El pino ca¨ªdo ya no est¨¢ en M¨¢laga
En Espa?a han desaparecido muchas cosas bonitas en los ¨²ltimos a?os y la Costa del Sol est¨¢ irreconocible por las barbaries urban¨ªsticas. Pero, como dec¨ªa Gerald Brenan, sigue siendo ¡°una naci¨®n de 35 millones de reyes¡±
Para Frederick S. Wildman Jr. y Pascal Tiger
Todo comenz¨® con un vuelo de Iberia de Nueva York a M¨¢laga en la primavera de 1969. El aeropuerto malague?o era en aquel entonces un solo edificio y una estructura mucho m¨¢s peque?a, encalada, cubierta por tejas rojas y adornada con una profusi¨®n de macetas de geranios. La pista de aterrizaje terminaba en una carretera de dos carriles y, al otro lado de la carretera, sin ning¨²n obst¨¢culo que estorbara la vista, no hab¨ªa m¨¢s que campo, la playa y el Mediterr¨¢neo. En las dem¨¢s direcciones se ve¨ªan terrenos de labranza, un pueblo en la distancia y, m¨¢s all¨¢, una cadena de monta?as viejas, de poca altura, en las que resaltaba un peque?o pino ca¨ªdo, apoyado sobre un pe?asco. A partir de entonces, durante 30 a?os, cada vez que aterrizaba o despegaba de M¨¢laga, siempre hac¨ªa hincapi¨¦ en buscar ese pino ca¨ªdo en medio de todos los cambios tan espectaculares que fueron experimentando el aeropuerto y toda la regi¨®n.
La casa en la que viv¨ª los primeros cuatro meses estaba en esa zona. Era una finca llamada Buena Vista, junto a una carretera estrecha en la que se alzaban muchas villas medio en ruinas. La casa ten¨ªa delante una fuente redonda, sobria y sin adornos, y un jard¨ªn resguardado por cipreses y limoneros. Dentro del enorme port¨®n de madera hab¨ªa otra puerta m¨¢s peque?a, y en el patio posterior, donde com¨ªamos, hab¨ªa una gran adelfa de color rosa. Curiosas parejas de nacionalidades mixtas conviv¨ªan con ni?os, perros y gatos. El due?o de la casa era un estadounidense renegado, de Nueva York y Connecticut, entendido en vinos, historiador aficionado y brillante conversador en ingl¨¦s, espa?ol y franc¨¦s. Un edificio aparte de la casa albergaba una biblioteca destartalada, con cientos de libros de Penguin colocados en estanter¨ªas burdamente montadas y una preciosa edici¨®n de las obras de William H. Prescott.
Entre la gente que iba con frecuencia a la casona estaba un guapo australiano que hab¨ªa llegado a Espa?a vistiendo chaquetas de tweed y pa?uelo al cuello, con la pretensi¨®n de hacerse pasar por un lord ingl¨¦s. En la ¨¦poca en la que yo le conoc¨ª, llevaba pulseras, camisas ajustadas y el cabello largo. Sol¨ªa estar fumado, era muy listo, y todo el mundo le llamaba con cari?o sir Donald. Otra presencia constante era la de Gerald Brenan, el famoso hispanista que en su juventud hab¨ªa llevado a Virginia Woolf y Lytton Strachey en mula a la aldea en la que viv¨ªa entonces, en las monta?as al sur de Granada, y que en aquella ¨¦poca resid¨ªa al otro lado de la calle. Yo acababa de cumplir 19 a?os. Me dej¨¦ barba. Le¨ªa con fruici¨®n. Antes de irme a vivir a Francia, sub¨ª andando hasta la monta?a para encontrar el pino ca¨ªdo. Me sent¨¦ junto a ¨¦l, cansado y satisfecho, rodeado de romero y tomillo, mientras contemplaba M¨¢laga y el mar.
Trabajan mucho, pero sin la
santurroner¨ªa puritana tan presente
en Estados Unidos
Desde entonces he vivido por todo el pa¨ªs, en Madrid, en capitales de provincia, en pueblos costeros y en una peque?a aldea de monta?a. Mi hija naci¨® en Granada. La noche de su nacimiento, un elegante enano, miembro de un circo ambulante que se alojaba en mi hotel, se encontraba en el vest¨ªbulo bebiendo co?ac, vestido de traje con chaleco. Enseguida se hizo cargo de la situaci¨®n. Sali¨® corriendo a la calle y detuvo el escaso tr¨¢fico que hab¨ªa para que yo pudiera hacer un giro prohibido. La ni?a naci¨® en un bello hospital del siglo XVIII llevado por monjas, con las paredes de color ocre y amarillo y un patio lleno de naranjos. Unos a?os despu¨¦s lo derribaron y lo sustituyeron por un horroroso edificio de viviendas de color verde y beige.
Despu¨¦s de tantos a?os de sentirme frustrado al ver c¨®mo se ignoraba a Espa?a en la prensa de Estados Unidos, para la que Europa significaba siempre Francia e Italia, ahora, de pronto, es noticia pr¨¢cticamente todos los d¨ªas, por motivos poco deseados. Un n¨²mero enorme de espa?oles no tiene trabajo. Muchas familias, incapaces de seguir pagando unas hipotecas que les concedieron con demasiada piller¨ªa cuando los cr¨¦ditos eran baratos, se est¨¢n viendo obligados a abandonar sus hogares. El sistema educativo es tan disfuncional como siempre y adem¨¢s sufre una terrible escasez de fondos. El sistema de salud, en otro tiempo envidiable, est¨¢ naufragando. Los problemas que aquejaban desde siempre al sistema pol¨ªtico del pa¨ªs se han agudizado con la crisis econ¨®mica. Los espa?oles ya no saben d¨®nde acudir.
A pesar de ello, mi ¨²ltima estancia en Espa?a ha sido, como de costumbre, una delicia. Aunque todas las noches hay gente que rebusca en las bolsas de basura que cierro con todo cuidado y saco en el cubo, cuando llega la ma?ana, las calles, en general, est¨¢n limpias. Los espa?oles, tanto los nacidos aqu¨ª como los que vinieron de lejos, contin¨²an siendo en su inmensa mayor¨ªa honrados, amables y expresivos. Trabajan mucho, y algunos de ellos, much¨ªsimo, pero sin la santurroner¨ªa puritana tan omnipresente en Estados Unidos. Algunos servicios esenciales siguen funcionando, m¨¢s o menos. La nave va.
Hay cosas que sobreviven, como el olor de acacias en las noches de fin de verano en Madrid
En los altibajos que experimentan todos los pa¨ªses a lo largo del tiempo, existen ciertas caracter¨ªsticas constantes, aunque, a medida que uno se hace viejo ¡ªsalvo en el caso de que se hayan vivido unas circunstancias verdaderamente horribles¡ª, tiende a idealizar el pasado. En el caso de Espa?a, pocos extranjeros han expresado tan bien ese sentimiento como Ernest Hemingway en el maravilloso ¨²ltimo cap¨ªtulo de su no tan maravilloso libro Muerte en la tarde. No olviden que estas palabras se escribieron en 1932:
¡°...Pamplona ha cambiado, por supuesto, pero no tanto como hemos envejecido nosotros. He descubierto que, si tomas un trago, todo es como era siempre. S¨¦ que las cosas cambian y no me importa... Que cambien. Todos estaremos muertos antes de que cambien demasiado y, si no sobreviene un diluvio cuando hayamos desaparecido, seguir¨¢ lloviendo en el norte en verano y los halcones seguir¨¢n anidando en la catedral de Santiago y en La Granja... Nunca volveremos desde Toledo en plena noche, ni nos quitaremos el polvo reseco con Fundador, ni estar¨¢ esa semana con lo que ocurri¨® aquella noche de julio en Madrid...¡±.
Durante los ¨²ltimos 43 a?os he visto ¡°desaparecer¡± en Espa?a demasiadas cosas bonitas que nunca volver¨¢n. El pino ca¨ªdo ya no est¨¢. M¨¢laga y la Costa del Sol, arruinadas por la codicia y los proyectos urban¨ªsticos alimentados de esteroides, est¨¢n irreconocibles. Pero hay otras cosas que sobreviven y me hacen volver: el olor de las acacias en las noches de fin de verano en Madrid, las golondrinas con su r¨¢pido vuelo al amanecer y al atardecer, los jazmines que trepan en un patio sombreado en las colinas que dominan La Herradura, nadar en una cala cristalina cerca de Tamariu cuando todo el mundo est¨¢ comiendo, pasear a nuestro perro por la inmensa playa vac¨ªa de Corrubedo despu¨¦s de que se vayan los ¨²ltimos rezagados, el olor a madera de roble y olivo ardiendo en la chimenea durante una noche de invierno en las Alpujarras, los viajes de una provincia a otra en los que paramos casi en cada pueblo para pedir en alg¨²n tranquilo bar un caf¨¦ con leche, en vaso. Los ni?os a los que conoc¨ª hace a?os, que ya tienen hijos.
A Gerald Brenan le debo dos cosas. La primera, que gracias a ¨¦l le¨ª el Ulises de Joyce en su primera edici¨®n, publicada en Par¨ªs en 1922 por Sylvia Beach. Y la segunda, un comentario que hizo casi de pasada durante una cena, una noche que no he olvidado jam¨¢s. ¡°Debes recordar¡±, dijo, con sus ojos casi invisibles detr¨¢s de sus gruesas gafas, mientras las cenizas del cigarrillo le ca¨ªan sobre la camisa, ¡°que Espa?a es una naci¨®n de 35 millones de reyes¡±.
John J. Healey es escritor.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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