Viaje a Mozambique (6): Buscando a Sofia
Tengo la sensaci¨®n de que conozco a Sofia Alface Fumo de toda la vida. Ella aparece en la portada de los tres libros de Gervasio S¨¢nchez sobre Vidas Minadas y tambi¨¦n en la foto con la que el fotoperiodista gan¨® el Premio Ortega y Gasset (la que se ve al margen). Ella tambi¨¦n es la protagonista de una trilog¨ªa escrita por Henning Mankel (el secreto del fuego, jugar con fuego, la ira del fuego; publicadas en castellano por Ediciones Siruela). Yo la conoc¨ª en Barcelona, junto con su hija peque?a, una de las veces que fue all¨ª para que le cambiaran las pr¨®tesis con las que camina.
Cuando le coment¨¦ a Gerva que iba a Mozambique me dijo que, si pod¨ªa, fuera a visitar a Sofia, ¡°que no vive muy lejos de Maputo¡±. Me dio los datos para contactar al taxista que ¨¦l contrat¨® durante su ¨²ltimo viaje a ese pa¨ªs y me asegur¨® de que el senhor Agostinho me llevar¨ªa hasta la casa de Sofia sin perdida. Yo segu¨ª sus instrucciones y telefone¨¦ al taxista para quedar con ¨¦l junto al Jardim dos profesores a las 11:00 de la ma?ana de un caluroso mi¨¦rcoles.
Lo que se presentaba como un agradable y f¨¢cil viaje hasta una aldea cercana a la capital resulto una odisea llena de sorpresas, como, por otra parte, suele ser normal en muchas partes de ?frica.
Agostinho apareci¨® a la hora fijada y, tras pactar el precio a pagar por su servicio, emprendimos la ardua tarea de salir de Maputo a media ma?ana. Yo iba sentado en el asiento delantero junto al conductor, para tener mejor vista de la carretera y poder charlar con ¨¦l. El tr¨¢fico era espeso y se avanzaba lentamente. Empezamos a intercambiar las primeras palabras que evidentemente se refirieron a nuestro amigo com¨²n. El taxista me pregunt¨® que tal estaba Gerva y cuando le respond¨ª que bien, ¨¦l aprovech¨® para contarme que cuando este ven¨ªa a Maputo siempre le llamaba a ¨¦l, que eran inseparables y que Gerva no daba dos pasos sin su compa?¨ªa por lo que podr¨ªa llevarme a cualquiera de los sitios que ¨¦l frecuentaba cuando visitaba la ciudad porque los conoc¨ªa todos¡ Esto no respond¨ªa a lo que me hab¨ªa dicho Gerva, que solo hab¨ªa trabajado con ¨¦l una vez, pero posiblemente quer¨ªa ganarse mi favor por si yo necesitase un taxista durante los pr¨®ximos d¨ªas.
Poco a poco, y tras pasar por una gasolinera para repostar, fuimos saliendo de la ciudad. El tr¨¢fico empezaba a despejarse. Pasamos, y pagamos, el peaje de la autov¨ªa y enfilamos la carretera EN2, la que lleva hasta Suazilandia y Sud¨¢frica. Pasamos la zona industrial de Matola y llegamos a la nueva zona residencial de Belo Horizonte donde a trav¨¦s de las vallas se divisan grandes casas rodeadas de jardines, club social, pistas de tenis¡ Agostinho aprovech¨® para decirme que solo los m¨¢s ricos del pa¨ªs pueden vivir en un sitio como ese y que, por supuesto, todos pertenecen al FRELIMO, sino ser¨ªa imposible conseguir el dinero que vale una de esas mansiones. A partir de ese momento, el conductor empez¨® un largo discurso sobre la corrupci¨®n que impide que el pa¨ªs avance.
Mercado de Boane.
Llegamos a Boane, que se nos present¨® como una ciudad bulliciosa y llena de vida. Nos recibi¨® un mercado, un par de bancos y algunos bares. Hab¨ªa gente, m¨²sica y gritos por todas partes. En el cruce, donde varios j¨®venes ofrec¨ªan sus mercanc¨ªas a los veh¨ªculos que pasaban, Agostinho pregunt¨® algo en una lengua que no entend¨ª y un joven le respondi¨®. Luego me dijo: ¡°no me fio de lo que me ha dicho, mira c¨®mo va vestido¡±. Sigui¨® unos pocos metros y volvi¨® a preguntar, esta vez a un vendedor sentado dentro de una caseta cargando tel¨¦fonos m¨®viles. Hizo un giro en mitad de la carretera y volvimos al cruce donde hab¨ªa preguntado anteriormente y tom¨® la carretera que sal¨ªa hacia la izquierda.
Al salir del pueblo me enter¨¦ de que Agostinho preguntaba si el puente sobre el r¨ªo Umbuluzi, que se hundi¨® hace varios a?os, hab¨ªa sido reparado y se pod¨ªa pasar. Los dos interlocutores le hab¨ªan respondido lo mismo: que s¨ª se pod¨ªa pasar. Lo cual no era mentira, como comprobamos al llegar al r¨ªo. El puente segu¨ªa hundido y tuvimos que vadear meti¨¦ndonos en el agua que, por ser estaci¨®n seca, estaba baja. El taxista volvi¨® a arremeter contra la corrupci¨®n de los pol¨ªticos y contratistas que por quedarse con el dinero del proyecto hab¨ªan provocado la situaci¨®n y ahora no eran capaces de solventarla.
Vadeando el r¨ªo Umbuluzi.
Pasado el r¨ªo, subimos una peque?a cuesta y nos encontramos con un cruce de caminos. Agostinho dud¨® unos segundos y luego decidi¨® coger la carretera de la de izquierda. De repente el paisaje cambi¨®. Al borde de la pista de tierra blanca que segu¨ªamos se desplegaba una sabana seca con alg¨²n ¨¢rbol raqu¨ªtico, postes de electricidad y aldeas dormidas. Pocos veh¨ªculos y peatones la transitaban. Alg¨²n cami¨®n vacio nos adelant¨® y de frente nos cruzamos con otros que transportaban piedras blancas, muchas de las cuales, debido a la velocidad de los veh¨ªculos, volaban y ca¨ªan peligrosamente sobre el camino. Poco a poco, el calor y el polvo fueron invadiendo el taxi.
El camino de tierra blanca.
Llevar¨ªamos una media hora recorriendo aquella pista cuando Agostinho me comunic¨® que ten¨ªa que parar para echar agua al radiador. As¨ª lo hizo tras sacar una garrafa de cinco litros del maletero del veh¨ªculo. Concluido el tr¨¢mite continuamos la marcha hasta que unos kil¨®metros m¨¢s adelante tuvimos que detenernos de nuevo para repetir la operaci¨®n. La reserva de agua que transportaba mi conductor se hab¨ªa agotado, as¨ª que cogi¨® la garrafa y se intern¨® entre las altas hierbas del borde del camino dej¨¢ndome solo en medio al silencio y el calor de aquellos parajes. Volvi¨® al cabo de alg¨²n tiempo seguido de un hombre descalzo que transportaba el recipiente lleno de agua. Agostinho llen¨® el radiador, tras lo cual intercambi¨® algunas palabras con el se?or. Luego me coment¨® que seg¨²n el lugare?o nos hab¨ªamos pasado el pueblo al que ¨ªbamos y que tendr¨ªamos que dar la vuelta, pero a?adi¨®: ¡°no me f¨ªo de estos campesinos que son todos unos ignorantes, pero no tenemos a nadie m¨¢s a qui¨¦n preguntar, as¨ª que mejor seguimos¡±. Quiso la suerte que en ese momento se avecinase un coche que par¨® junto a nosotros. Se bajaron los cristales tintados de negro y una fuerte m¨²sica invadi¨® el ambiente. Cuatro j¨®venes con gorras de beisbol, cadenas al cuello y grandes anillos en los dedos siguieron moviendo sus cuellos al ritmo del rap que sonaba mientras el conductor inquir¨ªa si necesit¨¢bamos ayuda. Agostinho le pregunt¨® por el pueblo al que nos dirig¨ªamos y el joven respondi¨® lo mismo que el se?or anterior, que lo hab¨ªamos dejado atr¨¢s.
Echando agua al radiador del taxi por segunda vez.
Con cara de mucho enfado y sin decir nada, Agostinho dio la vuelta al taxi ey se dispuso a deshacer el camino recorrido. A mitad del viaje encontramos a unas personas sentadas bajo uno de los escasos ¨¢rboles que adornaban el paisaje. El taxista se par¨® y volvi¨® a preguntar. Un joven le respondi¨®, Agostinho convers¨® con ¨¦l y luego me dijo que si no me importaba que ese subiera al coche, que iba cerca de donde nosotros nos dirig¨ªamos y nos podr¨ªa indicar el camino. El chaval subi¨® y seguimos la marcha hasta llegar al cruce de caminos. All¨ª se baj¨® el pasajero y nos se?al¨® que sigui¨¦semos a la derecha y que tras un par de kil¨®metros encontrar¨ªamos el pueblo que busc¨¢bamos. Hab¨ªamos hecho dos horas de ida y dos de vuelta para regresar al mismo punto, a aquel en el que Agostinho dud¨®. En aquel momento me encontraba cubierto de polvo y sudor y sediento porque como todos me dec¨ªan que el viaje no duraba m¨¢s de media hora no hab¨ªa hecho provisiones para agua.
Girando a la derecha encontramos una carretera asfaltada que en menos de diez minutos nos condujo hasta Massaca II, el pueblo donde vive Sofia. All¨ª Agostinho recobr¨® el habla. Dijo que siempre ven¨ªa por otro camino con Gerva que de ah¨ª la equivocaci¨®n y que la casa donde ¨ªbamos estaba cerca. As¨ª era, entramos en una calle recta rodeada de parcelas perfectamente cuadriculadas en las que se asentaban las casas. El calor lo inundaba todo y el pueblo parec¨ªa desierto. No lo identificaba para nada con el descrito en las novelas de Mankel, pero ese aspecto, como tantos otros del libro, debe estar rehecho.
La madre de Sofia.
Paramos delante de una casa y el conductor me dijo que era la que busc¨¢bamos. Unos ni?os, que jugaban a las damas bajo la sombra de uno de los aleros del tejado, nos saludaron. Todav¨ªa llevaban los uniformes del colegio. Pregunt¨¦ por Sofia y me dijeron que hab¨ªa ido a Boane. Imagino que mi cara de desaliento les empuj¨® a dar unas voces que tuvieron como resultado que de una de las casas del recinto saliera una se?ora mayor que enseguida se acerc¨® y me plant¨® dos besos y luego salud¨® a Agostinho de la misma manera. Era la madre de Sofia y nos confirm¨® lo que los ni?os hab¨ªan dicho. El taxista le pidi¨® el tel¨¦fono de Sofia para hablar con ella. La madre sali¨® corriendo, entr¨® en casa de una vecina y volvi¨® con el n¨²mero apuntado en un papel. Agostinho llam¨® a Sofia desde mi tel¨¦fono y luego me comunic¨® que estaba en uno de los bancos de Boane y que nos esperaba all¨ª. Nos despedimos de los presentes y volvimos a ponernos en marcha.
Tardamos quince minutos en llegar al banco de Boane. All¨ª estaba Sofia, con un traje pantal¨®n negro, unas gafas de sol enorme, el pelo lleno de trenzas y las u?as reci¨¦n hechas. Nos salud¨®. Dijo que ten¨ªa poco tiempo porque ten¨ªa que reunirse con hijo que estaba grabando un disco en un estudio que hay en la ciudad y que luego ten¨ªan que coger el autob¨²s para volver a Massaca II antes de que anocheciera. Agostinho intervino diciendo que tambi¨¦n nosotros tendr¨ªamos que partir pronto porque no le gusta conducir de noche. Sofia y yo hablamos poco tiempo, le pregunt¨¦ por las cosas que Gerva me hab¨ªa pedido que me informase. Hace un a?o, Sof¨ªa se benefici¨® de una cantidad de dinero del proyecto Vidas Minadas que fue financiado por Inermon Oxfam, Manos Unidas y M¨¦dicos Sin Fronteras, m¨¢s una importante aportaci¨®n realizada por DKV Seguros. Gerva quer¨ªa saber c¨®mo marchaba este proyecto y ella me asegur¨® que todo segu¨ªa funcionando muy bien y gracias a eso viv¨ªa con desahogo. Hubiera sido mejor verlo en persona pero las peripecias de la aventura lo impidieron.
Termin¨® de escribir Sofia y mientras continu¨¢bamos la conversaci¨®n, yo con mi botella de 2M en la mano, un coche que pasaba disminuy¨® la marcha y el conductor grit¨® por la ventanilla: ¡°que bien viv¨ªs los blancos en este pa¨ªs: sin hacer nada, bebiendo cerveza y quit¨¢ndonos a las chicas m¨¢s bonitas¡±.
El hijo de Sofia llam¨® para decirle que se diese prisa que el autob¨²s estaba a punto de salir, as¨ª que no tuvimos m¨¢s remedio que despedirnos, para alivio del taxista.
Emprendimos la vuelta a Maputo. Yo me encontraba cansado y con el convencimiento, una vez m¨¢s, de que Gervasio S¨¢nchez no hay m¨¢s que uno y que es imposible imitarlo. Por su parte, Agostinho parec¨ªa querer enmendar su error y volvi¨® a contarme historias y batallitas pasadas junto a Gerva, imagino que tan noveladas como las primeras.
Todas las fotos, Chema Caballero, salvo la foto de Sof¨ªa (de Gervasio S¨¢nchez) que est¨¢ tomada de tejiendoelmundo.
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