno qued¨® tal cual lo impuso Franco despu¨¦s de ganar una guerra contra otros espa?oles
Que la historia de las naciones acumula cantidades ingentes de infortunio es una circunstancia que no ignora nadie. La manera de afrontar un pasado de guerras, hambre, cr¨ªmenes y opresi¨®n, y, en ocasiones, de ponerle fin por v¨ªa de la reconciliaci¨®n, var¨ªa enormemente de unas naciones a otras. Y en este sentido, Espa?a ha arrastrado de costumbre una lamentable deficiencia pedag¨®gica, como consecuencia de la cual las heridas hist¨®ricas tardan largas d¨¦cadas, acaso siglos (conozco a paisanos m¨ªos que a¨²n sacan a colaci¨®n la primera guerra carlista), en cerrarse. No obstante, muy de cuando en cuando ha prevalecido una voluntad de sensatez, de deseo de entendimiento y de tolerancia, y se ha llegado a acuerdos que han dado lugar a periodos de paz consensuada. La llamada Transici¨®n, con todas sus imperfecciones, con sus innumerables dificultades de toda ¨ªndole, fue uno de esos periodos en los que a uno no le da verg¨¹enza mirarse. Bien es verdad que no satisfizo las aspiraciones republicanas de algunos, pero acab¨® con el franquismo e instaur¨® un sistema democr¨¢tico que s¨®lo quien ignora la historia de Espa?a puede despreciar, por m¨¢s que el para¨ªso tenga otro aspecto.
Se consensuaron, cediendo unos aqu¨ª, otros all¨¢, tambi¨¦n los s¨ªmbolos, tanto los del Estado como los de las diversas comunidades aut¨®nomas, prohibidos y perseguidos algunos de ellos apenas unos a?os atr¨¢s. Disiento de quienes afirman que hubo traiciones, que se tragaron sapos. No menos dolor de vientre pudo producir a los unos el acatamiento de la bandera rojigualda como a los otros la ikurri?a vasca. No por otra cosa se caracterizan los acuerdos sino por el rec¨ªproco acercamiento de posturas.
As¨ª como en la bandera de Espa?a la sustituci¨®n de un escudo por otro marca una diferencia visible (suficiente o no, es otra cuesti¨®n), no ocurri¨® lo mismo con el himno. El himno qued¨® tal cual lo impuso Franco despu¨¦s de ganar una guerra contra otros espa?oles. Y pensar que estos espa?oles (o como ellos mismos se quieran definir) y sus descendientes se vayan a entusiasmar alguna vez con dicho himno equivale a buscar setas en el oc¨¦ano.
Pongo en duda que semanas atr¨¢s los seguidores del Atlethic y del Bar?a pitaran el himno nacional tras una reuni¨®n previa de las dos aficiones, con ponencias sesudas e intercambio constructivo de reflexiones por ambas partes. Pongo asimismo en duda que muchos de aquellos cong¨¦neres silbadores no hubieran pasado horas antes del partido por unos cuantos bares. Un campo de f¨²tbol es un desahogadero de pasiones colectivas. La pitada al himno es una de ellas. Lo que pod¨ªa haber quedado en una provocadora y desagradable manifestaci¨®n de pitorreo, finalmente ha adquirido un cariz de rito. El hecho se repetir¨¢ seguro y pronto, tal vez, con otras aficiones, aun cuando a los pitadores en el fondo el himno les traiga al pairo. ?C¨®mo privarse, sin embargo, del goce de irritar a ciertos pol¨ªticos!
Fernando Aramburu es escritor.
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