?Qu¨¦ nos cre¨ªamos?
Compartimos ideas, textos, m¨²sica y fotos, pero, ay, que no nos toquen la privacidad
Hace unos meses, antes de que Snowden convirtiera la pol¨ªtica exterior en un cap¨ªtulo de Homeland, tuve una revelaci¨®n. Imagino que mucho despu¨¦s de usuarios de Internet m¨¢s avispados que yo, pero tambi¨¦n antes que otros que hasta hace unos d¨ªas han vivido en la inocencia. Estaba contestando correos cuando el pensamiento revelador cruz¨® mi mente. Fue una idea tan s¨®lida que me levant¨® de la silla como un resorte: decid¨ª que a partir de ese momento no escribir¨ªa nada en mi ordenador que no pudiera defender p¨²blicamente. No pensaba solo en algo tan pueril como los ¡°estados de ¨¢nimo¡± que uno comparte entre sus conocidos en las redes sociales, tambi¨¦n me refer¨ªa a los correos de naturaleza privada, a los que se mandan con alg¨²n tipo de confesi¨®n a los amigos, a los hijos, a la pareja. Nada, las intimidades se acabaron en el ciberespacio.
Varias circunstancias me influyeron para tomar tal decisi¨®n. Es posible que en mi mente resonara el eco de la rese?a de un libro que acaba de salir, Big data, en el que se analiza c¨®mo las grandes corporaciones relacionan datos privados destilados por cualquier listado online para llegar a los posibles clientes en modo de oferta o publicidad. Los consumidores de Amazon, por ejemplo, ya sab¨ªan que de sus compras por correo esta empresa deduc¨ªa los intereses lectores de sus clientes y mandaba listas de sugerencias bastante acertadas; pero lo que parece rozar la ciberficci¨®n es saber c¨®mo la cadena de hipermercados americana Wallmart adivina que alguna de sus clientas est¨¢ embarazada antes de que esta se haga el predictor. Parece magia, no lo es. Nuestra mente especula con conclusiones estad¨ªsticas, pero no, las empresas predicen nuestro futuro cruzando datos: edad, intereses, cambios en los h¨¢bitos de consumo, movimientos de tarjetas de cr¨¦dito. Y es que a lo largo del d¨ªa vamos dejando pistas de qui¨¦nes somos, hasta tal punto que ellos acaban sabi¨¦ndolo mejor que nosotros mismos. Recuerdo el agobio que sent¨ªa cuando en el siglo pasado encontraba mi buz¨®n f¨ªsico lleno de publicidad. Era un milagro encontrar una carta personal entre tanta mara?a. El agobio no era s¨®lo por la labor de desbroce que llevaba todo aquel papeleo, tambi¨¦n se trataba de una ansiedad ecol¨®gica al imaginar los ¨¢rboles talados in¨²tilmente por un derroche de papel que ir¨ªa inmediatamente a la basura. El correo electr¨®nico evita tal ansiedad, pero la abundancia de mensajes publicitarios que irrumpen en nuestra bandeja de entrada ha acabado provocando el mismo desconcierto: entre tanta informaci¨®n comercial que te mandan sin pedirte permiso, ?d¨®nde quedan los mensajes personales?
En los peri¨®dicos que leo aparecen anuncios de tiendas que he visitado. En alguna dej¨¦ est¨²pidamente mi direcci¨®n, en otras, no, mis datos fueron vendidos o intercambiados. Como buena hipocondriaca que soy, suelo confesarle mis s¨ªntomas al buscador. S¨ª, yo tambi¨¦n lo hago. Y es asombroso c¨®mo esa diab¨®lica mente consigue relacionar un dolor de brazo con una mala digesti¨®n, y ofrecer un diagn¨®stico. A m¨ª, los m¨¦dicos reales nunca me han seguido tanto la corriente. Como resultado de mis pesquisas m¨¦dicas, recibo a diario recomendaciones homeop¨¢ticas, compuestos vitam¨ªnicos para reforzar la memoria, tratamientos con env¨ªo a domicilio para conciliar el sue?o o publicidad de todo tipo de almohadas. Un resumen pat¨¦tico de lo que soy.
Hace a?os que mi pobre procesador mental consigui¨® relacionar dos t¨¦rminos que adem¨¢s riman graciosamente: internauta con incauta, porque envi¨¦ mensajes impulsivos, hice p¨²blicas opiniones que se difundieron, a mi pesar, o escrib¨ª a presuntos amigos que reenviaron fr¨ªvolamente mis mensajes. ?Discreci¨®n? Eso no existe en este medio. Internet acu?¨® como propio el verbo ¡°compartir¡±. Compartimos ideas, textos, m¨²sica, art¨ªculos, noticias, fotos, defendemos airadamente este nuevo campo sin fronteras, pero, ay, que no nos toquen la privacidad. Suele haber unos mensajillos muy enternecedores en Facebook que los usuarios cuelgan en sus muros y que alertan a los ¡°amigos¡± de los pasos a seguir para que en tu espacio, en tu muro, no haya fisgones indeseados e indeseables. Hace ya tiempo que no me atengo a ese protocolo: s¨¦ que mi teclado no es el de una m¨¢quina de escribir. Lo s¨¦ incluso antes de que Scarlett Johansson le mandara a su novio una foto desnuda, o antes de que la concejala Olvido se masturbara ante el pueblo espa?ol.
La confesi¨®n p¨²blica del joven Snowden ha desvelado pr¨¢cticas inquietantes: los pueblos amigos se esp¨ªan entre s¨ª. Ya no hay aliados que valgan. Cualquier ciudadano est¨¢ bajo sospecha, y los Gobiernos pueden comprar o exigir los datos que nosotros, incautamente, hemos cedido a las grandes corporaciones. Pero qu¨¦ quer¨ªamos: ?compartir nuestros deseos y preservar nuestra intimidad?, ?y c¨®mo se hace eso navegando por este abrumador oc¨¦ano que no se concibi¨® a la medida del hombre? No puedo decir que no me haya sublevado la revelaci¨®n de Snowden, pero que conste que la m¨ªa se produjo antes: cuando decid¨ª que no escribir¨ªa aqu¨ª algo ¨ªntimo o inconfesable. Mi peque?o acto de resistencia consiste en contar los secretos en persona. Y no s¨¦ por qu¨¦, sospecho que poco a poco ir¨¢ aumentando el batall¨®n de resistentes.
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