Tomando un caf¨¦ en Mekn¨¦s
Autor invitado: Pablo Cerezal (*)
Tantas parejas sentadas, con la frontera de una mesa que fotograf¨ªa encuentros, en los caf¨¦s. Susurr¨¢ndose tiernas palabras al o¨ªdo, rozando sus rodillas por debajo de las mesas, sonriendo con la franca afabilidad del naciente romance, deslizando incluso, los m¨¢s atrevidos, un fugaz simulacro de beso en mejillas que se incendian al rumor de un contacto que no llega a materializarse. Con la ternura de una brisa que no quiere ser viento, con la certeza de una mirada que pretende hacerse eterna, con la magia de un malabar que se presta al desacierto.
Tambi¨¦n parejas que no toman asiento enfrentando la mirada, que fuman (ellos) y miran la nada (ellas) en silencio, que por no discutir ni hablan, o que se explican proyectos laborales ignorando los naturales impulsos del deseo. Acomodarse en alguno de los sof¨¢s o sillas distribuidas en la parte superior de uno de los muchos caf¨¦s que pueblan la zona moderna de la vetusta ciudad de Mekn¨¦s no deja de ser como hacerlo en cualquier ciudad europea. A priori.
Cada una de las populosas ciudades marroqu¨ªes que absorben, a diario, el ansia de trabajo y hambre de los pueblos de la monta?a o de los aduares del desierto, procesa vertiginosos cambios en los tiempos que vivimos. Las avenidas se pueblan de comercios que buscan en modernos neones y coloridos carteles el beneficio de una clientela ¨¢vida por consumir modos de vida en abierta pugna con los que, hasta ayer, eran propios de su geograf¨ªa. Entre ellos todos estos locales destacan, sin duda, los caf¨¦s.
En cualquier gran ciudad marroqu¨ª que de tal pretenda orgullecerse surgen cafeter¨ªas de, al menos, dos pisos, para bien conjugar en su per¨ªmetro los dos verbos preponderantes de la vida en sociedad: progresar y venerar (quiero decir avance y retroceso....buscar s¨ªmiles)... Los dos polos opuestos de este continente en que se ha convertido el pa¨ªs vecino casi toman contacto en el reducido espacio de las cafeter¨ªas osalon de th¨¦ que est¨¢n naciendo al calor de la populosa ebullici¨®n ciudadana.
Geom¨¦tricamente situados en la parte inferior del local, normalmente con una generosa bater¨ªa de sillas y mesas en el exterior, orientados hacia el espect¨¢culo vivaz de las calles, nutridos grupos de hombres consumen con vertiginosa lentitud vasitos de t¨¦ o caf¨¦ bien negro y espeso. Reconozco que el espect¨¢culo de tantos rostros decididamente malencarados o simuladamente ausentes, realizando quir¨²rgicas autopsias visuales de cada viandante (especialmente en caso de pertenecer estos al g¨¦nero femenino) puede resultar chocante e incluso intimidatorio. Pero nada ocurre de m¨ªnima gravedad, lo certifico, y todo queda en ese ¡°mirar la vida pasar¡±.
Franqueada ya la puerta del amplio local, deslumbrados ya por sus coloridos neones, y atormentados por el enfervorecido fragor sonoro de sus mastod¨®nticos televisores,veremos una escalera, normalmente espiralizada en volutas de cemento decorado queascienden hacia el cielorraso como queriendo acompa?ar las nubes de humo de los numerosos cigarros encendidos.
Hay que subir las escaleras, saludar a alguno de los numerosos camareros que habr¨¢n saludado tu entrada en el recinto, y tomar asiento en alguna de las escasas esquinas a que la curvatura emperifollada de la sala permita la existencia.
Comienza entonces, tras haber pedido la consumici¨®n, el espect¨¢culo realmente nutritivo. M¨¢s, al menos, que el de la calle que, con tanto denuedo, se empe?an en aprehender los parroquianos de la sala de abajo.
Es entonces cuando podremos dar por iniciado el jugoso fest¨ªn de contrariedades que nos ofertar¨¢n las numerosas parejas que dialogan, mientras trasiegan zumos, caf¨¦s, refrescos y alg¨²n que otro pastelillo.
A tu derecha una joven con la cabeza cuidadosamente velada por un sobrio hiyab, sostiene entre sus manos la caricia tibia de un var¨®n visiblemente encandilado que invade la atm¨®sfera de perfume caro y deslumbra a los circundantes con su ropa de marca.
Junto a ellos r¨ªen, visiblemente felices, un hombre y una mujer de mediana edad quecomparten libidinosas miradas y un zumo de naranja del que emergen sendas pajitas. Ambos visten ce?idos jeans y la mujer coquetea de continuo con el batir de olas de su larga melena mientras ¨¦l recoloca, una y otra vez, frente a sus ojos, las gafas de sol que le permiten mejor mirar las zonas de la anatom¨ªa hembra que sin recato se insin¨²an.
A tu izquierda una pareja de mediana edad contempla la nada. ?l garrapatea crucigramas. Ella mueve sin descanso la cucharilla que naufraga en un caf¨¦ con leche cuya temperatura podemos imaginar ya lejos de la recomendada para su mejor disfrute. Ambos visten ropa barata de europeas pretensiones.
Junto a ellos, tan cerca que, de no ser por la baja fidelidad de su murmullo, podr¨ªan hacerlos part¨ªcipes de su, imaginamos, enamorada conversaci¨®n, una jovenc¨ªsima muchacha tocada con colorida shayla recoloca una y otra vez el rebelde rizo que ¨¦sta deja escapar tras cada nuevo beso fugaz que el joven que la acompa?a deja deslizar en su mejilla.
Frente a ti la viva imagen de la costumbre marital, supones, instalada en el silencio en que, fijamente, se contemplan la mirada un hombre y una mujer cuyo atuendo no deja duda a su vida en la lejana Europa.
Los camareros se afanan entre las mesas y las parejas deslizan, entre su ajetreado recorrido, el vaiv¨¦n festivo de silencios y susurros, carcajadas y malos gestos, tintineos de cuchara que remolonean az¨²cares y sue?os, deseos, frustraciones...
Abajo permanece el silencio var¨®n de quienes miran la calle, segado ¨²nicamente por el fulgor sonoro de televisores enfervorecidos que vomitan los ¨²ltimos hits de la m¨²sica popular marroqu¨ª, o las noticiosas novedades llegadas de las tierras gobernadas por las petrol¨ªferas dinast¨ªas del Golfo P¨¦rsico. De tanto en tanto, la televisi¨®n nacional irrumpe con sus cor¨¢nicas salmodias, a la hora del rezo, pero nada cambia y todos permanecen sentados, nadie pone pies en tierra para humillar su cuerpo ante la grandeza del Dios ¨²nico que a todos gobierna.
Por cierto, no es preciso sentirse azorado por el hecho de haber consumido, tras una o un par de horas, tan s¨®lo un caf¨¦ cortado. Nadie va a imprecar tu ensimismamiento incit¨¢ndote a solicitar un nuevo t¨¦ a la menta o algo para ¡°picar¡±. Una vez tomas asiento en una silla del caf¨¦, puedes sentirte como espectador de lujo de la vida circundante y dejar que el tiempo se deslice a tus pies, calmo y sosegado.
S¨®lo un par de recomendaciones: el Nespresso que sirven en el Caf¨¦ Florence (0,90€), en el barrio de Al-Mansour, es realmente delicioso, y la amabilidad de los camareros, que intentar¨¢n comunicarse contigo en tu lengua de origen, no tiene parang¨®n. Y a pesar de que la supongas perfecta para combatir los rigores estivales...no pidas cerveza.
(*) Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y profundo conocedor de Marruecos. Acaba de publicar su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya fascinante historia transcurre en el pa¨ªs vecino, y mantiene activo el blog Postales desde el Hafa, as¨ª como colaboraciones literarias y de cr¨ªtica cinematogr¨¢fica en diversos medios online.
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