Sintra, la ciudad a la que le sienta bien la melancol¨ªa
Acabo de pasar unos d¨ªas en Sintra, una ciudad portuguesa sumida casi siempre en una niebla tenue que se enreda entre las ramas de sus bosques, diluye las fachadas de piedra de sus palacios y desdibuja con una gasa de nostalgia los perfiles rom¨¢nticos de sus torreones.
Se dir¨ªa que a Sintra le sienta muy bien la melancol¨ªa.
El porqu¨¦ de este ambiente h¨²medo y evocador de Sintra tiene una raz¨®n geogr¨¢fica: el pueblo est¨¢ situado en una monta?a de unos 500 metros de altitud cercana al mar; es la primera elevaci¨®n con la que tropiezan las humedades del Atl¨¢ntico cuando tocan tierra. Y al chocar, descargan sobre ella todo su fardo de relente marino.
Por ese microclima -y por su cercan¨ªa a Lisboa (apenas 30 minutos en coche)- Sintra fue desde tiempos inmemoriales el lugar donde la corte y la nobleza lusas hu¨ªan de los rigores estivales de la capital; el emplazamiento perfecto para suspalacetes de recreo. En cierto modo, Sintra es la Versalles portuguesa.
Cuando caminas por sus calles te asalta una extra?a sensaci¨®n de tiempo detenido. Si Lord Byron te saliera por una esquina declamando p¨¢rrafos de su Childe Harold's Pilgrimage, escrito en parte durante sus estancias aqu¨ª ("?Oh!, el ed¨¦n glorioso de Sintra se mezcla en un abigarrado laberinto de monte y ca?ada") te extra?ar¨ªa tan poco como ver a tu lado a E?a de Queir¨®s pidiendo la llave de su habitaci¨®n en la recepci¨®n del m¨ªtico Lawerence's Hotel, donde sol¨ªa alojarse.
Aunque la historia de Sintra se remonta mil a?os atr¨¢s con la construcci¨®n del primer palacio real (el actual Palacio Nacional de Sintra, el de las chimeneas c¨®nicas), lo que hoy se respira en sus calles es el esp¨ªritu decimon¨®nico que instaur¨® el rey consorte D. Fernando II cuando mand¨® construir el palacio da Pena en lo alto de una colina gran¨ªtica; un palacio de cuento de hadas cuyo nivel de eclecticismo solo es comparable al de las soberbias vistas que se disfrutan desde sus terrazas.
Atra¨ªdos por la familia real llegaron otros muchos nobles y familias acaudaladas de aquella mitad del siglo XIX dispuestos a construirse mansiones dignas donde escenificar la vida alegre y desenfadada de la burgues¨ªa de la ¨¦poca. Sintra en ese aspecto es hija del romanticismo: sus palacios, quintas y jardines est¨¢n dise?ados como un viaje sensorial en el que se cuidan hasta el paroxismo los olores, los colores, los sonidos, la recreaci¨®n visual y hasta el tacto de la cosas.
Lugares donde la naturaleza se sobrepone al poder del hombre.
Esta cualidad se percibe sobre todo en la Quinta de Monserrate, el mejor jard¨ªn bot¨¢nico de Sintra. Un acaudalado ingl¨¦s, Francis Cook, hizo traer especies vegetales de los cinco continentes y gracias al especial microclima de esta sierra portuguesa cre¨® ambientes tan dispares como un bosque de helechos gigantes aut¨®ctonos de Nueva Zelanda o el primer prado de c¨¦sped t¨ªpicamente ingl¨¦s que creci¨® en Portugal. Sobre la colina que domina la finca mand¨® construir un palacete de estilo nazarita que recuerda por dentro a la Alhambra, donde daba sonadas fiestas y audiciones musicales y que a¨²n hoy, cuando lo ves perfectamente restaurado e iluminado por la noche piensas que es el decorado fantasioso de un sue?o de verano.
O locuras como la Quinta da Regaleira, una especie de jard¨ªn de Bomarzo luso en el que otro rico burgu¨¦s, Antonio Augusto Carvalho Monterio, enterr¨® millones y millones de escudos en construir un palacio, con capilla, torres, lagos, grutas y jardines, lleno de signos inici¨¢ticos y complejos simbolismos sobre la masoner¨ªa y los rosacruces.
Para conocer bien Sintra hay que hacer cola primero en la pasteler¨ªa Piriquita y probar sus travesseiros (dulces de hojaldre y pasta de almendra), tomarse un ch¨¢ en alguno de sus trasnochados y evocadores caf¨¦s y deambular luego por el laberinto del peque?o n¨²cleo urbano, siempre silente, siempre discreto, porque aunque la ciudad vive del turismo, raramente se ven hordas de visitantes llen¨¢ndolo todo.
En Sintra hasta la vulgaridad tiene un toque de refinamiento.
O alojarse en el palacio de Seteais, la fabulosa mansi¨®n barroca que se hizo construir el c¨®nsul de Holanda y que hoy es el mejor hotel de Sintra.
Y luego hay que subir por empinadas cuestas enclaustradas entre muros de piedra comidos por el musgo y los l¨ªquenes hasta el castelo dos Mouros, antiguo fort¨ªn musulm¨¢n sobre un pe?asco de domos gran¨ªticos que domina la sierra. Fue m¨¢s tarde una fortaleza medieval cristiana hasta que D. Fernando II lo compr¨® a la vez que el palacio da Pena y lo restaur¨® (m¨¢s bien, lo alter¨®) con una intervenci¨®n exagerada muy del gusto rom¨¢ntico pero carente de toda ortodoxia hist¨®rica.
Desde aqu¨ª arriba, entre las almenas de la torre Real, se obtiene una vista maravillosa del exc¨¦ntrico palacio da Pena, recortado sobre otra colina de rocas redondeadas; del oc¨¦ano Atl¨¢ntico, que all¨¢ a lo lejos crea una l¨ªnea blanca de espuma cuando choca con el continente, y del peque?o n¨²cleo hist¨®rico de Sintra, que parece un puzle de tejados rojos abrazando las dos caracter¨ªsticas chimeneas blancas del palacio nacional, el icono de Sintra.
Decididamente, esta ciudad lleva con mucha elegancia su traje de morri?a.
Fotos @ paco nadal
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