De f¨²tbol y otras cosas
La clasificaci¨®n de la selecci¨®n colombiana para jugar en la Copa del Mundo, tras 16 a?os de ausencia, se vive con una inquietante mezcla de alegr¨ªa y prudencia
La selecci¨®n colombiana de f¨²tbol es menos un equipo deportivo que un diagn¨®stico de nuestra salud mental. Por eso es tan inquietante la mezcla de alegr¨ªa y prudencia con que se vive en Colombia la clasificaci¨®n para el Mundial de Brasil: es como si una pandemia de sensatez hubiera invadido a nuestros ciudadanos, tan acostumbrados a otra cosa. Pues el f¨²tbol colombiano siempre ha sido un espejo distorsionado de lo que sucede all¨¢ afuera, en el extra?o pa¨ªs que comienza en la puerta del estadio. Me cuentan mis mayores, por ejemplo, que a mediados del siglo pasado el campeonato colombiano se convirti¨® en uno de los m¨¢s importantes del mundo; sus dirigentes estaban dispuestos a pagarles a los futbolistas extranjeros los salarios que las leyes internacionales prohib¨ªan. Pero no solo llegaron a Colombia jugadores como Di St¨¦fano y Neil Franklin, sino tambi¨¦n ¨¢rbitros importados de Inglaterra para paliar la indisciplina de los locales.El gran momento del f¨²tbol colombiano coincidi¨® con los a?os m¨¢s violentos de nuestra historia reciente, y en cierta medida fue producto de ellos. Hacia 1983, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla denunci¨® la penetraci¨®n de los dineros del narcotr¨¢fico en dos zonas neur¨¢lgicas de la vida nacional ¨Cla pol¨ªtica y el f¨²tbol¨C, y al a?o siguiente fue asesinado por sicarios al servicio de Pablo Escobar. Lara, por supuesto, ten¨ªa raz¨®n: la mafia se hab¨ªa adue?ado de tres o cuatro equipos y les hab¨ªa permitido importar a los jugadores m¨¢s caros de Latinoam¨¦rica. Hoy estamos de acuerdo en que esa invasi¨®n indeseable tuvo una consecuencia parad¨®jica: una generaci¨®n de colombianos que aprendi¨® a jugar al lado de los mejores. En 1990, cuando la selecci¨®n se clasific¨® para el Mundial despu¨¦s de 24 a?os de ausencia, lo hizo con ese grupo de jugadores que no solo hab¨ªan crecido en un h¨¢bitat de ardua competitividad, sino que hab¨ªan llegado a triunfar en equipos europeos.
Pero aquella alianza entre f¨²tbol y mafia no pod¨ªa terminar bien. En septiembre de 1993, el equipo m¨¢gico de Valderrama y Asprilla venci¨® a la selecci¨®n argentina en su propio estadio y por un marcador indecoroso de 0-5. En su cr¨®nica de la euforia siguiente, el periodista Mauricio Silva habla de una cuenta de 12.000 d¨®lares en champ¨¢n que qued¨® a cargo de un narcotraficante de segunda l¨ªnea; mientras tanto, el mediocampista Leonel ?lvarez le dedicaba el triunfo al portero Ren¨¦ Higuita, que recib¨ªa la dedicatoria en su celda de la c¨¢rcel Modelo de Bogot¨¢, y las celebraciones en las calles terminaban con 76 muertos y 912 heridos. Lo peor, sin embargo, estaba por venir. A mediados del a?o siguiente, la selecci¨®n invulnerable fue eliminada en la primera ronda del Mundial de Estados Unidos, y el central Andr¨¦s Escobar, un tipo fundamentalmente decente que hab¨ªa tenido la mala suerte de marcar un gol en propia puerta, fue asesinado a tiros por el guardaespaldas de un mafioso.
La selecci¨®n que clasific¨® a Brasil est¨¢ compuesta en buena parte por jugadores que eran ni?os cuando eso sucedi¨®. Uno de ellos, Radamel Falcao, acaba de quedarse fuera del Mundial por una lesi¨®n, y la noticia ha sido recibida en Colombia como una tragedia. Pues Falcao est¨¢ en las ant¨ªpodas de las estrellas conflictivas de los a?os viejos: es un trabajador disciplinado y religioso que recibe cheques de esc¨¢ndalo, pero no ha perdido la cordura, y que parece haber contagiado a los aficionados del pa¨ªs con la virtud in¨¦dita de la normalidad. Y eso, normalidad, es lo que nos hace falta.
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