Nuestro Fernando
Hubo un tiempo en que el Ayuntamiento de Madrid se volvi¨® loco poniendo placas. Hasta le dedicaron una al ratoncito P¨¦rez
Da pena. En Madrid, las estatuas dedicadas a nuestros artistas parecen sacadas de una caja de Legos. La de Valle-Incl¨¢n en Recoletos, la de Lorca en la plaza de Santa Ana, la de Vel¨¢zquez en su calle. Son estatuas m¨¢s propias de un jard¨ªn de infancia que de los grandes espacios p¨²blicos. Se dir¨ªa que sus dimensiones reflejan la idea inconsciente que nuestras autoridades han tenido siempre de la cultura: con supuesta generosidad promueven una estatua a un gran escritor, pero jibariz¨¢ndolo hasta hacerlo m¨¢s peque?o que el ser humano que se va a parar a contemplarlo. Las estatuas de artistas en Madrid no dan sombra, dan lastimilla. Tambi¨¦n las calles que se dedican a los grandes de la literatura son las m¨¢s peque?as. La de P¨¦rez Gald¨®s hay que verla. El escritor que m¨¢s p¨¢ginas dedic¨® a Madrid tiene una calle del tama?o de una culebrilla. Tal vez a ¨¦l no le importar¨ªa porque est¨¢ en pleno centro y en una zona en la que seguro viv¨ªa una de aquellas mujeres del pueblo que, con frecuencia, le trastornaron la vida.
Pero ya nos vale. Los voluntariosos gu¨ªas literarios se las ven y se las desean para perge?ar un recorrido que reconstruya los pasos de los autores y sus personajes. Hay que tener una gran imaginaci¨®n retrospectiva para reconstruir mentalmente aquel paisaje del que no queda casi nada. A veces ni una de esas placas con el t¨ªpico ¡°aqu¨ª vivi¨® fulanito¡±.
Va uno por las ciudades europeas y se encuentra estatuas nobles, amedrantadoras por aparecer ante nosotros casi vivas en movimiento y expresi¨®n, de los escritores y artistas que convirtieron en inmortales a criaturas extraordinarias o a los seres an¨®nimos de su tiempo. Son estatuas para quedarse un rato parado y rezar una oraci¨®n para que no nos falten jam¨¢s los cuentos en este mundo, no para dormirnos, como dijo el poeta, sino para entenderlo mejor. Son los santos del lector: el Ibsen de Oslo, el E?a de Queiroz de Lisboa, el Andersen de Copenhague, el Joyce de Dubl¨ªn o el Balzac de Par¨ªs. A?ada usted los que quiera. Tal vez no hayamos de echar solo la culpa a las autoridades o a los vaivenes pol¨ªticos: padecemos una mezquindad end¨¦mica que nos impide reconocer los m¨¦ritos de otros, aunque est¨¦n muertos. Somos un pa¨ªs de nula liturgia laica, si se me permite este disparate expresivo. Mucho-mucho en los entierros, pero luego nuestra memoria d¨¦bil.
Espero que cuando vuelva a mi ciudad me encuentre los
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el Ayuntamiento de Madrid se volvi¨® loco poniendo placas. Hasta le dedicaron una al ratoncito P¨¦rez, que no digo que no tenga m¨¦rito, pero siendo un personaje que nunca muere, tal vez era menos necesario su reconocimiento oficial que el de otros. Y hace poco, al calor de la muerte del actor y escritor Fernando Fern¨¢n-G¨®mez, el exalcalde Gallard¨®n decidi¨® cambiar el nombre del Centro Cultural de la Villa por el del querido c¨®mico. Bien es verdad que ten¨ªa de concejala a Alicia Moreno, particularmente sensible hacia el mundo del teatro por ser hija de Nuria Espert y haberse criado entre c¨®micos. A m¨ª ese cambio me provoc¨® una dulce alegr¨ªa interior: cada vez que cruzaba la horripilante plaza de Col¨®n, me encontraba con las letras que conformaban el apellido de uno de los hombres m¨¢s admirables que he conocido y eso me reconfortaba el paseo y me reconciliaba con esa plaza que merece una enmienda a la totalidad. ¡°Ah¨ª est¨¢s, Fernando¡±, pensaba, y me acordaba de su voz tremenda, de su piel iluminada y de la melena blanca. Y de unos ojos ante los que hab¨ªa que estar alerta, porque unas veces eran acariciadores y otras te traspasaban.
Si estaba paseando con una amiga extranjera le hablaba del actor y le recomendaba, por supuesto, El tiempo amarillo, sus memorias, si es que le interesaban Madrid, la guerra y la posguerra, la vida misma en el siglo XX espa?ol. Espero que cuando vuelva a mi ciudad me encuentre los apellidos de Fernando todav¨ªa colgados de la marquesina. Dec¨ªan que los iban a quitar. Que al responsable de ese centro le parec¨ªa que el nombre vend¨ªa solo teatro y no cultura en general. ?Sabe ese se?or qui¨¦nes somos los consumidores de la cultura, lo que nos mueve, lo que nos saca de casa? Mi amigo el cr¨ªtico Diego Gal¨¢n escribi¨® el otro d¨ªa un art¨ªculo en el que dec¨ªa que el verdadero motivo de la retirada es que Fernando era un rojo. No lo descarto, pero creo que m¨¢s bien se trata de una falta imperdonable de sensibilidad. Para m¨ª es tan insultante pervertir el nombre de la Puerta del Sol, a?adi¨¦ndole el adjetivo Vodafone, como arrebatarle a un teatro el nombre de quien m¨¢s se lo puede merecer. Las dos decisiones nacen de la misma indelicadeza.
Donde est¨¢ la banderaza de Espa?a, plantar¨ªa una estatua de Fern¨¢n-G¨®mez, pero una de verdad
Es el desprecio por ese bien intangible que es la cultura, por aquella imbricada en el sentir popular. Si por m¨ª fuera, en el mismo lugar en el que est¨¢ situada la banderaza de Espa?a, plantar¨ªa una estatua de Fern¨¢n-G¨®mez, pero una de verdad, no un apa?o. Fernando ten¨ªa un f¨ªsico tan poderoso que hubiera hecho las delicias de un Rodin. Ser¨ªa una de esas estatuas que hay que mirar hacia arriba y se recortan contra el cielo. Tambi¨¦n, si se me permite un inciso sentimental, pondr¨ªa otra en Moratalaz, con mi padre sentado en su banco leyendo el peri¨®dico. Le sobraban atractivos y tambi¨¦n ten¨ªa su p¨²blico. Pero esto es otra historia.
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