Las vidas del lago Tanganica
Autor invitado: Fernando Duclos (texto y fotos)
En Kagunga, Tanzania, no hay nada, y menos si es domingo. O mejor dicho: hay muchas cosas, pero nada que se pueda parecer a la comodidad. En este pueblito, a orillas del Lago Tanganica, una peque?a casita sirve de oficina de migraciones y en ella, tres empleados del Estado dejan pasar a los locales que vienen de Burundi, y sellan los pasaportes de los poqu¨ªsimos viajeros que se animan a asomar. Yo soy uno de ellos, y Edgar, el encargado de la oficina, me dice: "No veo la hora de irme. Hace 10 a?os que llegu¨¦ y s¨®lo espero el traslado. No tenemos luz, no tenemos electricidad, menos que menos internet y la ¨²nica antena telef¨®nica que capta se?al queda en Burundi. Por eso, si quiero hablar con mi familia en Dar es Salaam, se me debita como llamada internacional". Fue dicho: en Kagunga nada se parece a la comodidad.
Este caser¨ªo en el que nada pasa, excepto el tiempo, queda a orillas del Lago Tanganica. El lago, el segundo m¨¢s profundo del mundo despu¨¦s del Baikal, en Rusia, y tal vez el m¨¢s importante de ?frica, oficia como frontera de cuatro pa¨ªses: Tanzania, Burundi, Zambia y la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo. Sus aguas, celestes en algunos tramos, verdes en otros, son surcadas a cada momento por todo tipo de embarcaciones: desde las canoas de tronco de los pescadores hasta el hist¨®rico MV Liemba, un enorme ferry que Alemania us¨® en la Primera Guerra Mundial y que luego le qued¨® a Tanzania, que, todas las semanas, zarpa desde Kigoma y llega hasta Mpulungu, al Norte de Zambia. Muchos caminos se cruzan en el Tanganica, aunque en Kagunga, sin embargo, es domingo: es d¨ªa de descanso y ning¨²n bote partir¨¢ hoy.
Aqu¨ª no hay hoteles, no hay restaurantes. Tampoco ruta terrestre: para llegar desde Burundi, hay que sellar el pasaporte en la oficina local, una casita de piso de tierra en el medio de la nada, y luego caminar unos metros a orillas del lago, moj¨¢ndose los pies. Luego, si uno desea seguir ruta, la ¨²nica forma es con un bote que sale de lunes a s¨¢bado, a las 3 de la ma?ana, y que lleva mercader¨ªa hacia el puerto tanzano de Kigoma. Como llegu¨¦ un domingo a las 10 de la ma?ana, deb¨ª esperar 18 horas hasta que, a la madrugada, mi barco zarp¨®. En ese lapso, Edgar me cont¨® todo lo que esconden estas orillas.
"A?os atr¨¢s, cuando llegu¨¦ a este pueblito -me dijo-, Burundi estaba en guerra. Era dur¨ªsimo trabajar ac¨¢. Los rebeldes burundeses quer¨ªan pasar la frontera, pero nosotros no los dej¨¢bamos. Entonces, cerr¨¢bamos la ventana, esta que ves ac¨¢, y s¨®lo mir¨¢bamos lo que pasaba. Vimos muertes, cuerpos, era como si fuera nuestra televisi¨®n".
Y luego agreg¨®, del otro vecino: "Esas monta?as que se ven ah¨ª enfrente, eso ya es el Congo. Est¨¢ lloviendo, fijate. El problema con el Congo es que tiene tantos y tantos y tantos recursos que nunca se los dejaron manejar. Y me temo que ahora, probablemente, ya est¨¦ todo perdido. Aunque siempre se puede renacer...".
Despu¨¦s de muchas horas de charla y de una peque?a siesta nocturna en la oficina de Migraciones tanzana, entonces, lleg¨® la hora de partir.
El barco que me dejar¨ªa en Kigoma, ocho horas despu¨¦s, era un bote enorme de madera, de paredes altas y un motor. All¨ª, sin salvavidas ni nada que nos brinde seguridad, se amontonan cada d¨ªa cientos de personas, hacinados, durmiendo en cubierta, como se pueda, entre gallinas y pescado, para poder viajar y despu¨¦s vender. Ese lunes me toc¨® a m¨ª ser uno de ellos y, por un momento, sent¨ª que as¨ª, como ¨¦sa, deb¨ªan ser las embarcaciones que trasladan africanos a Europa y de las que cada tanto se lamenta, y luego se olvida, un nuevo y terrible naufragio.
Claro: no es lo mismo viajar a vender pescado que partir hacia el exilio, hacia lo desconocido, o hacia la probable muerte, encierro o deportaci¨®n. Pero, m¨¢s all¨¢ de los diferentes objetivos, en cuanto a las condiciones de viaje, pienso, en uno y otro caso, estos botes en el Tanganica y esos barcos en el Mediterr¨¢neo, casi no deben variar.
Descubiertos y en cubierta, el fresco de la noche aqu¨ª hace estragos y un silbato que toca el capit¨¢n no deja dormir: como el bote no tiene luces, el pitido sirve para avisar que ah¨ª estamos, que, en esa oscuridad sin luna y con estrellas, nadie nos deber¨ªa chocar.
El bote para en cada pueblo, y es, cada vez, un acontecimiento. Suben hombres, mujeres, ni?os, todos gritan, llevan kilos y kilos de pescado fresco, ya casi no queda lugar. Vamos todos api?ados, la cara de uno en los pies del otro, y ahora definitivamente no entra m¨¢s nadie, pero igual, el bote sigue parando. Al final, somos como doscientos en un barquito y cuando ya casi no queda espacio ni para el aire, llegamos a Kigoma, que despu¨¦s de Kagunga y de las ocho horas en el Tanganica, y aunque s¨®lo cuenta con 135.000 habitantes, se nos muestra monumental.
Ya es lunes, son las once, ya pas¨® el domingo y tambi¨¦n pas¨® el lago: as¨ª, todos los d¨ªas, se vive en el Tanganica, el coraz¨®n de ?frica, en el que a veces pareciera que muchos reflejos que nos devuelven las aguas toman la forma de realidad.
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