Quebec y Catalu?a: emoci¨®n, historia y pueblo
Volvemos a sentir la angustia de la raz¨®n ahogada bajo supuestas verdades que se proclaman eternas
Es bien sabido que el nacionalismo catal¨¢n se inspira en el quebequense. Hoy este ¨²ltimo es un valor pol¨ªtico bastante alica¨ªdo, pero en 1980, cuando la opci¨®n ¡°soberanista¡± fue claramente derrotada, y en 1995, cuando la diferencia entre el s¨ª y el no fue m¨ªnima, los refer¨¦ndos dividieron profunda y hasta traum¨¢ticamente a la sociedad canadiense, a la quebequense y a los franc¨®fonos. En YouTube est¨¢n las im¨¢genes del entonces primer ministro y l¨ªder del Partido Quebequense (PQ), Ren¨¦ Lev¨¦sque, reconociendo la derrota en 1980 ante una audiencia desolada, entre la que madres y padres j¨®venes abrazan a sus hijos peque?os como si quisieran salvarlos, y ya no pudieran, de un naufragio hist¨®rico: otra derrota y otra humillaci¨®n.
El primer refer¨¦ndum supuso adem¨¢s una sangr¨ªa econ¨®mica y humana principalmente para Montreal. Decenas de miles personas se sintieron sin futuro y se marcharon, sobre todo a Toronto. Este coste econ¨®mico y humano, y la divisi¨®n social, no importaron demasiado a los nacionalistas, que si acaso radicalizaron sus posturas en cuestiones culturales mientras que las moderaban en temas socioecon¨®micos. As¨ª, Jacques Parizeau, el l¨ªder quebequense en 1995, dijo que la derrota en el segundo refer¨¦ndum se deb¨ªa a la combinaci¨®n de voto inmigrante y dinero (tambi¨¦n est¨¢ en YouTube). Ante estas palabras ?c¨®mo habr¨ªan de sentirse quienes no eran quebequenses ¡°pure laine¡±? ?Y la comunidad jud¨ªa, a la que el antisemitismo, de larga raigambre en el viejo Quebec cat¨®lico, asocia con la riqueza?
En t¨¦rminos hist¨®ricos, el nacionalismo quebequense parte del principio de que el ¡°pueblo¡± de Quebec fue conquistado por la corona brit¨¢nica en 1759. Es una idea muy semejante a la que juegan los sucesos de 1714 en el ideario y en la simbolog¨ªa del nacionalismo catal¨¢n. De entrada, es curioso ver a muchos republicanos emocionarse por unas guerras din¨¢sticas, y aplicar la mentalidad nacional de los siglos XIX (tard¨ªo) y XX a realidades del siglo XVIII, que poco ten¨ªan que ver con la naci¨®n (ni con los derechos humanos o el Estado del bienestar).
El nacionalismo, ¡°progresista¡± o no,
carece de una respuesta aceptable, desde el punto de vista de los derechos humanos, a la diversidad del mundo globalizado
Pero es que el nacionalismo usa a la historia para justificar su necesaria existencia. Sin embargo, los te¨®ricos e historiadores del fen¨®meno m¨¢s solventes han mostrado que la historia da una p¨¢tina racional a los sentimientos nacionales. Como, entre otros, han explicado Ernest Gellner, Eric Hobsbawn y Benedict Anderson, el discurso nacionalista es ahist¨®rico, remontando las ra¨ªces de la patria a or¨ªgenes oscuros, cuando no eternos, y utilizando una selecci¨®n de circunstancias culturales, sociales y econ¨®micas para explicar la unicidad de la comunidad nacional y la necesidad de un Estado propio que la defienda del riesgo inminente de desaparici¨®n. Porque el nacionalismo tambi¨¦n usa uno de los sentimientos m¨¢s rentables pol¨ªticamente: el victimismo hist¨®rico. Desde ¨¦ste, la grandeza de la naci¨®n se explica por sus m¨¦ritos y caracter¨ªsticas ¨²nicas, mientras que sus miserias vendr¨ªan por las indeseadas influencias ajenas.
Como el caso del PQ y ERC demuestran, el sentimentalismo nacionalista no es patrimonio de la derecha. El gran padre del nacionalismo de izquierdas, el italiano Giuseppe Mazzini, ve¨ªa a ¨¦ste como un veh¨ªculo natural, a trav¨¦s de los Estados, para conseguir la fraternidad entre los hombres que, ya felizmente realizados en sus patrias, colaborar¨ªan con sus hermanos de otras naciones para hacer una humanidad m¨¢s justa, avanzada y pac¨ªfica. Si Mazzini hubiese tenido raz¨®n, ni la unidad italiana habr¨ªa sido llevada por el d¨²o reaccionario del conde di Cavour y el rey Victor Manuel II ni la alemana por los no menos retr¨®grados Bismarck y el emperador Guillermo I; tampoco las dos guerras mundiales habr¨ªan tenido lugar, o las limpiezas ¨¦tnicas que provocaron.
?C¨®mo es que hasta la izquierda nacionalista ha llegado aqu¨ª? Durante la Revoluci¨®n Francesa, en el momento en que los historiadores creemos que cuaja el nacionalismo moderno, las palabras naci¨®n, ¡°pueblo¡± y ciudadanos se convirtieron pr¨¢cticamente en sin¨®nimos, y en denominadores, de libertad, igualdad y fraternidad. Esta asociaci¨®n dur¨® poco. Como ha explicado el profesor Jos¨¦ ?lvarez Junco en el caso espa?ol, durante el siglo XIX las monarqu¨ªas y las ¨¦lites sociales se nacionalizaron, y la religi¨®n tambi¨¦n (a la Iglesia la patria le supo a subversi¨®n hasta hace un siglo y medio).
En este proceso, el nacionalismo democr¨¢tico qued¨® marginado por el ¨¦xito de un nacionalismo de privilegio y exclusi¨®n, que alcanz¨® su m¨¢xima expresi¨®n en la ideolog¨ªa imperialista. La idea de ¡°pueblo¡± se convirti¨® en un sin¨®nimo de tribu dotada de unas caracter¨ªsticas raciales, culturales y ling¨¹¨ªsticas, supuestamente inmutables a lo largo de la historia, que la separaban de los dem¨¢s. Esta l¨®gica exige que los derechos del ¡°pueblo¡± y los de su ¡°cultura¡± est¨¦n por encima de las identidades y elecciones personales de los individuos, y de las realidades de la calle. Por eso hoy el nacionalismo, ¡°progresista¡± o no, carece de una respuesta aceptable, desde el punto de vista de los derechos humanos, a la diversidad del mundo globalizado, empezando por las migraciones. Por ejemplo, seg¨²n el PQ, la defensa de la identidad quebequense exige uniformidad. En consecuencia, la de Quebec ni es ni podr¨¢ ser jam¨¢s una sociedad multicultural (aunque en realidad s¨ª lo sea, y mucho). Tambi¨¦n en Quebec y en Catalu?a es frecuente o¨ªr hablar de los derechos de la lengua, como si las cosas tuvieran derechos o ¨¦stos fuesen m¨¢s importantes que los de las personas.
En el siglo XXI, malo es que los pol¨ªticos nacionalistas crean que existe ¡°el pueblo¡± y que se tenga que imponer la uniformidad cultural; pero peor es aun cuando se erigen en int¨¦rpretes y administradores de la voluntad, la ¨²nica posible, que supuestamente ese ¡°pueblo¡± desea realmente y necesita. El ¡°pueblo¡± puede haber estado dormido, dicen, pero ahora hablar¨¢ con voz ¨²nica para aceptar finalmente su destino irrenunciable. Por eso, por ejemplo, el PQ repite que har¨¢ otro refer¨¦ndum en cuanto pueda, hasta que el ¡°pueblo¡± quebequense despierte del sue?o producido por el trauma de la violaci¨®n hist¨®rica de 1759 y d¨¦ la respuesta buena. Despu¨¦s ya no podr¨¢ votar m¨¢s ¡°volver¡± al Canad¨¢. Por eso muchos nacionalistas catalanes no parecen reparar en los costes humanos, pol¨ªticos, econ¨®micos, culturales y emocionales que pueden tener para los ciudadanos de Catalu?a y de Espa?a el d¨ªa de la redenci¨®n nacional pendiente desde 1714.
Hemos entrado en una din¨¢mica
que tiene visos de acabar otra vez
con vencedores y vencidos.
Y as¨ª perderemos todos.
Malo es tambi¨¦n cuando hay gentes que sienten que deben ser salvadas o cuando se pide la atenci¨®n de la opini¨®n p¨²blica internacional, sean lo que sean ambas cosas. As¨ª, desde la ¨²ltima Diada (una tradici¨®n inventada hace algo m¨¢s de cien a?os) hemos visto miles de personas en las calles de Barcelona pidiendo ¡°Freedom for Catalonia¡± y d¨¢ndonos ante el mundo, a ellos y al resto de los espa?oles, un ¡°Goodbye Spain¡±, y hemos visto a los pol¨ªticos subirse a esta ola. Parecer¨¢ moderno y europeo, pero es un espect¨¢culo triste ver tanta historia, diversa, compleja, buena y mala, reducida a simplezas (expresadas en una lengua extranjera, como si los dos idiomas de Catalu?a no fuesen bastante buenos) y dirigida a gentes a quienes, a diferencia de los espa?oles, todo esto importa poco o nada. Desgraciadamente, a¨²n hemos o¨ªdo cosas peores de las bocas de quienes deber¨ªan saber qu¨¦ est¨¢n haciendo: como los planes para un ej¨¦rcito catal¨¢n, o, por citar al nacionalismo contrario, sombras de intervenciones militares.
La historia de Espa?a y de Catalu?a es muy distinta de la de Canad¨¢ y de Quebec. Sin ir m¨¢s all¨¢, la nuestra abrasa con rescoldos a¨²n calientes, la de estos ¨²ltimos no. Muchos de quienes lean estas l¨ªneas habr¨¢n vivido el final del franquismo y el nacimiento de, lo sabemos, nuestra imperfecta democracia. Desde entonces, aprendimos a respirar m¨¢s tranquilos, sabiendo que ¨¦ramos cada vez m¨¢s libres y diversos. Cre¨ªamos haber dejado detr¨¢s la cuesti¨®n de si est¨¢bamos condenados a caer repetidamente en nuestras viejas pesadillas; y empezamos a practicar el no excluir a nadie. Sin embargo, parece que ahora volvemos a sentir ese viejo sentimiento tan nuestro: la angustia de la raz¨®n ahogada bajo supuestas verdades que se proclaman eternas. Aqu¨ª nos han llevado errores, prejuicios y ambiciones de muchos, nacionalistas o no; pero, pase lo que pase ya, parece que hemos entrado en una din¨¢mica que tiene visos de acabar otra vez con vencedores y vencidos. Y as¨ª perderemos todos.
Antonio Cazorla S¨¢nchez es catedr¨¢tico de Historia de Europa en la Trent University (Canad¨¢).
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