?C¨®mo queremos ser gobernados?
La democracia representativa es aburrida y contradictoria, pero asegura la libertad y el progreso
La poli¨¦drica crisis espa?ola ha sacado a la luz debates de gran calado pol¨ªtico. Entre la algarab¨ªa, la directora de la Fundaci¨®n Ideas codifica datos ¡ªel respaldo al sistema democr¨¢tico ha bajado del 85% al 61% en cuatro a?os; el respaldo al sistema de partidos ha pasado de un apoyo mayoritario a que el 57% crea que pueden ser sustituidos por movimientos asamblearios¡ª y extrae conclusiones razonables: los consensos b¨¢sicos de la sociedad espa?ola han saltado por los aires.
Sobresale en este desordenado debate la discusi¨®n sobre la democracia directa o la representativa, muy estimulante aunque poco acad¨¦mica. Los partidarios de la democracia popular, sinti¨¦ndose claramente favorecidos por el apoyo social, aducen pocas razones. Mientras, los defensores de la segunda opci¨®n se mantienen escondidos a la espera de que el ambiente cambie y no sea necesario ni coraje, ni esfuerzo intelectual para defender sus posiciones.
Por ejemplo, la controversia ha oscilado desde el interior del PSOE ¡ªdonde la forma de elegir al candidato ha sustituido al inter¨¦s por su discurso¡ª a iniciativas populares como la de la plataforma antidesahucios, aceptada en primera instancia en el Congreso por todos los grupos pol¨ªticos y escasamente tenida en cuenta en el proceso parlamentario, por hacer referencia a dos ejemplos pac¨ªficos y legitimados por sus fines y, sobre todo, por los medios propuestos o empleados. Pocos se atreven a exponer los aspectos positivos de la democracia representativa y sucumben ante la poderosa energ¨ªa de los que defienden la acci¨®n asamblearia. Estos ¨²ltimos, sin ver que la vida en libertad se define m¨¢s por los l¨ªmites, por lo que no se puede hacer, que por las utop¨ªas, rechazan los argumentos contrarios, convencidos de su absoluta raz¨®n, convirtiendo sus propuestas en sagradas.
Se sienten seguros y arrogantes al plantear inicialmente la pregunta: ?Qui¨¦n debe gobernar? Cualquier dem¨®crata contestar¨ªa que el pueblo, la sociedad o, en el caso de los partidos, los militantes. No aceptar¨ªamos que fuera una persona, estar¨ªamos hablando de una dictadura, o un grupo, que ser¨ªa una oligarqu¨ªa. Aunque hoy es el d¨ªa en que, insensibles a los dram¨¢ticos experimentos que la historia del siglo XX nos arroja a la cara, proliferan los partidarios de Gobiernos basados en la clase social, en una ideolog¨ªa o en grupos homog¨¦neos integrados alrededor de sentimientos tan intensos como indeterminados.
Los defensores de la acci¨®n asamblearia
no ven que la libertad
se define m¨¢s por
los l¨ªmites que
por las utop¨ªas
Frecuentemente los partidarios de esta sofocante ¡°hegemon¨ªa¡± son capaces de hacer arm¨®nica su pretensi¨®n totalizadora con la democracia directa: unos utilizando de forma instrumental las esperanzas de muchos, otros recurriendo a referendos legitimadores, que los espa?oles deber¨ªamos rememorar.
Convendr¨ªa recordar, sin embargo, que el enemigo permanente de estas inquietantes expresiones pol¨ªticas ha sido la democracia representativa; experiencia que no invalida totalmente la defensa de la democracia directa, pero que deber¨ªa introducir cautelas y moderaci¨®n en los proteicos defensores de la democracia asamblearia. Y justamente la defensa de los derechos de la minor¨ªa, la preservaci¨®n de las leg¨ªtimas contradicciones que inevitablemente surgen en una sociedad libre y abierta, nos impone una pregunta anterior a la de ?qui¨¦n queremos que nos gobierne?: ?c¨®mo queremos que nos gobiernen?
Si queremos que nuestras propuestas e ideas, nuestra visi¨®n del mundo y de la sociedad de la que somos ciudadanos, por minoritaria que sea, se pueda imponer pac¨ªficamente en el futuro, si le damos importancia a los derechos individuales, si tenemos derecho a la esperanza, la democracia representativa se convierte en el mejor marco posible. Es menos ¨¦pica y m¨¢s aburrida, es menos estimulante y m¨¢s rutinaria, es menos simple y m¨¢s contradictoria; en fin, parece m¨¢s natural y tambi¨¦n m¨¢s sofisticada, pero justamente estas caracter¨ªsticas son las que permiten m¨¢s estabilidad, m¨¢s libertad individual y han asegurado el marco de mayor progreso en las sociedades occidentales. A estas notas de car¨¢cter universal podemos sumar en nuestro pa¨ªs la necesidad de grandes acuerdos, imprescindibles para consolidar una convivencia c¨ªvica tan excepcional en nuestra historia, pero imposibles si ¡°las plataformas sociales¡± se adue?an del espacio p¨²blico. Razones, unas y otras, de distinta naturaleza a las esgrimidas por Montesquieu: ¡°Enrique VII, rey de Inglaterra, aument¨® el poder de los comunes para humillar a los grandes; Servio Tulio, mucho antes que ¨¦l, hab¨ªa extendido los privilegios del pueblo para rebajar al Senado. Pero el pueblo cada vez m¨¢s atrevido, derrib¨® ambas monarqu¨ªas¡±.
Pensemos en Suiza, un pa¨ªs que funciona y recurre con frecuencia a la consulta de su sociedad para decidir sobre asuntos de muy diversa ¨ªndole. Pero cada pa¨ªs es producto de su historia y los suizos, que no solo han inventado el reloj de cuco, como dice Harry Lime, el personaje de Orson Wells en El tercer hombre, son capaces de oponerse a la ampliaci¨®n de sus vacaciones. Aun m¨¢s, Suiza es, sobre todo, un pa¨ªs poderosamente institucionalizado, en el que pueden ¡°celebrar¡± 70 a?os sin huelgas ¡ªmuy excepcionales y fuertemente penalizadas¡ª y sin cierres empresariales importantes, situaci¨®n que no satisface plenamente a los sindicatos suizos actuales. Han hecho compatible el recurso ocasional a los referendos con una vertebraci¨®n institucional muy s¨®lida. Cuando los recursos de la democracia directa cuestionan las instituciones de la democracia representativa, no cabe hablar de democracia; es otra cosa.
Nicol¨¢s Redondo Terreros es presidente de la Fundaci¨®n para la Libertad.
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