Margaret Thatcher: nos encantaba odiarla
Lo que sirvi¨® de elemento de uni¨®n entre todos los sectores que se opon¨ªan al programa de la Dama de Hierro fue la sospecha de que la hija del tendero estaba empe?ada en dar un valor monetario al ser humano
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Maggie! ?Maggie! ?Maggie! ?Fuera! ?Fuera! ?Fuera!¡±. Aquella exigencia que proclamaba la izquierda, por fin, se ha cumplido. Durante los a?os ochenta, en innumerables manifestaciones, aquel grito constituy¨® la expresi¨®n de una curiosa ambivalencia, la intimidad que supon¨ªa llamarla por su nombre de pila y, al mismo tiempo, el rechazo m¨¢s furioso a todo lo que representaba. ¡°Maggie Thatcher¡±: dos en¨¦rgicos troqueos que contrastaban con el suave ritmo y¨¢mbico del Estado de bienestar en la Gran Breta?a de la posguerra. Todos los que viv¨ªamos desolados por la brusca aversi¨®n que era evidente que le inspiraba aquel mundo confortable y dominado por el Estado, no nos conform¨¢bamos con tenerle antipat¨ªa. Nos encantaba tenerle antipat¨ªa. Ella nos obligaba a optar, a decidir qu¨¦ cosas eran verdaderamente importantes.
En retrospectiva, veo que muchos de los comentarios cr¨ªticos estaban te?idos de un sexismo primario. Las feministas la repudiaban porque insist¨ªan en que, a pesar de ser mujer, no era una de ellas. Pero lo que serv¨ªa de elemento de uni¨®n entre todos los sectores que se opon¨ªan al programa de Margaret Thatcher era la sospecha de que la hija del tendero estaba empe?ada en dar un valor monetario al ser humano, pensar que no ten¨ªa coraz¨®n y saber ¡ªcomo se sab¨ªa p¨²blicamente¡ª que despreciaba los impulsos que sirven de v¨ªnculos entre los individuos y la sociedad.
Si los lectores brit¨¢nicos de hoy viajaran a trav¨¦s del t¨²nel del tiempo hasta los ¨²ltimos a?os de la d¨¦cada de los setenta, quiz¨¢ les irritar¨ªa descubrir que la programaci¨®n de televisi¨®n del d¨ªa siguiente era un secreto de Estado que no se compart¨ªa con los peri¨®dicos. La ¨²nica publicaci¨®n autorizada para publicarla era la revista Radio Times (no es extra?o que vendiera siete millones de ejemplares semanales). Era ilegal que uno mismo se colocara un tel¨¦fono supletorio. Hab¨ªa que esperar seis semanas a que fuera el instalador. No exist¨ªa m¨¢s que un modelo de contestador autom¨¢tico aprobado oficialmente. La ¡°junta¡± local de electricidad pod¨ªa ser un sitio muy hostil. Al acu?ar el neologismo de ¡°privatizaci¨®n¡±, Thatcher acab¨® con esos monopolios de Estado y transform¨® la vida cotidiana en aspectos que ahora damos por descontados.
El precio que hemos pagado por esa transformaci¨®n es el de tener un mundo que es m¨¢s duro, m¨¢s competitivo y, desde luego, m¨¢s consciente de la atracci¨®n del dinero. Tal vez ahora, despu¨¦s de la crisis crediticia, seamos capaces de reflexionar sobre lo que hemos perdido y lo que hemos ganado desde que se desregul¨® la City en 1986, pero no creo que podamos deshacer nunca su legado.
Su influencia oblig¨® a examinar con m¨¢s intensidad las prioridades de cada uno
Resulta curioso pensar que, durante la ¨¦poca de Thatcher, la novela brit¨¢nica goz¨® de un renacimiento relativamente importante. No es habitual que un Gobierno pueda presumir de haber fomentado las artes, pero Thatcher, que siempre tuvo una actitud impaciente ante la reflexi¨®n detallada sobre la vida, llev¨® a los autores a nuevos terrenos. La novela prospera en condiciones adversas, y la sensaci¨®n general de desolaci¨®n ante el nuevo mundo que ella nos mostraba arrastr¨® a muchos escritores a la oposici¨®n. Con frecuencia, a una postura de oposici¨®n en sentido amplio, m¨¢s moral que pol¨ªtica. Su influencia oblig¨® a examinar con m¨¢s intensidad las prioridades, una reflexi¨®n que, en ocasiones, se manifest¨® en diversas distop¨ªas.
En cualquier caso, nos fascinaba. En una reuni¨®n internacional celebrada en Lisboa a finales de los ochenta, el contingente brit¨¢nico, del que form¨¢bamos parte Salman Rushdie, Martin Amis, Malcolm Bradbury y yo mismo, no dejamos de hacer referencia a Thatcher en nuestras ponencias. Cuando se nos ped¨ªa que inform¨¢ramos sobre ¡°el estado de las cosas¡± en nuestro pa¨ªs, ¨¦ramos casi incapaces de hablar de otra cosa que no fuera ella. En un momento dado, los representantes italianos, en su mayor parte de tendencia existencial o posmoderna, se alzaron contra nosotros, y se produjo un enfrentamiento de lo m¨¢s airado, que fue la delicia de los organizadores. La literatura no ten¨ªa nada que ver con la pol¨ªtica, dec¨ªan los escritores italianos. Hay que tener una visi¨®n de conjunto. ?Olvidaos ya de Thatcher!
No les faltaba algo de raz¨®n, pero no ten¨ªan ni idea de lo fascinante que era, tan poderosa, triunfadora, popular, omnisciente, irritante y, a nuestro juicio, equivocada. Quiz¨¢ ten¨ªamos la sospecha de que la realidad hab¨ªa creado un personaje que quedaba fuera del alcance de nuestra imaginaci¨®n creativa.
No todos los escritores fueron detractores suyos. Philip Larkin visit¨® Downing Street y lo primero que hizo la primera ministra fue citarle una de sus frases, que le hab¨ªa gustado mucho: ¡°Tu mente yace abierta como un caj¨®n de cuchillos¡±. Existen varias versiones de la an¨¦cdota. Es posible que no la reprodujera bien del todo. En cualquier caso, la cita es la mejor forma de elogio y, como es natural, Larkin se emocion¨®.
Podemos hacer conjeturas y pensar que alg¨²n asesor hab¨ªa propuesto a Thatcher unas cuantas frases escogidas, o que ella hab¨ªa pedido que se las proporcionaran. En cualquier caso, la cita elegida la retrata a la perfecci¨®n. Para empezar, ten¨ªa una memoria incre¨ªble para los informes, y no debi¨® de costarle nada aprenderse varias frases al pie de la letra y con toda rapidez. La frase de Larkin pod¨ªa asociarse con la mente traicionera (de un adversario o un colega del gabinete) expuesta sin remedio a la mirada de acero de Thatcher. Hay que agradecer la lectura de los diarios de Alan Clark, que ofrece una magn¨ªfica descripci¨®n de lo que representaba ser convocado al n¨²mero 10 y verse sometido a ese escrutinio.
La obsesi¨®n nacional alrededor de ella tuvo siempre un elemento de erotismo
En una rueda de prensa, el difunto Christopher Hitchens, que era entonces corresponsal pol¨ªtico del New Statesman, corrigi¨® a la primera ministra sobre un dato concreto, y ella se apresur¨® a corregirle a su vez a ¨¦l. Result¨® que ella ten¨ªa raz¨®n, ¨¦l era el equivocado. Delante de sus colegas periodistas, le dijo que se pusiera de pie delante de ella para que pudiera darle un ligero golpecito con sus papeles. A lo largo de los a?os y de numerosas repeticiones de la historia, la an¨¦cdota acab¨® convirti¨¦ndose en que Thatcher le dijo a Hitchens que se inclinara hacia adelante y le dio un azote en el trasero con los papeles.
El hecho real tiene menos importancia que la modificaci¨®n que se hizo de ¨¦l. La obsesi¨®n nacional con Margaret Thatcher tuvo siempre un elemento de erotismo. La invenci¨®n del t¨¦rmino ¡°sadomonetarismo¡±, la forma que ten¨ªan sus poderosos ministros de embelesarse ante ella, los constantes comentarios de sus detractores sobre su feminidad, o su falta de ella, son muestras del control glacial que ejerci¨® sobre la imaginaci¨®n masoquista (masculina) del pa¨ªs. Un poder a¨²n m¨¢s intenso por la sospecha de que no lo ejerc¨ªa de manera consciente.
Es posible que el papel encarnado por Meryl Streep, de una figura que arrastraba los pies, enferma y aislada por la muerte de Dennis, su marido, haya suavizado los recuerdos o haya creado otros en las mentes de una generaci¨®n m¨¢s joven.
El funeral de Estado volver¨¢ a poner en pr¨¢ctica nuestras extravagantes obsesiones. Los partidarios y los detractores de Margaret Thatcher nunca se pondr¨¢n de acuerdo sobre el valor de su legado, pero al pensar en su importancia, el poder hipn¨®tico que tuvo sobre nosotros, no tienen m¨¢s remedio que coincidir.
? Ian McEwan, 2013
Ian McEwan es escritor. Su ¨²ltimo libro publicado es Sweet Tooth (2012).
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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