Patrimonio de la Humanidad
Los defensores de la alta culturalidad de la Fiesta Nacional sobreentienden inconscientemente que la cultura es buena por definici¨®n, cuando es, desde siempre, un instrumento de control social o pol¨ªticosocial
Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros sean consideradas como cultura por el sufrimiento que infligen a un animal. No tiene precedente el criterio de esgrimir un juicio de valor moral para decidir de la pertenencia de una cosa a la ¡°cultura¡±. El equ¨ªvoco nace de esa actitud, tan del PSOE de Gonz¨¢lez, de privilegiar la Cultura como cosa excelsamente democr¨¢tica, y as¨ª se ha popularizado la man¨ªa de estar viendo cultura por todas partes, con nuevas y baratas invenciones; y a la mera palabra ¡°cultura¡± se le cuelga impropiamente una connotaci¨®n valorativa de cosa honesta y respetable.
Tengo entendido que los primeros escandalizados ante la crueldad de las corridas de toros no fueron ni los catalanes ni los castellanos sino los ingleses, y no por la gente y la muerte del toro sino por las de los caballos. No hay ni que decir lo que para un ingl¨¦s es un caballo. En el entresiglo XIX-XX los ingleses ten¨ªan buenas razones para venir a Espa?a, tal vez a¨²n poco tur¨ªsticas, pero s¨ª industriales y mineras: sobresalen al norte la producci¨®n de hierro y al sur las minas de cobre de R¨ªo Tinto. En el invierno de 1956 tuve la suerte de pasar 10 d¨ªas en el precioso Hotel Victoria, de Ronda, todav¨ªa en su forma pr¨ªstina ¡ªvictoriana, como su nombre indica¡ª, y no en la detestable remodelaci¨®n posterior. Seguramente construido para los ingleses que frecuentaban Gibraltar, fue a situarse precisamente en Ronda, con su famoso ¡°Tajo¡±, un verdinegro abismo vertical que la divide en dos, aunque con tres puentes, el m¨¢s alto de ellos, en la cota superior de la ciudad. Pero Ronda era adem¨¢s una antigua y c¨¦lebre ciudad taurina, con la primera plaza levantada sobre planos de arquitecto, muy arrimada al Tajo y con el propio Hotel Victoria en sus proximidades. L¨®brega fama la de aquella plaza: a los caballos muertos por el toro los sacaban hasta el borde del barranco y los precipitaban vertiginosamente al fondo del abismo, cien metros m¨¢s abajo, donde serv¨ªan de pasto a las aves carro?eras. ?Virgen Sant¨ªsima! ?qu¨¦ pesadilla de caballos muertos para una dama inglesa hospedada en el Hotel Victoria!
Muy distintos motivos y circunstancias, y desde luego totalmente remotos a la compasi¨®n, fueron los que removieron la ¡°cuesti¨®n caballos¡± entre los taurinos nacionales. Hubo una ¨¦poca, creo que fijada desde una ordenanza de 1846, en que el ministerio obligaba al empresario de cualquier corrida ordinaria corriente de seis toros a tener dispuestos en la cuadra hasta 40 caballos para la suerte de varas; de modo que cada toro ten¨ªa asegurados seis caballos que matar, y todav¨ªa quedaban cuatro por si alguno no se hab¨ªa saciado con su cupo.
El ¡®ah¨ª queda eso¡¯ me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la espa?olez
Ya se sabe que el remedio ¡ªaunque en parte no tan remedio¡ª sobrevino en 1928, bajo el gobierno, o dictadura, de don Miguel Primo de Rivera, pero no por motivaci¨®n p¨²blica, sino por un incidente personal desagradable: el contenido de las tripas de un caballo despanzurrado por el toro salt¨® hasta la barrera y salpic¨® a don Miguel, a una ilustre dama francesa que lo acompa?aba y a algunos otros espectadores. Fulminantemente el dictador orden¨® a su ministro de gobernaci¨®n, Mart¨ªnez Anido, que implantase la protecci¨®n de los caballos de picas mediante una gualdrapa embutida de lana o de crin, con una botonadura al tresbolillo, estilo capiton¨¦. El toro, desde luego, ya no mataba a los caballos, y la orden dej¨® satisfechos a los empresarios; pero no as¨ª al p¨²blico: desde los grader¨ªos de todas las plazas se levant¨® una protesta ensordecedora. Y es que en aquellos a?os todav¨ªa el p¨²blico iba a ver principalmente toros, mucho m¨¢s que toreros ¡ªaunque la suerte de matar tuviese ya alg¨²n predicamento: ?el Espartero!¡ª y la suerte de varas, donde el toro mostraba su bravura y su poder, era la m¨¢s importante, de manera que el n¨²mero de caballos muertos era casi el sumando principal en el baremo de la calificaci¨®n.
La cultura es desde siempre, cong¨¦nitamente, un instrumento de control social, o pol¨ªtico-social cuando hace falta; por esta cong¨¦nita funci¨®n gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo m¨¢s gregario, lo m¨¢s enajenante, lo m¨¢s homogeneizador. Hoy est¨¢ muy cabalmente representada por ese inmenso CERO que es el f¨²tbol.
Los castellanos se han puesto a revindicar la alta culturalidad de la Fiesta Nacional, sobreentendiendo impl¨ªcita e inconscientemente que la cultura es buena por definici¨®n, al ensalzar del modo m¨¢s enf¨¢tico las muchas y gloriosas externalidades que se han desarrollado en torno suyo, en la poes¨ªa, en la literatura, en las artes pl¨¢sticas, pintura y escultura (?Mariano Benlliure!) y hasta en filosof¨ªa. Lo m¨¢s ambicioso ha sido lo de do?a Esperanza Aguirre: que la corrida de toros sea declarada ¡°Patrimonio de la Humanidad¡±, pero yo por mi parte no puedo sustraerme de que la Alianza de las Civilizaciones entre Espa?a, el Mid¨ª y no pocas naciones de Ultramar que tal cosa implicar¨ªa, m¨¢s a¨²n que para enaltecer una muy castellana y espa?ola afici¨®n taurina, es para darles a los catalanes una lecci¨®n sobre Cultura.
Pero nada de esto hac¨ªa falta: el genuino e innegable car¨¢cter de ¡°cultura¡± se le reconoci¨® a la corrida a mediados del siglo XX, cuando la populista f¨®rmula romana Panem et circenses se remed¨® para t¨ªtulo de una zarzuela Pan y toros. Este t¨ªtulo identificaba en las corridas de toros una funci¨®n an¨¢loga ante el p¨²blico a la que ten¨ªan en Roma los espect¨¢culos circenses: la ya citada funci¨®n cong¨¦nita de toda cultura, instrumento de control pol¨ªtico social.
Mi deseo de que los toros desaparezcan no es por compasi¨®n, sino por verg¨¹enza de los hombres
Justo es consignar, sin embargo, que hay apologetas castellanos como algo m¨¢s filos¨®ficos o sofisticados, que o bien niegan el placer del sufrimiento o le dan una connotaci¨®n espiritual. As¨ª, por ejemplo, V¨ªctor G¨®mez Pin, en EL PA?S del 5 de marzo de 2010, dice as¨ª: ¡°Los taurinos afirman que su contemplaci¨®n del sacrificio del animal nada tiene que ver con una complacencia ante el sufrimiento¡±; y echando mano de la concepci¨®n cristiana del sufrimiento como ¡°precio¡±, a?ade: ¡°El sacrificio ser¨ªa simplemente el precio por un rito de marcado peso simb¨®lico y art¨ªstico¡±. Una invenci¨®n tan deliberada y rebuscadamente cultural, que yo no dir¨ªa ¡°simplemente¡± sino ¡°complicad¨ªsimamente¡±. Por su parte, Fernando Savater, se deja de la poquedad del sufrimiento, y se enfrenta directamente con ¡°la muerte¡±, porque la gran tradici¨®n est¨¦tica y literaria de la muerte ¡ªcon los inmensos servicios prestados al cong¨¦nito narcisismo de los poetas¡ª eleva inmensamente la dignidad del sacrificio taurino, y escribe as¨ª: ¡°S¨ª, en el toreo est¨¢ presente la muerte, pero como aliada, como c¨®mplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme¡±. A alg¨²n lector zafio e iletrado podr¨ªa aqu¨ª escap¨¢rsele lo de ¡°?teme usted esa mosca por el rabo¡±, pero lo cierto es que la elegante antinomia de la descripci¨®n respira una po¨¦tica nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano.
Pero en punto de apolog¨ªas filos¨®fico-taurinas, no fue sino Ortega el que lleg¨® a tocar las m¨¢s altas cimas de las grandes paridas o m¨¢ximas chorradas que se conozcan en asunto-toros. El dicho, celebrado como uno de los m¨¢s excelsos ortegajos, tiene varias versiones, cito la que encuentro m¨¢s expl¨ªcita: ¡°No puede comprender la historia de Espa?a quien no haya construido, con rigurosa construcci¨®n, la historia de las corridas de toros¡±.
El periodista Javier Ort¨ªz ¡ªfallecido hace dos a?os¡ª, colaborador del diario P¨²blico recientemente suprimido, public¨® en el n¨²mero del 7 de abril de 2008 un art¨ªculo sobre las corridas de toros, pero, por una vez, no desde el sufrimiento de los animales, sino directamente desde el comportamiento de los hombres. Por lo pronto los exime de sa?a, al escribir: ¡°los partidarios de la tauromaquia afirman que ellos no disfrutan con el acoso, burla y muerte de los animales. Y yo estoy convencido de que dicen la verdad¡±. Por lo dem¨¢s, en el instante en que la compasi¨®n obedeciese a un precepto moral imperativo se aniquilar¨ªa. Certeramente habla Ort¨ªz de abstracci¨®n del sufrimiento como lo que permite a los toreros actuar y a los espectadores admirar. Pero ?qu¨¦ admiran? ¡°Una constante exhibici¨®n y exaltaci¨®n de actitudes y poses machistas¡±, nos dice Ort¨ªz. ¡°Los lances y desplantes de los toreros responden a una est¨¦tica chulesca que no ignoro que hay quien admira (...) pero que se vincula de manera chirriante a una concepci¨®n de la virilidad¡± La referencia a los ¡°desplantes¡± me parece central; el ah¨ª queda eso me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la espa?olez. As¨ª la corrida de toros revela la inclinaci¨®n gestual del alma de los espa?oles, tantas veces gesteros en el caf¨¦, gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasi¨®n de los animales, sino por verg¨¹enza de los hombres.
Rafael S¨¢nchez Ferlosio es escritor.
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