?Volver¨¦ a la escuela!
M¨¢s all¨¢ del deseo de constatar nuestra presencia en todas partes lo que hiere es la falta de respeto hacia lugares que reclaman de nosotros un cierto recogimiento espiritual
Querer entrar y no atreverme. Esos eran los sentimientos encontrados que ten¨ªa cuando, de paseo por el Prinsengracht de ?msterdam, contemplaba la cola de turistas que se organiza a diario a las puertas del edificio donde Anna Frank y su familia se escondieron durante dos a?os. Querer entrar, pero temer que la exposici¨®n del sufrimiento fuera banal, que la puesta en escena frivolizara sobre una historia tan bien contada. Porque este deseo contenido ten¨ªa lugar en los mismos d¨ªas en que le¨ªa Anna Frank. El diario de una joven, uno de esos libros que todos creemos haber le¨ªdo en la juventud, pero del que a menudo solo tenemos noci¨®n de algunas p¨¢ginas. Lecturas para las que ahora me doy cuenta de que no estaba humanamente preparada y que exigen una relectura que las sit¨²e en el lugar que merecen. Como lectora adolescente establec¨ª una simpat¨ªa inmediata con la joven diarista que contaba su versi¨®n de una experiencia solo apta para adultos; la lectora madura que soy entiende la magnitud de la tragedia y eso multiplica el valor de lo que lee.
Pasando a diario frente al museo, ve¨ªamos a los turistas dando cuenta gr¨¢fica del hist¨®rico momento de su entrada. Uno de ellos, entradito en a?os, pero vestido como mandan los c¨¢nones del turista ga?¨¢n (bermudas, camiseta sin mangas, zapatillorras y unos tatuajes cubriendo los brazos), posaba sonriente se?alando con el dedo el r¨®tulo Anne Frank Museum. Supongo que lo mismo har¨ªa en el museo de la cerveza o en el de la ciudad, delante de la foto de Johan Cruyff. Hay algo en este exhibicionismo fotogr¨¢fico actual que me irrita. M¨¢s all¨¢ del deseo de constatar nuestra presencia en todas partes (al fin y al cabo, la verg¨¹enza es patrimonio de cada de uno), lo que hiere es la falta de respeto hacia lugares que reclaman de nosotros un cierto recogimiento espiritual. Por fortuna, en el interior de este museo est¨¢ prohibido hacer fotos.
Cuando accedimos a la zona exacta en la que se desarrolla el diario de Ana, un fr¨ªo helador nos recorri¨® la espalda
Finalmente, venciendo la resistencia a la decepci¨®n, esperamos turno para entrar en este sagrado lugar que recibe peregrinos de todo el mundo. Unos vienen porque las gu¨ªas lo establecen como visita obligada; otros, entre los que me encuentro, llamados por la voz limpia, precozmente articulada e inteligente de Ana, la adolescente que pas¨® aqu¨ª dos a?os de su vida, de 1942 a 1944, de los 13 a los 15 a?os. La historia es bien sabida, o puede que menos sabida de lo que el inconsciente colectivo cree: en este edificio se situaban las oficinas de Otto Frank, el padre de Ana. Cuando la familia recibi¨® una notificaci¨®n para que la hija mayor, Margot, se personase ante las autoridades nazis, el se?or Frank concluy¨® que hab¨ªa llegado el momento de desaparecer. Se reuni¨® entonces con su secretaria, Miep Gies, y le pregunt¨® si aceptar¨ªa ayudarles a montar el escondite con todos los peligros que eso entra?aba. Esta mujer, que ha pasado justamente a la historia como una ciudadana heroica, no lo dud¨®: les ayud¨® a instalarse en un anexo trasero de la oficina que casi nadie sab¨ªa que exist¨ªa, y durante esos dos a?os ella y otros tres fieles trabajadores de la empresa de Otto Frank proveyeron de comida y alimento literario a los ocho jud¨ªos que all¨ª se ocultaban.
Cuando accedimos a la zona exacta en la que se desarrolla el diario de Ana, un fr¨ªo helador nos recorri¨® la espalda. Las ventanas estaban cubiertas por una tela negra, de la misma manera en que las taparon los habitantes clandestinos, y las habitaciones no ten¨ªan muebles: la polic¨ªa los incaut¨® y el padre de Ana no quiso que en el museo se reprodujera aquel ambiente. Sabia decisi¨®n, porque el vac¨ªo de esas cuatro habitaciones peladas nos provoc¨® una fuerte sensaci¨®n de claustrofobia, adem¨¢s de admiraci¨®n por esas ocho almas que lograron vivir a oscuras y entre susurros durante dos a?os. El padre, Otto, ten¨ªa una personalidad extraordinaria que irradiaba sobre todos los dem¨¢s y facilit¨® la convivencia. En el escondite, las ni?as Frank no dejaron de estudiar, de leer, y en el caso de Ana, de escribir con letra primorosa un diario en el que despliega una hondura inhabitual para su edad. No podemos imaginar cu¨¢les ser¨ªan las sensaciones de ese padre, ¨²nico superviviente de los campos, cuando leyera por primera vez las p¨¢ginas escritas por su hija, que fueron rescatadas por la secretaria Miep despu¨¦s de que la polic¨ªa arramblara con todo.
?msterdam ha cambiado poco, de tal manera que vemos la misma belleza que ella espiaba tras la cortina
Muchas casualidades tuvieron que darse para que viera la luz este milagroso testimonio: la complicidad de las buenas personas; la laboriosidad y perspicacia natural de una adolescente que dedic¨® tanto tiempo a describir la complejidad de una convivencia en cautiverio; la sensibilidad de una empleada que guard¨® el diario para cuando la ni?a volviera, y el empe?o de un padre que, habi¨¦ndola perdido en los campos, dedic¨® la vida entera a difundir sus palabras.
La luz de un futuro que Ana Frank no conoci¨®, porque muri¨® en el campo de Bergen-Belsen, ilumina nuestra conversaci¨®n sobrecogida. El centro de ?msterdam ha cambiado poco, de tal manera que contemplamos la misma belleza que ella espiaba tras la cortina: ¡°Cuando pueda salir a la calle de nuevo, estar¨¦ tan contenta que no sabr¨¦ por d¨®nde empezar¡ Tendremos una casa propia, alguien me ayudar¨¢ con los deberes. En otras palabras, ?volver¨¦ a la escuela!¡±.
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