La cristiana cautiva
El mundo de las f¨¢bulas y los cuentos mitiga la angustia ante lo desconocido
Vengo de un tiempo en que a¨²n se cantaban romances en las casas. Sol¨ªa hacerse en las sobremesas de las fiestas y las celebraciones familiares, y muchos de esos romances a¨²n perviven felizmente en mi memoria. Mis preferidos eran los romances moriscos. Hablaban de cristianas cautivas o del amor de los moros por los lugares y ciudades en que viv¨ªan. Estas delicadas historias conten¨ªan visiones idealizadas de las relaciones entre moros y cristianos, siempre llenas de melancol¨ªa ante la dificultad de conciliar los dos mundos. Las cristianas cautivas hab¨ªan sido raptadas de ni?as, pero eran j¨®venes despreocupadas que cos¨ªan, lavaban sus pa?uelos de seda u holanda, e iban con sus amigas a por agua a la fuente.
El retablo mayor de nuestra parroquia estaba presidido por una talla del ap¨®stol Santiago que nada ten¨ªa que ver con aquellos romances con cantarinas fuentes, encantadoras cautivas y moros generosos y melanc¨®licos. El ap¨®stol estaba a caballo blandiendo una espada y, debajo de los cascos de su caballo, se ve¨ªa un amasijo de moros con expresiones malignas y ojos desorbitados, tan alejadas de las que deb¨ªan de tener los p¨ªcaros moros que protagonizaban los romances que mi madre nos cantaba (que otros hagan por eso el Camino de Santiago, yo nunca lo har¨¦).
En mi casa hab¨ªa un libro que mi padre, aficionado a la poes¨ªa, nos le¨ªa sin descanso. Se trataba de Las mil mejores poes¨ªas de la lengua castellana, que era un libro que en los a?os cincuenta sol¨ªa ocupar un lugar relevante en las casas. La Biblia abrumaba por sus historias terribles y por el hecho de que todo aquello formara parte de un tiempo anterior a nosotros, como si al fin y al cabo hubi¨¦ramos llegado al mundo cuando todas las leyes estaban escritas y todas las decisiones tomadas. Pero en aquel otro libro parec¨ªa hablarse de algo bien distinto; no de un mundo no marcado por la cruel ausencia de la verdad sino de uno donde era posible la amistad con las cosas.
Las religiones, cuando
no se han separado
a¨²n de los? hombres,
nos ofrecen historias as¨ª, que dicen que hay
un lugar adonde ir
Cada p¨¢gina, cada poema, era una sorpresa.Canciones de piratas, versos de enamoradas que esperaban al alba a sus dulces pastores, rom¨¢nticas historias de promesas incumplidas, eleg¨ªas donde atribulados hijos lloraban la muerte de un padre amado y comparaban la vida con un r¨ªo que pasaba, se alternaban con preciosas historias de moros que se enamoraban de cristianas, de pr¨ªncipes que confund¨ªan la realidad con el sue?o, de amantes que cre¨ªan que su amor ser¨ªa m¨¢s fuerte que la muerte, y de hermosas ni?as que lloraban sus penas a orillas del mar. Todo lo divino y humano, el mundo de la realidad y el del sue?o, la aflicci¨®n y la dicha, parec¨ªa tener un lugar en aquel libro incomparable, en cuyas p¨¢ginas parec¨ªa estar contenido el mundo entero, con sus estaciones, sus animales y sus desatinos. Criaturas de un solo ojo, bellas ninfas de las fuentes, sabios que hartos del mundo se retiraban a descansar a su huerta, palacios de malaquita donde insomnes princesas so?aban con caballeros que ven¨ªan a buscarlas con un azor en el brazo, trenes expresos en los que viajaba el solitario amor, golondrinas que jam¨¢s volv¨ªan a los balcones donde hab¨ªa anidado la dicha, noches oscuras que cobijaban las andanzas del alma, poetas que dec¨ªan que hab¨ªa sido suya el alba de oro... ?Pod¨ªa pedirse m¨¢s?
Hab¨ªa, en suma, dos mundos, y ninguna historia lo hab¨ªa contado mejor que aquella en que Mois¨¦s hab¨ªa subido al monte Sina¨ª a encontrarse con Yahveh, y que era la historia del becerro de oro. Su hermano Aar¨®n, ante su tardanza, pidi¨® a las mujeres que le prestaran los collares y los zarcillos de sus orejas, con los que dio forma en la fundici¨®n a la figura de un becerro. No de un dios, o un demonio, sino de un pobre becerro, semejante a los que pac¨ªan a su lado, imagen del desamparo de su pueblo en la noche interminable del ¨¦xodo. ¡°Y el d¨ªa siguiente madrugaron y ofrecieron holocaustos y presentaron (sacrificios) pac¨ªficos: y el pueblo se sent¨® a comer y a beber, y levant¨¢ronse a regocijarse¡±. Es as¨ª como se describe en la Biblia (en la traducci¨®n de Casiodoro Reina) la reacci¨®n del pueblo jud¨ªo. Es decir, el becerro que viene a llenar el vac¨ªo dejado por la ausencia de Mois¨¦s, no mueve a vergonzosos pactos, ni a alianzas indecorosas, sino tan solo a sentarse, hablar y a comer a su lado.
Eso significa adorar al becerro: correr de tienda en tienda con los bailarines, escuchar el murmullo de las conversaciones, los cantos de los hombres junto al fuego, percibir su anhelo de felicidad. Reconozco que la Biblia que a m¨ª me gustaba, y que me sigue gustando, ten¨ªa que ver con el rastro casi imperceptible de esa figurilla de oro. Un rastro hecho, sin embargo, de im¨¢genes que una vez contempladas no se pod¨ªan olvidar: la imagen del pelo de Sans¨®n entre los dedos de Dalila, la del rubor de Raquel apartando sus ovejas del pozo para que Jacob pudiera inclinarse a beber, la de una muchacha de Galilea recibiendo a escondidas a un hermoso mensajero, la de la burra visionaria de Bala¨¢n, la imagen de una mano exenta que se suelta a escribir en la pared de un palacio, la de un Arca llena de animales flotando a la deriva en la noche negra del Diluvio.
Estamos perdidos y buscamos un camino que transforme nuestra vida en una historia que merezca la pena contar
A ese rastro pertenecen las historias del libro preferido de mi infancia. Era una peque?a antolog¨ªa de los cuentos de Las mil y una noches. Me gustaban especialmente dos de ellos. El primero trataba de dos hermanos que viv¨ªan en un palacio donde ten¨ªan todo lo que quer¨ªan. Sirvientes que satisfac¨ªan sus caprichos, un jard¨ªn esplendoroso lleno de hermosos animales y flores que parec¨ªan so?adas. Eran felices en ¨¦l, hasta que un d¨ªa un anciano les habl¨® de un lugar donde podr¨ªan encontrar un ¨¢rbol que canta, un p¨¢jaro que habla y una fuente de oro. Y, a partir entonces, aquellos ni?os que todo lo ten¨ªan solo viv¨ªan para encontrar la manera de abandonar su casa y buscar aquel lugar maravilloso. El otro cuento ten¨ªa por protagonista a una princesa que se paseaba de noche por los jardines de su palacio y a su paso iba iluminando los senderos y las fuentes pues su cuerpo ten¨ªa el poder de desprender luz, como pasa con las luci¨¦rnagas.
?Sabemos por qu¨¦ hemos nacido, por qu¨¦ tenemos que morir, por qu¨¦ existe la injusticia o la desdicha, qu¨¦ es el amor y por qu¨¦ nos hace sufrir? Nuestra vida est¨¢ llena de preguntas que no podemos evitar hacernos sin descanso. Para mantenerlas vivas y mitigar a la vez la angustia que nos produce no conocer sus respuestas existe el mundo de las f¨¢bulas y los cuentos, el mundo inagotable de la ficci¨®n. Estamos perdidos y buscamos un camino que transforme nuestra vida en una historia que merezca la pena contar, una historia que nos consuele con su belleza. Las religiones, cuando no se han separado a¨²n de los hombres, las mujeres y los ni?os reales, nos ofrecen historias as¨ª. Historias que nos dicen que hay un lugar adonde ir, un lugar donde, entre otras cosas, podremos reencontrarnos con los muertos que amamos.
Esas historias no son distintas a las historias que se narran en los cuentos. Con una diferencia, las religiones nos dicen que ¨¦sta no es nuestra verdadera vida y que s¨®lo la muerte puede conducirnos a ella; los cuentos, que el para¨ªso est¨¢ en el mundo y que hay que vivir como si fuera posible alcanzarlo. El ¨¢rbol que canta, el p¨¢jaro que habla y el agua de oro en el cuento de Las mil y una noches hablan de ese anhelo de felicidad. Hay muchas formas de contestar a la pregunta eterna de por qu¨¦ leemos. Yo tengo la m¨ªa: leo para seguir el rastro de luz que dejan en la noche esas moritas cautivas de mi infancia.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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