Un hombre de buen conformar
En mi juventud pas¨¦ dos a?os conviviendo con ¨¦l a diario, desentra?¨¢ndolo y reproduciendo en mi lengua las 700 u 800 p¨¢ginas de su obra maestra, Tristram Shandy, y unos pocos sermones de los que soltaba a sus feligreses en el pueblo de Coxwold, cerca de York, donde viv¨ªa cuando no estaba en Londres o viajando por el Continente, esto ¨²ltimo s¨®lo tras el gran ¨¦xito de esa novela, que resulta innovadora incluso ahora. Aprend¨ª tanto de ¨¦l, y me divert¨ª tanto traduci¨¦ndolo, que, pese a haber hablado de Laurence Sterne otras veces, y aun a riesgo de repetirme, me sentir¨ªa un ingrato si no celebrara el d¨ªa de hoy y le rindiera homenaje, ya que ese escritor jovial y atrevido, ingenioso y compasivo (pero jam¨¢s sensiblero), naci¨® el 24 de noviembre de 1713, hace exactamente trescientos a?os. Sus dos obras principales, la mencionada y Viaje sentimental, se siguen editando y traduciendo a diferentes lenguas. Se reconoce que Joyce sale de ¨¦l en buena medida, y no son pocos los novelistas actuales que lo veneran y reivindican, entre ellos Kundera y Vila-Matas.
Pero el que naci¨® hace hoy tres siglos no fue el escritor, sino el individuo, y, por cuanto de ¨¦l conocemos, parece haber estado en consonancia con el literato libre y jocoso. No siempre sucede as¨ª: hay textos intensos debidos a hombres o mujeres g¨¦lidos; hay libros que inducen a pensar en la generosidad de quien los alumbr¨®, que sin embargo era alguien especulador y mezquino; hay obras encantadoras escritas por seres viles: traidores, delatores, esbirros de dictaduras, megal¨®manos y hasta homicidas. A veces el autor se vale de la ficci¨®n (la poes¨ªa lo es, no se olvide) para fingirse lo que no es, para ocultar su cara torva y ofrecer una noble y conmovedora. A veces se trata de algo m¨¢s complejo, del espejo de las contradicciones. En el caso de Sterne se puede ir sobre seguro. Era un hombre divertido y festivo, capaz de hacer bromas sobre cualquier asunto, y su esp¨ªritu era cordial y amable. Claro que tuvo enemigos: irritaba a los solemnes, de los que no pod¨ªa evitar burlarse cuando incurr¨ªan en idiotez supina, pero su sarcasmo sol¨ªa ser indirecto y suave. Un a?oso marqu¨¦s franc¨¦s pretendi¨® la mano de su hija Lydia. Lo primero que le pregunt¨® a Sterne fue cu¨¢nto podr¨ªa darle a ella ahora y cu¨¢nto le dejar¨ªa a su muerte. Sterne le contest¨®: ¡°Se?or, le dar¨¦ diez mil libras el d¨ªa del casamiento. Mis c¨¢lculos son los siguientes: ella no ha cumplido los dieciocho, vos ten¨¦is sesenta y dos, ah¨ª van cinco mil; ¡ ella tiene muchos talentos, habla italiano, franc¨¦s, toca la guitarra; y como me temo que vos no toc¨¢is ya instrumento de ninguna clase, ¡ aqu¨ª termina la cuenta de las diez mil libras¡±. Un conocido lo describi¨® as¨ª: ¡°Todo adquiere el color de la rosa para ese feliz mortal; y lo que a otros se aparece oscuro y melanc¨®lico, para ¨¦l presenta tan s¨®lo un aspecto jovial y alegre¡±. Y ¨¦l mismo anunci¨®: ¡°Cuando muera, se pondr¨¢ mi nombre en la lista de esos h¨¦roes que murieron bromeando¡±, la cual, aseguraba, encabezaba Cervantes.
Joyce sale de Sterne en buena medida y no pocos lo reivindican, entre ellos Kundera y Vila-Matas
As¨ª, no es dif¨ªcil imaginar que no habr¨ªa objetado a los desaires p¨®stumos, empezando por el que sufri¨® su cad¨¢ver. Muri¨® en Londres en 1768 sin molestar a nadie, y fue enterrado sin pompa en una iglesia de Hanover Square. A los pocos d¨ªas fue robado su cuerpo y entregado al profesor de anatom¨ªa de la Universidad de Cambridge. Cuando ¨¦ste acababa ya la disecci¨®n, un testigo reconoci¨® al difunto. El profesor, inc¨®modo por haber troceado a una gloria literaria, procur¨® que al menos se conservara el esqueleto, pero durante muchos a?os se busc¨® su calavera sin ¨¦xito entre los huesos cantabrigenses. No s¨¦ si al final hubo suerte: junto a la iglesia de St Michael, en Coxwold, que visit¨¦ hace alg¨²n tiempo, hay una tumba y una l¨¢pida con su nombre, pero vaya usted a saber lo que encierran. Ahora me env¨ªan de Shandy Hall (la que fue su casa en Coxwold y ahora es lugar de visita y museo) un op¨²sculo en el que una tal Erica Van Horn relata brevemente su paso por el lugar natal de Sterne: Clonmel, en Tipperary, en el sur de Irlanda, donde ¨¦l vino al mundo por mero azar: el regimiento de su padre, un abanderado, se hallaba all¨ª cuando lo dio a luz su madre. Pero en fin, pocos son los pueblos que puedan presumir de haber sido el inicial albergue de un genio de la literatura. En Clonmel, sin embargo, s¨®lo hay una borrosa placa conmemorativa, situada a demasiada altura para que los transe¨²ntes la vean. En 2009 se inaugur¨® un Bar Sterne. Los discursos del alcalde y de ex-alcaldes varios, de un profesor y de dignatarios, se alargaron tanto que a la gente se la desvi¨® a otro bar, hasta que concluyeran. Para cuando por fin lo hicieron, a nadie le apetec¨ªa abandonar el segundo bar para pasar al reci¨¦n inaugurado. Incluso las autoridades se trasladaron al que estaba animado, mientras en el Sterne una banda tocaba quedamente para nadie, o quiz¨¢ s¨®lo para la calavera y el esqueleto errantes. Tan s¨®lo un a?o despu¨¦s de esas ceremonias, el Bar Sterne de Clonmel cerr¨® sus puertas a sus doce mil almas.
Laurence Sterne se habr¨ªa re¨ªdo. Era hombre de buen conformar, eso que no existe ahora. Cuando la muerte se le ven¨ªa ya encima, dijo que le ¡°habr¨ªan gustado otros siete u ocho meses ¡ pero sea como Dios lo quiera¡±. Lo cont¨¦ en otro sitio hace m¨¢s de veinte a?os, pero no importa: un testigo relat¨® su ultim¨ªsimo aliento. ¡°Ya ha llegado¡±, se limit¨® a decir Sterne, y levant¨® la mano, como para parar un golpe.
elpaissemanal@elpais.es
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